Deborah Crombie - Todo irá bien

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La muerte durante el sueño de Jasmine Dent, aquejada de un cáncer incurable, no extraña a nadie, hasta que su vecino de escalera, el comisario de Scotland Yard Duncan Kincaid, intuye por ciertos indicios desconcertantes que su fallecimiento no ha sido causado por la enfermedad y ordena una autopsia. El diagnóstico es claro: muerte por sobredosis de morfina. ¿Suicidio o asesinato? Asesinato. El hallazgo del diario íntimo de Jasmine, iniciado en la India, donde su padre estaba destinado, cuando sólo tenía diez años, y el testimonio de las personas que se movían a su alrededor, en el presente y en el pasado, constituirán para Kincaid y su ayudante Gemma James el punto de partida de una laboriosa investigación que pondrá en evidencia los designios ocultoslas ambigüedades, las desalmadas ambiciones y también la bondad de unos seres humanos. Todos ellos podrían ser culpables, pero sólo uno será señalado por Kincaid.

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¿Y Theo? ¿Sentiría más rencor que amor por su hermana? Sin duda, tenía razones para estarle agradecido, pero la contradicción de la naturaleza humana podía hacer de la gratitud una carga pesada de llevar.

Imaginó a Jasmine sentada en el centro de una red de relaciones, intacta. ¿Qué habría sentido ella por cada uno? ¿Se había movido por la vida insensible e inconmovible? Con idéntica imparcialidad había hecho frente a su enfermedad. Él no lograba conciliar la imagen de chica pasional de los diarios con la mujer que había conocido, fascinante, ingeniosa, inteligente, y más precavida de lo que hubiera imaginado.

Kincaid suspiró y se puso en pie. La luz se extinguía rápidamente, las tumbas ya no tenían secretos que revelarle y, si no se daba prisa, debería subir la colina a tientas. Reparó en que el viento había cesado y, más allá del límite del seto, las luces de la ciudad brillaban en la creciente oscuridad.

El borracho había desaparecido cuando Kincaid volvió a la iglesia. En el interior del edificio, amortiguadas por las pesadas puertas, unas voces cantaban cadencias familiares.

– Las vísperas -dijo Kincaid en voz alta. ¿Cuándo había oído unas vísperas por última vez? El sonido lo devolvió a la iglesia de ladrillo rojo de su infancia en Cheshire. Sus padres habían considerado el servicio de las vísperas el único compromiso entre su educación anglicana y su filosofía liberal, y mientras la familia acudía con frecuencia a las vísperas, Kincaid no recordaba un solo domingo en la iglesia.

Kincaid abrió unos centímetros la puerta acolchada de cuero azul y se introdujo por ella, se dirigió al último banco y se sentó con cuidado. Sólo unas pocas figuras aisladas llenaban los bancos delante de él. Se preguntó si el servicio tendría lugar con tan poca asistencia.

Las voces se elevaron, el sonido llenó toda la iglesia vacía y las notas del macizo órgano vibraron por el banco hasta sus huesos. Kincaid se relajó y se puso a mirar al director del coro. El hombre empleaba las manos como armas contundentes, dando señales a los coristas con movimiento sincopados. Se asemejaba más a un delantero de rugby que a un director de coro; superaba el metro ochenta y cinco, tenía hombros macizos bajo el sobrepelliz y una fuerte mandíbula en su cabeza cuadrada.

El director dio un paso hacia la derecha y Kincaid vislumbró una cara conocida en la última fila del coro. Una franja de cabello gris en torno a una calva y un rostro rubicundo, un bigote gris. Kincaid estaba tan acostumbrado al atuendo de tweed del comandante que la tela blanca del sobrepelliz lo había desorientado por un instante. ¿Cómo podía haber olvidado que el comandante le dijo que cantaba en el coro de Saint John? Kincaid lo observó, fascinado al ver a su taciturno vecino elevando su voz de bajo, alegre, con la boca bien abierta.

El servicio estaba a punto de acabar. El «Amen» final vibró suspendido y luego el coro se disgregó. Los demás fieles adelantaron a Kincaid en su camino hacia la puerta, sonrientes mientras le echaban un vistazo, curiosos. Asiduos, pensó, que se preguntaban quién era él. Cuando se cerró la puerta del porche tras el último rezagado, Kincaid se puso en pie y se dirigió al altar.

– Perdone.

El director tenía la mano en una puerta que Kincaid pensó que llevaría a la sacristía. Giró sobre sus talones, sobresaltado, con un movimiento sorprendentemente grácil en un hombre tan alto y voluminoso.

– ¿Sí?

– ¿Puedo hablar un momento con usted? Me llamo Duncan Kincaid. -Kincaid pensó rápidamente. No pretendía hacer una investigación oficial sobre un amigo y vecino así como así, sólo quedarse tranquilo. Tal vez los tejanos, el anorak y el cabello revuelto por el viento no eran ninguna desventaja, al fin y al cabo.

Con la mano tendida, el director del coro se acercó.

– Me llamo Paul Grisham, ¿qué desea?

Kincaid notó un deje familiar en su voz.

– Es usted galés -dijo, en tono afirmativo. El rostro de Paul Grisham se iluminó con una sonrisa, mostrando unos dientes grandes y torcidos. Tenía la nariz rota, probablemente se le había roto más de una vez.

– Pues sí señor, de Llangynog. -Grisham inclinó la cabeza mientras observaba a Kincaid-. ¿Y usted?

– Soy de allí cerca, al otro lado de la frontera. Me crié en Nantwich.

– Sí, no habla como un londinense de nacimiento.

– ¿Juega a rugby? -Kincaid se tocó la nariz con un dedo.

– Jugaba, sí, cuando mis huesos se soldaban más rápidamente. Wrexham Union.

Kincaid avanzó un poco y se apoyó en la barandilla del altar. Notó que Grisham estaba esperando que fuera al grano, y dijo como si tal cosa:

– He pasado por aquí por casualidad, no tenía ni idea de que hubiera vísperas. -Señaló con la cabeza el lugar del coro, detrás de Grisham-. Me ha parecido ver al comandante Keith.

Grisham sonrió.

– ¿Conoce al comandante? Uno de nuestros pilares, desde luego, aunque no se diría al verlo con tan mal genio. Puntual como un reloj, no se pierde un ensayo.

– ¿Dos veces a la semana? -aventuró Kincaid.

– Los domingos y los jueves por la noche.

– Es mi vecino de abajo. No sabía que cantara, pero me preguntaba adónde desaparecía tan regularmente. Me imaginaba que salía a tomar una cerveza. -Kincaid se irguió mientras Grisham se quitaba el sobrepelliz y hurgaba el bolsillo del pantalón en busca de unas llaves-. Es que me ha sorprendido verle.

– Si no le importa, le dejo salir por la puerta principal antes de cerrar. Es por los gamberros, ya sabe -añadió como disculpa.

– Por supuesto. -Kincaid se volvió y caminaron juntos por la nave central-. No quería hacerle perder tiempo.

Cuando llegaron al vestíbulo Grisham se detuvo y se volvió hacia Kincaid, vacilante. A la luz tenue, Kincaid tenía que mirar hacia arriba para leer su expresión. El hombre le sacaba una cabeza; debía de ser casi tan alto como su jefe.

– ¿Dice que es usted vecino del comandante?

Kincaid asintió.

– Desde que compré el piso, hace tres años.

– ¿Y lo conoce bien?

Kincaid se encogió de hombros y respondió:

– No mucho, creo que nadie lo conoce. -Enseguida le vino a la mente Jasmine, con sus relatos de los tés con el comandante, por las tardes, y pensó en las rosas plantadas en su memoria-. Bueno, quizás había una persona, nuestra vecina, pero murió la semana pasada.

Grisham aferró la pesada puerta del porche y la abrió como si fuera de cartón.

– Eso lo explica, entonces. El jueves pasado se fue del ensayo pronto, dijo que se encontraba mal. Era la primera vez que lo hacía y me preocupó un poco, viviendo solo como vive. Pero no es alguien a quien se pueda preguntar estas cosas.

– No -convino Kincaid, saliendo a la oscuridad-, supongo que no. Gracias por atenderme, volveré -dijo, sinceramente, y mientras la puerta se cerraba vio, por un instante, los blancos dientes de Paul Grisham.

Lo que no añadió fue que Jasmine no pudo ser la razón de la repentina indisposición del comandante, puesto que éste se enteró de su muerte cuando se lo dijo Kincaid, el mediodía del viernes.

***

Se detuvo a tomar una empanada y una cerveza en King George, a media distancia del final de High Street. Cuando salió nuevamente a la calle, el aire le pareció húmedo sobre la piel. ¡Apostaba lo que fuera a que al día siguiente llovería! Se subió el cuello del anorak, hundió las manos en los bolsillos para protegerse del frío y caminó hacia casa despacio, mirando los escaparates iluminados de las tiendas vacías.

Sus pasos le llevaron con naturalidad a la puerta de Jasmine, y entró con la llave que había añadido a su llavero. Cuando encendió la lámpara, Sid parpadeó desde el centro de la cama, luego pareció levitar mientras se desperezaba.

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