«Hola Sid, ¿hoy te alegras de verme? ¿O es que tienes hambre?»
El gato lo siguió a la cocina y esperó sentado mientras Kincaid buscaba el abrelatas por la cocina.
«No te arremolinarás alrededor de mis tobillos, ¿eh, colega?» le dijo Kincaid, recordando cómo se enroscaba el gato en los finos tobillos de Jasmine a la hora de las comidas. Cuando ella estuvo más frágil, él temió que el gato la hiciera caer, pero nunca dijo nada. «Sin demasiadas confianzas, ¿de acuerdo?»
Dejó el plato en el suelo y pasó los dedos por el suave lomo de Sid mientras éste se aproximaba a la comida. Recordando las instrucciones de Gemma, encontró la caja de sus necesidades debajo del lavabo, la vació en el cubo de la basura y la volvió a rellenar con el contenido de un paquete que encontró en un armario. Sacó la bolsa de la basura del cubo y la preparó para llevársela.
Se sintió muy contento de sí mismo, cambió el agua de Sid y lo observó comer.
«¿Qué va a ser de ti, colega?». Mientras Sid lamía el plato, Kincaid añadió. «Parece ser que se te ha pasado ya el duelo». Humanos o animales, en la mayor parte de los casos el cuerpo se recupera con bastante rapidez. Ya bebas té o whisky, te comes lo que te echan y la vida sigue. «Hasta mañana, colega».
Dejó una lámpara encendida para el gato y subió a casa a seguir con los diarios de Jasmine.
5 de junio de 1963
Sólo puedo pensar en cuando él me toca. Me quema la piel. No puedo comer. No puedo dormir. Me siento un poco mareada todo el rato, pero no quiero que acabe, y ese nudo tan duro en mi estómago me duele y no se me pasa por mucho que haga. Ya sé lo que dice de él la gente, pero no es verdad. Él es diferente conmigo, dulce. Es que no lo entienden. No pertenece a este lugar, como yo. Los dos somos marginados, algo más oscuros, menos ingleses. Mi tía May dice que algunos parientes de mi madre eran franceses y que por eso tengo este aspecto, pero por cómo lo dice se ve que desprecia a mi madre. «A Rose Hollis, dice, no tiene sentido que Dios le diera hijos. No sé en qué estaba pensando tu padre cuando se casó con ella y se la llevó a la India.» Pobre mamá. Él la mató, tan seguro como si le hubiera clavado un puñal en el corazón, y yo tengo miedo. No quiero que me ocurra lo mismo, pero ya está fuera de control y no veo forma de retroceder.
Nos marcharemos en cuanto ahorre bastante con el trabajo para el señor Rawlinson. A Londres, donde nadie nos conozca, donde podamos estar juntos todo el tiempo. Buscar un piso. Prometí no irme sin Theo, pero puede dejar la escuela después de este año y tal vez para entonces pueda cuidar de él también.
Sueño con él cuando logro dormir. Cuando cierro los ojos veo su cara contra mis párpados. Su cabello oscuro como la seda sobre mi mano cuando lo acaricio. Anoche nos vimos detrás del club social en cuanto se hizo de noche. Era noche de bingo, y oía cómo llamaban dentro los números y las letras. «¿Jasmine?» dice él, de esa manera interrogante, como si no pudieran creer sus ojos en mí, y luego las comisuras de los labios se tuercen hacia arriba y sonríe. Pero la luz dura más cada tarde, y no hay dónde estar solos, dónde pueda besarme, meter sus manos donde quiero que me toque. La tía May me mataría si se enterara, y su madre todavía peor. Secas y arrugadas como pasas, y enfermas de envidia.
Sin embargo, tengo una idea, y si puedo llevarla adelante, nada podrá interponerse entre nosotros.
La promesa de lluvia de la noche anterior se cumplió. Kincaid escrutaba a través del parabrisas del Midget hacia la luz gris, en un esfuerzo por ver la carretera, mientras los limpiaparabrisas iban de un lado a otro, expulsando la llovizna. Había dejado la M3 en Basingstoke y se había dirigido hacia el oeste por la autopista hacia Dorset.
La decisión, madurada en algún momento entre el café y la salida de casa hacia la jefatura, lo había pillado por sorpresa. Había soñado con Jasmine -la niña orgullosa de los diarios, no la Jasmine de carácter reservado inquebrantable, frágil por la enfermedad- y se despertó con la huella de su imagen escribiendo en su cuartito de la buhardilla.
Había un salto después del pasaje sobre el muchacho, y cuando volvió a escribir era ya sobre su vida en Londres, la búsqueda de un piso, la adaptación al nuevo trabajo. Comparados con los pasajes anteriores, estaban extrañamente carentes de emoción, como si los diarios hubieran quedado relegados a registrar hechos triviales.
Kincaid se había rendido al cansancio, pero se había despertado nuevamente preocupado. Había hecho unos rápidos cálculos. Jasmine tenía veintidós años en aquella última anotación, y a él se le antojaba extrañamente inmadura. Si no hubiera crecido acostumbrada a cuidar de Theo a causa de la vida que le había tocado, tal vez el hecho de que hubiera llegado a veinte años sin experiencias sexuales no le habría llamado tanto la atención; cuanto más pensaba en ello, menos le sorprendía: madura para su edad en algunas cosas, Jasmine había seguido siendo una marginada. No habría encajado con los flirteos de los adolescentes ni con su ruda camaradería, y la vida de un pequeño pueblo inglés no favorecía las aventuras.
Con aquella inesperada peregrinación, albergaba la esperanza de encontrar alguna respuesta en la aldea de Briantspuddle, de que allí hubiera quedado algún resto del paso de la infancia a la edad adulta de Jasmine.
***
El camino corría como un túnel entre los altos setos, hundiéndose y retorciéndose como la madriguera de un conejo. Algunos espacios vacíos en los muros de vegetación revelaban sólo campos embarrados. Kincaid había comprobado el mapa cuando hubo parado a comer algo en Blandford Forum, pero empezaba a preguntarse si se habría saltado la última señal, justo cuando el camino cruzó un riachuelo, viró repentinamente hacia la derecha y lo llevó a un claro. Una hilera de casitas blancas se extendía por la carretera y una señal en el centro de la bifurcación anunciaba «Briantspuddle».
Kincaid se detuvo en la intersección. Ninguna iglesia… ningún pub. Sin estos dos puntos de información, su tarea iba a ser más ardua. Tomó la bifurcación hacia el oeste, con la esperanza de encontrar alguna posible fuente de cotilleos.
A unos pocos centenares de metros, se topó con otro conjunto de casas, menor incluso que Briantspuddle. Éstas estaban pintadas de colores pastel, no de blanco, pero aparte de las espirales de humo que salían de algunas de las chimeneas, la pequeña aldea parecía un desierto. Una cruz de piedra y la figura de una virgen de piedra tallada en un hueco del pie, parecían atraer las casas de alrededor como fieles en torno al predicador.
Kincaid detuvo el coche y salió. La lluvia había disminuido hasta convertirse en una llovizna tan fina que había hecho chirriar los limpiaparabrisas, y ahora se dio cuenta de que había cesado. Dio la vuelta a la cruz y examinó su peculiar construcción. El diseño le recordó una cruz tradicional. Delante estaba la virgen cobijada bajo un tejadito en punta en la base de la aguja, mientras que detrás una figura mayor no identificada parecía flotar en el centro de la columna. Había una inscripción alrededor de la base cuadrada de la columna, y Kincaid la leyó mientras daba la vuelta a la cruz de nuevo: «En verdad el pecado es causa de todo este dolor. Pero todo irá bien, todo irá bien, y todas las cosas sin excepción irán bien».
Kincaid volvió al coche y retomó el camino por el que había venido. Cuando llegó nuevamente a Briantspuddle, dejó el coche en la cuneta y apagó el motor. Bajó del coche y percibió el aire fresco que envolvía su piel como una capa. Respiró hondo y el profundo y húmedo silencio le dio vigor.
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