Deborah Crombie - Todo irá bien

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La muerte durante el sueño de Jasmine Dent, aquejada de un cáncer incurable, no extraña a nadie, hasta que su vecino de escalera, el comisario de Scotland Yard Duncan Kincaid, intuye por ciertos indicios desconcertantes que su fallecimiento no ha sido causado por la enfermedad y ordena una autopsia. El diagnóstico es claro: muerte por sobredosis de morfina. ¿Suicidio o asesinato? Asesinato. El hallazgo del diario íntimo de Jasmine, iniciado en la India, donde su padre estaba destinado, cuando sólo tenía diez años, y el testimonio de las personas que se movían a su alrededor, en el presente y en el pasado, constituirán para Kincaid y su ayudante Gemma James el punto de partida de una laboriosa investigación que pondrá en evidencia los designios ocultoslas ambigüedades, las desalmadas ambiciones y también la bondad de unos seres humanos. Todos ellos podrían ser culpables, pero sólo uno será señalado por Kincaid.

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– Él dijo que no había estado nunca.

Encogiéndose de hombros, Gemma replicó:

– Pudo mentir. ¿Quién va a contradecirle? ¿Margaret? -Hizo una pausa y luego prosiguió, más pensativa-. O quizás dijo la verdad, pero eso no quita que no se asomara a la puerta de Jasmine, con alguna excusa. Sabe ser muy… convincente, creo.

Kincaid se apoyó en la silla, con las manos detrás de la cabeza, y sonrió con sorna.

– Entonces, tú tampoco eres inmune a Roger…

Gemma se estremeció.

– Es como estar encerrada con una serpiente. ¡Qué escalofríos! Me da muy mala espina. Pero ¿y si -se puso en pie y empezó a caminar por los limitados confines del despacho- se había enterado del testamento de Jasmine antes de conocer a Margaret? ¿Por qué si no es así iba a querer ligar con ella primero? ¡Tendrá a todas las mujeres que quiera! Y no me digas -añadió, sonrojándose al ver la sonrisa de Kincaid- que ha captado la pureza de su alma o algo por el estilo, porque no me lo creo.

– Ni yo, pero puede que no sea tan sencillo, de todas formas. -Kincaid recordó la escena que había presenciado en la habitación de Margaret. Roger disfrutaba desplegando su atractivo sexual ante ella, y probablemente era sólo la punta del iceberg-. Supongamos que tienes razón, Gemma, por inverosímil que sea, ¿cómo pudo Roger enterarse de lo de Jasmine?

– ¿Sobornando al abogado?

Kincaid sacudió la cabeza imaginando la contenida indignación de Antony Thomas.

– Imposible, pero ¿y si tienes razón en cuanto a la primera parte y Roger sí fue al piso de Jasmine esa noche? No se han visto nunca, da alguna excusa para entrar y luego, ¿qué? Le dice: «Perdone, ¿me permite que le de una sobredosis de morfina?». -Señaló a Gemma con un dedo-. Yo estoy seguro de que no hubo lucha.

– Tal vez le dijera que Margaret la había estado utilizando, y entonces Jasmine decidiera suicidarse de todas formas.

– Él no hubiera tenido más que esperar. ¿Por qué iba a poner en peligro el resultado final?

– Tal vez pensara que estaba perdiendo poder sobre Margaret e hizo un último intento desesperado -dijo Gemma, volviendo a acomodarse en la silla y cruzando las piernas.

Se miraron un momento, reflexionando, luego Kincaid se irguió en la silla y cerró el cajón de una patada.

– No hay pruebas, Gemma. Ni una. Reconozco que Roger tiene pinta de sospechoso, pero tendremos que seguir excavando. Y tampoco Theo me convence del todo. -Consultó su reloj y se estiró, se aflojó el nudo de la corbata y se desabotonó el cuello-. Por hoy hemos hecho bastante, estoy hecho polvo. ¿Te apetece tomar algo antes de ir a casa?

Gemma vaciló, luego hizo una mueca.

– Mejor que no. Ya he hecho bastantes novillos últimamente. -Salió con un gesto de despedida, pero volvió a asomar la cabeza por la puerta-. No te olvides de cuidar del gato.

***

El cambio de tiempo había retirado a las multitudes del fin de semana de Hampstead Heath. La primavera había desplegado sus verdaderos colores y todo el mundo se precipitaba a los pubs y salones de té, aparte de algunos paseantes solitarios que sacaban a sus perros o los que salían a correr. La basura que había quedado de las reuniones al aire libre por el buen tiempo volaba por la hierba. Kincaid pasó por casa el tiempo justo para ponerse tejanos y anorak, cruzó East Heath Road al final de Worsley y se metió en un sendero del parque a la altura de Mixed Bathing Pond. Sentía la necesidad de sacudirse de la mente y del cuerpo algunos pensamientos obsesivos. Correr requería demasiada concentración, o al menos eso se dijo, así que se dirigió hacia el norte y echó a andar, dejando libre el flujo de su pensamiento.

Las teorías de Gemma lo preocupaban más de lo que quería reconocer; se fiaba de su instinto, y si ella decía que Margaret Bellamy estaba asustadísima, él se lo creía, pero no podía hacer una construcción lógica del resto. Había demasiados interrogantes.

Sonrió al pensar en los argumentos de Gemma. A veces su entusiasmo le divertía, otras le irritaba, pero ésa era una de las razones por las que trabajaban bien juntos. Ella se lanzaba sobre las ideas precipitadamente, mientras él tendía a preocuparse, y a menudo, llegaban juntos a una conclusión satisfactoria.

El sendero cruzaba el estanque del viaducto, y se detuvo un momento con las manos en los bolsillos para admirar la vista. Ramas con brotes nuevos formaban imágenes reflejadas en el agua y, al oeste, la aguja de la iglesia de Hampstead se elevaba sobre las ramas todavía desnudas de los árboles más altos. Gemma se había mostrado diferente el fin de semana, parte de su fogosa energía se atenuó por un conformismo perezoso. Un vestido de algodón de colores vivos protegía una piel levemente enrojecida por el sol, una difuminada fragancia de melocotón se desprendía de ella cuando había estado a su lado en la tienda de Theo. Kincaid parpadeó y se sacudió como un perro que sale del agua.

***

Volvió a caminar de nuevo, con la cabeza baja contra el viento, y emprendió la larga cuesta hacia la parte superior de la colina. Por algún motivo, durante el fin de semana, algo entre ellos había cambiado. Pero hoy habían vuelto a trabajar como siempre, y él había empezado a pensar que se estaba inventando las cosas. Sin embargo, había percibido la extraña vacilación de Gemma cuando le propuso tomar algo. Lo hacían con frecuencia y charlaban sobre el trabajo del día y el plan para el día siguiente, y sólo ahora se daba cuenta con qué impaciencia aguardaba esos momentos. Tal vez le exigía demasiado tiempo y ella se había resentido. Tendría más cuidado en el futuro.

Ramitas de tojo cargadas de brotes amarillos se le enganchaban en las mangas al pasar, ensimismado, demasiado cerca. Bellas y espinosas, como Gemma, y como a ella, había que manejarlas con cuidado. Sonrió.

El sendero terminaba en la parte superior de Heath Street, justo enfrente del Jack Straw's Castle. El aparcamiento del viejo pub ya estaba lleno, y cuando se abrió la puerta, el viento trajo la música a oídos de Kincaid. La multitud vociferante no le apetecía, y emprendió el descenso hacia la izquierda por Heath Street, notando un tirón en las pantorrillas al bajar la cuesta. Cuando llegó a la estación de metro, un impulso lo llevó hacia delante en lugar de a la izquierda, hasta Hampstead High Street. No tardó en toparse con Church Row a su derecha y se metió por el callejón, con la aguja de St. John guiándole como una brújula.

Kincaid entró en el cementerio por la gruesa verja de barrotes. Un borracho roncaba en un banco junto a la puerta de la iglesia, rompiendo el silencio. Kincaid giró a la izquierda hasta el verdor de la ladera cubierta de tumbas, que ya a principios de primavera estaba invadida de vegetación. El camino serpenteaba bajo las pesadas ramas de los árboles de hoja perenne, abriéndose paso entre las losas de piedra gris, manchadas de líquenes. Se detuvo en su lugar preferido, justo antes del límite del muro inferior.

La inscripción junto a la tumba decía: «John Constable, Esq., R.A., 1837». Constable yacía junto a su esposa, Mary Elizabeth, y el epitafio mencionaba también al hijo de ambos, John Charles, muerto a los veintitrés años. El nombre de Constable estaba asociado con la historia de casi todos los rincones de Hampstead, pues alquiló una casa tras otra desde 1819 hasta su muerte, y se decía que había pedido que su «descanso eterno» tuviera lugar en el pueblo que había inmortalizado en sus cuadros.

Kincaid no sabía por qué aquel monumento victoriano le resultaba tan consolador, pero desde que vivía en Hampstead había tomado la costumbre de ir a pensar allí cuando no podía resolver algo. Se sentó en una roca y frotó una ramita entre los dedos, deshaciendo la corteza oscura en polvo. Frunció las cejas e intentó aclararse, concentrarse. Su instinto visceral le decía que Meg quería sinceramente a Jasmine, y no le habría hecho daño contra sus deseos. Sin embargo, Roger era de otra pasta, y bastante apestosa, por cierto. El sexo implica un poder fuerte y a veces retorcido, y no estaba seguro de hasta qué punto Meg podía hacer la vista gorda para conservar su relación con Roger.

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