Deborah Crombie - Todo irá bien

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La muerte durante el sueño de Jasmine Dent, aquejada de un cáncer incurable, no extraña a nadie, hasta que su vecino de escalera, el comisario de Scotland Yard Duncan Kincaid, intuye por ciertos indicios desconcertantes que su fallecimiento no ha sido causado por la enfermedad y ordena una autopsia. El diagnóstico es claro: muerte por sobredosis de morfina. ¿Suicidio o asesinato? Asesinato. El hallazgo del diario íntimo de Jasmine, iniciado en la India, donde su padre estaba destinado, cuando sólo tenía diez años, y el testimonio de las personas que se movían a su alrededor, en el presente y en el pasado, constituirán para Kincaid y su ayudante Gemma James el punto de partida de una laboriosa investigación que pondrá en evidencia los designios ocultoslas ambigüedades, las desalmadas ambiciones y también la bondad de unos seres humanos. Todos ellos podrían ser culpables, pero sólo uno será señalado por Kincaid.

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– ¿Comprendió usted la seriedad de lo que se le pedía?

Meg levantó la vista hacia él con el rostro colorado y las manos quietas.

– En realidad, no me pidió que hiciera nada. Sólo quería que estuviera a su lado. No quería morir sola. ¿Es que nadie lo entiende? -Meg los miró desafiante, nadie le sostuvo la mirada. Al poco rato, bajó la vista y dijo, con los ojos fijos de nuevo en su regazo-: da igual. Al final ha estado sola de todas formas.

– ¿Usted también la vio el jueves? -preguntó Gordon, con un rastro de compasión en la voz.

– Después del trabajo. Le llevé un guiso de curry para la cena. Sabía que no comería mucho, pero normalmente hacía un esfuerzo si veía que yo me había tomado molestias. -Meg levantó la vista hacia el juez de instrucción y habló como si estuvieran solos en la sala-: yo no la habría dejado si hubiera… Nunca. Parecía… Tenía que haber conocido usted a Jasmine. Hasta cuando hablaba de suicidio lo hacía como si tal cosa. Nunca decía: «Meg, tengo miedo» o «Meg, no quiero estar sola». Hacía frente a la muerte sin permitir que se penetrara en su intimidad, pero ese día, el jueves pasado, estaba diferente. No sé cómo explicarlo. -Arrugó la cara, concentrándose, con las manos levantadas como si pudiera arrancar las palabras del aire-. Abierta. Los muros habían caído. Noté claramente su afecto. Y estaba contenta. Eso también lo noté.

– Señorita Bellamy.

Ahora la voz de Gordon era muy suave. Kincaid levantó una ceja. Había considerado a James Gordon insensible a cualquier objeto de compasión, pero Margaret Bellamy parecía inspirar un estímulo de protección hasta en los ánimos más acorazados.

– Señorita Bellamy -repitió-, ese comportamiento puede ser coherente con el suicidio. Tras tomar una decisión, la persona siente alivio, incluso euforia.

Meg levantó la barbilla.

– Eso me han dicho, pero no lo creo. Jasmine no.

– Señor Kincaid, ¿no encontró usted pruebas directas que indicaran suicidio?

– No, señor. Encontramos dos viales de morfina en la nevera, pero la cantidad que faltaba en ellos no era suficiente para correlacionarla con la cantidad hallada en el cuerpo de Jasmine Dent, y no había ampollas vacías en el piso. -Kincaid calló y miró a Gordon mientras organizaba las palabras-. Ella estaba muy débil. Las escaleras le costaban. Supongo que cabe alguna posibilidad de que Jasmine se suministrara una dosis letal de morfina, sacara el contenedor al exterior, tal vez lo enterró en el jardín, y se volviera a acostar para morir. Pero me parece muy improbable. Y ella era una persona organizada y metódica. No creo que se matara sin dejar las cosas claras, por si surgían dudas.

– ¿El seguro de vida? -preguntó Gordon-. Podía haber hecho todo lo posible para que su muerte pareciera natural si afectaba a la validez de la póliza.

– La cláusula de exclusión de suicidio había caducado. Ya no importaba.

Gordon, con los labios fruncidos, ordenó los papeles que tenía delante en un montón.

– Bueno, señor Kincaid, en buena conciencia no creo poder dictaminar una muerte por suicidio. La investigación queda aplazada bajo la sección 20 del Acta de Instrucción para que la policía pueda investigar más.

Kincaid asintió con un gesto.

– Gracias, doctor Gordon.

Mientras todos se ponían en pie y se encaminaban hacia la puerta, Gordon detuvo a Kincaid y sonrió por primera vez, dejando caer los formalismos como un caparazón.

– Le habría puesto las cosas más fáciles si hubiera dado un veredicto de suicidio. Prefiero encargarme de un inadaptado social que de estos asuntos domésticos: buenos informes forenses, manchas de sangre, prueba del ADN, perfil psicológico. Para mí es como un hobby -añadió con cierta timidez mientras acababa de meter los papeles en el maletín-. Y también casos históricos, como Jack el Destripador o el doctor Crippen. Creo que me equivoqué de vocación. Tenía que haber hecho patología forense. -Gordon cerró el maletín y les dirigió un rápido saludo mientras iba hacia la puerta-. Bueno, gracias. Les deseo la mejor de las suertes para resolver este caso.

La puerta de la sala se cerró tras él con un chirrido.

Kincaid y Gemma se miraron hasta que rompieron a reír.

– ¿Quién lo iba a pensar? -dijo Gemma.

– Es como ver a Maggie Thatcher desnudándose -añadió Kincaid, sin dejar de reír mientras seguían a Gordon hacia fuera de la sala.

El pasillo estaba vacío, el único sonido era el crujido de sus zapatos sobre el linóleo. Tanto Margaret Bellamy como Felicity Howarth habían desaparecido.

– No tenían ganas de quedarse a charlar, ¿eh? Y eso que las has convocado a las… -Gemma echó un vistazo al reloj-… once en punto.

– No es precisamente una ocasión para hacer sociedad -dijo él mientras le abría la puerta a Gemma y salían a la gris mañana londinense. Kincaid, distraídamente, la cogió del brazo cuando un taxi pasó de largo y los roció de agua sucia-. Me da la impresión de que voy a dirigir una farsa con un reparto desganado. «La lectura del testamento» -pronunció con tono sepulcral-. Quizás ha sido una idea absurda, pero… -se detuvo cuando llegó al Midget y abrió la puerta de Gemma-. Tengo poder como albacea de Jasmine para informar a los beneficiarios de la forma que quiera. Y si voy a hacerlo, me gustaría que estuvieses conmigo; tú puedes observar mientras yo dirijo la acción.

***

Sid fue directamente hacia Gemma, ronroneando y enroscando su cuerpo negro y lustroso en torno a sus tobillos hasta que ella tuvo que detenerse para no caer encima.

– ¡Bruja! -le dijo Kincaid al gato con amargura-, pero si soy yo quien te da de comer.

– Lo has cuidado bien-. Gemma se arrodilló para acariciar al gato. -Se ha recuperado completamente.

Kincaid encendió las lámparas de Jasmine y acababa de abrir los estores cuando sonó la primera llamada en la puerta. Theo Dent, el comandante y Felicity Howarth llegaban juntos envueltos en un silencio incómodo, como tres extraños en un ascensor. Kincaid les dio la bienvenida, y acababa de cerrar la puerta y de recoger sus abrigos, cuando una segunda llamada anunció más llegadas. Dejó pasar a Margaret Bellamy, sin aliento y bastante más despeinada que en la sala de justicia, y detrás de ella, para alegría de Kincaid, a Roger Leveson-Gower. Kincaid cruzó una mirada con Gemma, al otro lado de la estancia, y estuvieron de acuerdo en que cinco personas mostraran tanta puntualidad era decididamente antinatural. Debían estar realmente impacientes.

– ¿El correo de Su Majestad no funciona -dijo Roger, apropiándose inmediatamente del centro del escenario- para que haya tenido que causar tantas molestias a todo el mundo? ¿O es que tiene usted una inclinación dictatorial?

Kincaid sonrió.

– No recuerdo haberle invitado a usted.

Roger pasó un brazo de propietario sobre los hombros de Margaret y ella pareció encogerse en cuanto la tocó.

– Alguien tenía que asegurarse de que no engañen a Margaret.

– Y quién mejor que usted…

– Por supuesto -dijo Roger, y la indirecta le pasó por encima de la cabeza; o más bien, delante del ego, pensó Kincaid con malicia.

Haciendo caso omiso de Roger, se volvió hacia el resto del grupo. Felicity había cogido una de las sillas de comedor y se había sentado en su habitual postura erguida; sin embargo, algo en la inclinación de su cabeza anunciaba desánimo. El comandante la imitó y se sentó a su vez, luego se puso a dar vueltas a la gorra entre sus manos, con los ojos azules fijos en la cara de Kincaid. Theo se quedó de pie, solo, tocándose los tirantes nerviosamente con los pulgares.

Kincaid se dirigió a todos ellos.

– No nos llevará mucho rato. Siento mucho haberles causado molestias. Sé que consideran que esto es muy melodramático, pero me parece lo más práctico para abordar este tema. -Hizo una pausa para asegurarse de que todos estuvieran atentos-. Y me parecía que el propósito de Jasmine hubiera sido reunirles de una forma más personal. Una carta llega por correo… -se encogió de hombros- y es como si hubieran ganado las quinielas. Esto no es un regalo anónimo. Jasmine pensó con mucho cuidado sobre lo que quería hacer por cada uno de ustedes. En cierto modo, se trata de su última comunicación. -Kincaid tragó saliva al notar un nudo en la garganta. No había ensayado lo que diría y sus palabras lo pillaron por sorpresa, así como la finalidad que conllevaban.

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