– Margaret…
– Me he metido en un lío, ¿verdad? -dijo ésta, casi en un susurro, de modo que Gemma tuvo que inclinarse de nuevo para oírla-. Dice Roger que puedo ir a la cárcel. Y es todo culpa mía. No tenía que haberle dicho nada a tu amigo…
– Creo -Gemma hizo una pausa mientras se servía generosamente leche y azúcar en el té en un esfuerzo por cubrir el sabor a detergente- que si has dicho la verdad has hecho muy bien. Duncan quiere asegurarse de que efectivamente fue voluntad de Jasmine.
Margaret sacudió la cabeza despacio de un lado a otro, pasando el dedo por el charco de té en la mesa.
– Todavía no puedo creer que me mintiera. Yo creía haberlo asimilado, pero no era así, y ese día… me sentí tan aliviada cuando dijo que lo había pensado mejor… -levantó la mirada hacia Gemma-. ¿Crees que me engañé pensando que lo decía en serio sólo porque era lo que quería oír?
Por el rabillo del ojo Gemma vio que la camarera se acercaba con un par de cartas plastificadas muy maltratadas. Gemma levantó la mano e hizo un gesto disuasivo a la mujer sin apartar los ojos de Margaret.
– Si estabas tan asustada, ¿por qué accediste a ayudarla?
– Es que al principio era distinto. Me sentí especial. -Margaret se sentó un poco más derecha en el asiento y sonrió por primera vez-. Que alguien quisiera pasar los últimos minutos en este mundo conmigo, confiar en mí de ese modo…, en particular, Jasmine. Ella no entraba en confianza con facilidad. Nadie se había portado así conmigo, ¿sabes?
Gemma asintió, pero no dijo nada.
– Y era emocionante. Planear, organizar… Tener un secreto que nadie sabía. La vida y la muerte. -Margaret volvió a sonreír mientras recordaba-. A veces pensaba en decírselo a todo el mundo en la oficina, pero sabía que no podía. Era demasiado personal, una cosa entre Jasmine y yo.
Tomó un sorbo de té y puso cara de asco cuando el ácido tánico le picó en la lengua, y miró dentro de la taza por primera vez.
– ¿Qué pasó entonces?
Margaret se encogió de hombros.
– Se acercaba la fecha y yo me asusté. -Dirigió a Gemma una mirada suplicante-. Al principio tenía muy buen aspecto. Le había crecido el cabello después de las terapias. Yo sabía que se cansaba con facilidad, pero no parecía enferma. Luego empezó a quedarse en los huesos. Y cada día estaba un poco más débil, cada día me pedía que le hiciera algo que hasta el día antes había podido hacer sola… Le pusieron el catéter en el pecho. Empezó con la morfina líquida, aunque nunca hablaba del dolor.
Esta vez Gemma llamó la atención de la camarera y articuló: «agua caliente». La cafetería empezaba a vaciarse y el nivel del ruido había bajado lo bastante para oír el hilo de voz de Margaret sin esforzarse. Cuando llegó la tetera humeante, Gemma echó agua caliente en la taza medio vacía de Margaret sin preguntar, luego aguardó de nuevo.
– No había fijado la fecha -continuó Margaret, como si no hubiera habido interrupción, con la vista en el círculo de sus manos en torno a la taza caliente-. Empecé a tener miedo cada vez que iba a verla. «¿Ha llegado el día?» «¿Me va a decir: estoy lista, Meg, hagámoslo ahora». Se me hacía un nudo en el estómago; me sentía enferma todo el rato. Empecé a pensar en que tendría que ponerle la bolsa de plástico en la cabeza si la morfina no actuaba. Un día pareció muy tranquila, menos inquieta de lo normal. Pensé que habría aumentado la morfina. Pero dijo: «No llegaré a los cincuenta, Meg, no tiene sentido.» Y supe que se había decidido.
Gemma sorbió el té aguado y esperó. Como Margaret no volvió a hablar, preguntó con suavidad:
– ¿Te dio una fecha exacta?
– El día antes de su cumpleaños. Yo había pasado noches sin dormir, imaginando verla morir. ¿Cómo sería? ¿Cómo sabría yo cuando había terminado? No podía soportarlo. Pero no podía decírselo.
Cuando Margaret levantó la vista, Gemma vio que tenía los ojos enrojecidos e hinchados, como si hubiera llorado durante días.
– ¿Se lo dijiste?
– Fue el peor día de mi vida. No sabía que podía empeorar -Margaret se frotó el dorso de las manos con la boca-. Me pasé el día vomitando en el baño de la oficina. Determiné que se lo diría en cuanto entrara. -Torció los labios en una sonrisa irónica-. Pero no me dejó ni acabar: «No te preocupes, Meg, no sé si he encontrado o perdido el valor, pero voy a seguir adelante».
– ¿Por qué la creíste? -preguntó Gemma-. ¿Por qué no pensaste que estaba intentando desvincularte?
La amplia frente de Margaret se llenó de surcos mientras pensaba.
– No sé cómo explicarlo. No había… ninguna tensión en ella, en absoluto. No había lucha ni nerviosismo. ¿Entiendes?
Gemma reflexionó.
– Sí, creo que sí. ¿No te pidió que te quedaras?
– Un rato. Hice todo lo que solía hacer por ella: dar de comer al gato, ordenar. Luego bajé al restaurante indio que tiene comida para llevar y le subí un curry para la cena; en realidad, no podía comer mucho, pero seguía esforzándose.
– Margaret -dijo Gemma, tanteándola con cautela ahora-, ¿Jasmine te habló alguna vez de las implicaciones legales de ayudar a un suicida?
Margaret asintió enérgicamente.
– Dijo que como no tenía que tocarla ni darle nada, no habría problemas. Y nunca pensamos que nadie se enterara. Jasmine decía que haríamos que pareciera natural… No quería complicaciones.
¿Jasmine le habría simplificado las cosas a Margaret, sencillamente? ¿Su calma de aquel día tendría origen en una resolución más que en una aceptación? ¿Era tan buena actriz que había mentido fácilmente a las personas que mejor la conocían? Y si era así, ¿por qué? Gemma pensó en la chica de la fotografía, con esa belleza delicada y una expresión cerrada, casi misteriosa. Una mujer inteligente, una organizadora, una planificadora. ¿Habría sido su voluntad ver a Theo el domingo como un fragmento innecesario de dirección escénica? Gemma sacudió la cabeza. No imaginaba a Jasmine ideando algo porque sí.
Sin embargo, le faltaba una cosa por preguntar a Margaret.
– Jasmine dejó un testamento, Meg. -Gemma usó el diminutivo que empleaba Jasmine-. ¿Te lo contó?
Margaret miraba fijamente la taza vacía, como si la respuesta pudiera hallarse en el dibujo azaroso de las hojas de té.
Gemma esperó, sin animarla ni romper la tensión que crecía en el silencio.
– Y discutimos. -Las yemas de los dedos se le pusieron blancas por la presión sobre la taza-. Le dije que era muy injusto, pero no quiso escuchar. Dijo que había hecho lo posible por Theo. Yo no quería sacar provecho de su muerte. Me sentía fatal, como si la hubiera querido por una recompensa. -Miró a Gemma, con los ojos enrojecidos y brillantes por las lágrimas-. Lo entiendes, ¿verdad?
Gemma tendió las manos sobre la mesa y puso los dedos en la mano de Margaret.
– ¿Le contaste a alguien lo del testamento, Meg, a quien sea?
Margaret apartó la mano de Gemma y la taza vacía se balanceó en el plato.
– ¡No! Claro que no. No se lo conté a nadie.
Margaret recogió el bolso y el cárdigan, apartó la taza, y al cabo de un momento, Gemma captó el penetrante y acre olor del miedo.
– Asunto zanjado.
– Muy bien. Justifícalo. -Kincaid apartó la silla del escritorio y apoyó los pies en el último cajón, que estaba abierto. Tenía los ojos legañosos tras una tarde de trabajo de papeleo, cuando Gemma, envuelta en una fragancia de aire fresco y muy excitada, había entrado como una exhalación en su despacho.
– Está aterrada, la pobrecilla. -Gemma dejó de moverse y se sentó en el brazo de la silla de las visitas-. No quiero decir que lo supiera de antemano, pero le dijo lo del testamento a ese novio y ahora está sudando de angustia. -Se inclinó hacia delante, enfática, y con dedos rápidos se arregló el cabello que el viento había sacado de la horquilla de su nuca-. Roger estaba esperando a Margaret aquella tarde cuando salió de casa de Jasmine, y le dijo que Jasmine había cambiado de idea. Se pelean y Roger sale para montar la escena; más tarde, da excusas para retirarse pronto, pero va a casa de Jasmine.
Читать дальше