Deborah Crombie - Todo irá bien

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La muerte durante el sueño de Jasmine Dent, aquejada de un cáncer incurable, no extraña a nadie, hasta que su vecino de escalera, el comisario de Scotland Yard Duncan Kincaid, intuye por ciertos indicios desconcertantes que su fallecimiento no ha sido causado por la enfermedad y ordena una autopsia. El diagnóstico es claro: muerte por sobredosis de morfina. ¿Suicidio o asesinato? Asesinato. El hallazgo del diario íntimo de Jasmine, iniciado en la India, donde su padre estaba destinado, cuando sólo tenía diez años, y el testimonio de las personas que se movían a su alrededor, en el presente y en el pasado, constituirán para Kincaid y su ayudante Gemma James el punto de partida de una laboriosa investigación que pondrá en evidencia los designios ocultoslas ambigüedades, las desalmadas ambiciones y también la bondad de unos seres humanos. Todos ellos podrían ser culpables, pero sólo uno será señalado por Kincaid.

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– Señora Washburn -Gemma se volvió al llegar a la puerta-. ¿Quién informó a la oficina de la muerte de Jasmine?

Su duro rostro permaneció inexpresivo.

– No lo sé, una de las mecanógrafas subió a decírmelo: Carla. Se lo tendrá que preguntar a ella.

Y volvió al archivo de su escritorio antes de que Gemma cerrara la puerta.

***

Gemma siguió el leve murmullo de voces hasta el fondo del vestíbulo, luego abrió la puerta y asomó la cabeza. La conversación se detuvo de forma tajante. Había dos chicas sentadas ante sus ordenadores, con las mesas juntas para dejar espacio en la estancia al revoltijo de archivadores y de mesas de proyectos. Una tercera mesa, con la silla vacía, se encontraba debajo de la ventana.

Las chicas miraron a Gemma, sus rostro recelosos dejaban adivinar que sabían quién era. Había infravalorado a la recepcionista: los «pajaritos» de la oficina funcionaban, al fin y al cabo.

– Estoy buscando a Margaret Bellamy -dijo inocentemente, mientras entraba y cerraba la puerta.

La chica que tenía más cerca apartó su silla de ruedas de la mesa y la giró hacia Gemma.

– No está.

Sonreía vacilante al tiempo que mostraba un diente roto.

– ¿Crees que volverá pronto? La esperaré.

Las chicas cruzaron una mirada, luego la primera volvió a hablar:

– Más le vale; si no, esa bru… la señora Washburn la va a poner de patitas en la calle.

– ¿Llega tarde? -Gemma se acercó a la primera chica y le tendió la mano-. Me llamo Gemma James.

– Yo, Carla; ella, Jennifer. -Indicó con un gesto a la otra chica, que aún no había abierto la boca.

Carla tenía una mata de cabello castaño encrespado recogido con una banda y un rostro agradable de mandíbula cuadrada. Las piernas, muy visibles bajo una minifalda elástica, parecían troncos de árbol. La otra chica, Jennifer, Gemma la vinculó con ese tipo de chicas que poseen el gen de la perfección; algunas mujeres nacen con él, y es imposible obtenerlo de otro modo: piel inmaculada, rasgos perfectos, cuerpo de modelo, cabello que siempre hacía lo que se esperaba de él, ropa a la última moda. Si además supiera hablar, no estaría mal, pensó Gemma, sorprendiéndose de ser tan sarcástica.

– ¿Tenéis idea de dónde puede estar? -Gemma apoyó la cadera en un archivador bajo y consultó el reloj: casi la una y media.

Las chicas volvieron a mirarse, y esta vez debieron de cruzar una señal secreta, porque Jennifer habló:

– Quizás está fuera con el novio. -Su suave voz tenía un deje que podría ser del West Country, y los ojos azules mostraban una inteligencia sorprendente-. Estaba muy abatida esta mañana. Por la señorita Dent. Usted ha venido por la señorita Dent, ¿verdad?

El «pajarito» no sólo funcionaba, sino que lo hacía a las mil maravillas.

– En cierto modo -respondió Gemma vagamente-. ¿Conocéis al novio de Margaret?

Las chicas sonrieron, cómplices y divertidas.

– ¿A Roger? -dijo Jennifer-. ¡Quién lo pillara! -Miró a Carla, que hizo una mueca-. En realidad, yo estaba con ella cuando lo conoció.

Gemma dobló los brazos e inclinó la cabeza, como si tuviera todo el día.

– ¿De verdad? ¿Y cuándo fue eso?

Jennifer intentó recordar, arrugando la frente y sacando el morrito.

– Hacia octubre, creo. Una noche que me la llevé de discotecas. Es que me daba un poco de pena. -Echó otra ojeada a Carla por debajo de sus pestañas y ésta asintió con un gesto-. No hacía nunca nada, sólo estar en su casa, en esa habitación horrible. Y pensé… Bueno, eso.

– ¡Qué amable por tu parte! -la voz de Gemma era cálida y animosa-. ¿Y qué pasó?

Jennifer le sonrió, mostrando unos dientes pequeños y uniformes como los de un niño.

– Nada, nos sentamos en el bar y nadie nos hacía caso, parecía que tuviésemos la peste o algo así, pero entonces llegó ese chico guapísimo. Es realmente guapísimo, parece un… -Jennifer se pasó la lengua por los labios buscando una frase descriptiva- una estrella de la tele americana. Yo pensé: ¡Vaya!, prepárate para éste -sacudió un poco los hombros-. Pero se puso a ligar con Margaret.

La consternación recordada asomó a su rostro y sacudió la cabeza, incrédula.

Los comentarios de Jennifer parecían carentes de presunción en el sentido habitual; era sencillamente como si su mundo hubiera dejado de funcionar como siempre: los hombres miraban a Jennifer, no a Margaret, y las leyes de la física no había que tocarlas.

– Bueno, al final ha sido mejor así -dijo Carla-. Nuestro Roger no ha resultado un trofeo tan bueno.

– ¿Y eso? -preguntó Gemma.

Esta vez Carla miró a Jennifer buscando su apoyo, y ella le hizo un gesto para animarla. Carla bajó la mirada a su regazo, todavía vacilante, y se estiró la falda un poco sobre los muslos.

– Bueno… No la lleva a ningún sitio, nunca le compra nada. Sólo va a su habitación y… bueno, eso.

Carla se ruborizó hasta la raíz del cabello y evitó la mirada de Gemma.

– ¿Cómo lo sabéis? -preguntó Gemma suavemente. Corrió un poco el trasero, que se le dormía sobre el archivo-. ¿Margaret os lo cuenta?

– No -respondió Carla, sin recuperar su color-. Pero algunas veces… se nota. Bueno, no tenía que haberlo dicho…

– No importa -interrumpió Gemma, que no quería que se sintiera desleal-. En cuanto a la señorita Dent, ¿eran Margaret y ella muy amigas cuando trabajaba aquí?

Carla respondió al cabo de un momento, cuando Jennifer no habló.

– Pues no. La señorita Dent siempre era justa… no como otras que sabemos -dirigió una mirada huraña en dirección al despacho de la señora Washburn- y amable, aunque distante, no venía con nosotras durante las pausas ni nada de eso. Fue sólo cuando se marchó -dijo Carla, pensándolo-. Margaret empezó a ir a verla. Decía: «Ayer vi a Jasmine», y se pavoneaba, como si se sintiera superior a nosotras por llamar «Jasmine» a la señorita Dent.

– ¿Eso fue antes de conocer a Roger o después?

Las chicas se miraron mientras se concentraban.

– Antes -dijo Jennifer, y Carla asintió.

– Sí, es verdad, porque la señorita Dent se fue antes de la fiesta nacional de agosto, y hacía tiempo que…

Se abrió la puerta y Carla se detuvo en seco, sonrojándose de nuevo. Jennifer adoptó una expresión neutra y volvió a teclear.

Una mujer entró con la respiración entrecortada; la piel clara, rosada por el esfuerzo; el cabello, castaño y fino, torcido; y el faldón de la blusa, saliendo de la falda.

– Lo siento, llego tarde, no quería…

Llevaba un fajo de hojas en la mano que se le cayeron al suelo cuando reparó en Gemma. En cuclillas, amontonó los papeles y bajó los ojos.

– Tú eres Margaret -dijo Gemma, a modo de afirmación. Una rápida mirada de sus ojos azules a través de las pálidas pestañas y Margaret volvió a inclinarse sobre sus papeles. Gemma sintió un escalofrío en la nuca al darse cuenta del miedo que tenía Margaret Bellamy.

– Soy amiga de Duncan Kincaid. ¿Podemos ir a tomar un té?

***

– La señora Washburn me matará, perderé el empleo. -Margaret se retorcía nerviosa en el sillón de plástico rojo.

– No pasará nada. Te prometo que lo aclararé con ella.

Gemma se inclinó por encima de la mesa y le tocó la mano a Margaret. Una mano robusta, pensó Gemma, con los dedos cortos y las uñas muy mordidas. Fría y húmeda, y Gemma notó un ligero temblor bajo sus dedos.

Una camarera apresurada dejó bruscamente unos tés industriales en la mesa de fórmica derramando parte en los platillos. Gemma recordaba haber pasado por delante del concurrido café, justo a la vuelta de la esquina de la oficina de Planificación; el ambiente no era precisamente relajante, pero Margaret parecía ajena al ruido y al olor penetrante de la grasa caliente que salía de la cocina.

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