Deborah Crombie - Todo irá bien

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La muerte durante el sueño de Jasmine Dent, aquejada de un cáncer incurable, no extraña a nadie, hasta que su vecino de escalera, el comisario de Scotland Yard Duncan Kincaid, intuye por ciertos indicios desconcertantes que su fallecimiento no ha sido causado por la enfermedad y ordena una autopsia. El diagnóstico es claro: muerte por sobredosis de morfina. ¿Suicidio o asesinato? Asesinato. El hallazgo del diario íntimo de Jasmine, iniciado en la India, donde su padre estaba destinado, cuando sólo tenía diez años, y el testimonio de las personas que se movían a su alrededor, en el presente y en el pasado, constituirán para Kincaid y su ayudante Gemma James el punto de partida de una laboriosa investigación que pondrá en evidencia los designios ocultoslas ambigüedades, las desalmadas ambiciones y también la bondad de unos seres humanos. Todos ellos podrían ser culpables, pero sólo uno será señalado por Kincaid.

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– ¿Se trata del joven señor Rawlinson?

Ella lo miró perpleja, pero todavía educada.

– El señor Rawlinson padre falleció hace diez años. No es usted de aquí, ¿verdad?

– De Londres, en realidad. -Kincaid volvió a sacar la identificación del bolsillo y se la mostró.

– ¡Ah! -Ella abrió mucho los ojos y lo miró a la cara para después volver a considerar el carnet-. Vaya, hombre. ¿Y qué quiere Scotland Yard de nosotros?

Kincaid notó que tomaba aire con brusquedad. Era la reacción del ciudadano corriente ante la aparición inesperada de un policía, y se apresuró a tranquilizarla.

– Información muy antigua. ¿Podría ser que el señor Rawlinson recordara a una chica que trabajó aquí hace casi treinta años? Se llamaba Jasmine Dent.

Carol White se quedó mirándolo y dijo, despacio:

– No, el señor Rawlinson todavía debía de estar en la escuela, pero yo sí. Yo recuerdo a Jasmine.

Sin que nadie se lo ofreciera, Kincaid tomó una silla para las visitas y la acercó al escritorio, sin apartar la vista de Carol White.

– ¿Usted?

Ella continuó, vacilante.

– Sé que es una estupidez por mi parte, pero no me gusta reconocer que llevo aquí el tiempo que llevo. Vine directamente aquí después de dejar la escuela, como Jasmine, pero ella era un par de años mayor.

– ¿El señor Rawlinson necesitaba dos secretarias?

– ¡Ya lo creo! -Sonrió, mostrando unos dientes uniformes y blancos-. Al señor Rawlinson le gustaban las chicas guapas, y las dos lo éramos, si me permite decirlo. -Levantó la mano, como para impedir que Kincaid la interrumpiera, y añadió-. Bueno, no quiero decir que fuera un viejo verde, nunca intentó nada que yo sepa, pero hacía un poco el pícaro. Y puesto que nos pagaba el salario mínimo de la época, supongo que se lo podía permitir.

Como se había movido en torno al escritorio de Carol, Kincaid descubrió que lo que había creído un vestido era en realidad una túnica hasta el muslo, debajo de la cual llevaba unos pantalones adherentes negros y zapatos de tacón alto. Ella siguió su atenta mirada y se echó a reír.

– La ropa es una cortesía de mi hija adolescente, que no soporta que su madre salga como una sosa. -Luego, más seria-: en realidad, creo que el señor Rawlinson quiso prepararme como sucesora de Jasmine. Le debió de dejar claro, como a todo el mundo, que no pretendía pasarse la vida en este angustioso pueblo. Jasmine era muy ambiciosa, señor Kincaid. ¿Qué ha sido de ella? ¿Ha tenido éxito? No me la imagino como ama de casa y madre.

– No, no se casó. Y sí, le fue bastante bien. Era supervisora en una oficina de planificación.

– ¿Era? -preguntó Carol White, bajito-. ¿Es que…?

– Tenía cáncer.

– ¡Oh, cuánto lo siento! -Se le llenaron los ojos de lágrimas y sacudió la cabeza-. ¡Dios mío, qué tonta soy! Si ni siquiera éramos amigas, ni he pensado en ella en años, pero es que cuando oigo que algún conocido de la juventud ha muerto, me toca directamente aquí. -Se golpeó el pecho con el puño, luego buscó una caja de pañuelos en un cajón de la mesa y se sonó-. Es un recordatorio de mi propia mortalidad, supongo. Si puede pasarles a ellos, puede pasarte también a ti.

– Entiendo lo que quiere decir -dijo Kincaid, pensando en su propia reacción, no sólo ante la muerte de conocidos, sino también de extraños, una dolorosa sensación de pérdida que nunca había llegado a controlar.

– Pues no entiendo. -Carol se acabó de secar los ojos y tiró el pañuelo a la papelera junto a su mesa, al tiempo que se recomponía-. ¿Por qué pregunta por Jasmine?

Kincaid le dio una respuesta más breve de la que había dado a Alice Finney, pero ella asintió, aparentemente satisfecha. Tantos años en un despacho de abogados le habrían enseñado la discreción.

– ¿Y dice que no eran muy amigas?

– Bueno, hablábamos, como hablan las chicas en el despacho, sobre lo que pasaba, y a quién le había tocado más el trasero esa semana el señor Rawlinson. Sólo cháchara, en realidad, pero si me aventuraba en algo demasiado personal, se cerraba en banda. -Carol hizo una pausa, arrugando la cara, concentrada-. A veces… a veces me daba la sensación de que Jasmine no había tenido nunca amigos, no sabía qué hacer con ellos.

– ¿Y qué la llevaba a pensar que fuera tan ambiciosa?

– Londres. No hablaba de otra cosa. Y ahorraba hasta el último penique, se traía la comida de casa cada día, hasta hacía de canguro por las noches para ganar algo más. Recuerdo que se llevaba mal con su tía, la tutora.

Kincaid sonrió.

– De eso no cabe duda -dijo, y volvió al punto anterior-. ¿Jasmine no salía, entonces, si contaba tanto el dinero? Una chica guapa de esa edad tendría muchas cosas que hacer en una población como ésta.

Carol sacudió la cabeza.

– Yo incluso intenté varias veces que quedáramos en una doble cita, pero ella no quería.

– ¿Hablaba de hombres? No quiero parecer machista, pero me parece lo natural.

– Yo seguro que no hablaba de otra cosa, día y noche -dijo Carol, con risa-. ¡Qué aburrida debía de ser, ahora que lo pienso! Pero Jasmine… no, no que yo recuerde. -Miró un instante al vacío, sin fijar la vista, y Kincaid aguardó.- Pero pasó algo. Dos meses antes de que se fuera estaba distinta… con la cara del gato que se ha zampado el canario. A veces, casi me esperaba que se relamiera los bigotes.

– ¿Pero nunca le confió nada?

Esta vez sacudió la cabeza con melancolía.

– No, lo siento.

– ¿Y cuando se marchó? ¿Le había dicho algo antes?

– Me quedé tan sorprendida como todo el mundo. Un buen día entró, dio la noticia, vació su cajón y se marchó. El señor Rawlinson se puso furioso, como puede imaginarse.

– ¿Y después de eso tuvo noticias de ella?

– Ni una palabra, pero ese día me llevó aparte para despedirse de mí y me deseó suerte.

Esta vez fue Kincaid quien se quedó en silencio, pensando que probablemente aquella oficina no hubiera cambiado mucho desde entonces… Imaginó a Jasmine sentada en el lugar de Carol… Jasmine sobre su máquina de escribir… La cabeza oscura de Jasmine contra el papel crema descolorido de la pared. ¿Qué la llevaría a emprender el vuelo, a abandonar sus planes tan bien trazados y a su hermano?

– ¿Ha visto alguna vez a su hermano Theo? -preguntó, siguiendo el hilo de sus pensamientos.

– Sólo cuando se murió la tía y nos ocupamos de sus papeles. -Se encogió de hombros y el movimiento ciñó la tela sobre sus generosos pechos-. Él no sirvió de mucho… Claro que era sólo un niño, no tendría más de diecisiete o dieciocho años entonces. Tal vez eso lo explique todo.

– ¿Explicar qué?

Carol White bajó la vista a sus dedos entrelazados, cuyas esmaltadas uñas rosa estaban emparejadas como amantes.

– ¡Vaya, ya he hablado demasiado! Hace mucho tiempo, y no recuerdo muy bien. Creo que el señor Rawlinson tuvo que encargarse de todo: del entierro, de la venta de la casa… Theo estaba deshecho, casi histérico. Parece natural, pero entonces me resultó un comportamiento extraño; a la mayoría de los jóvenes que obtienen bastante dinero para ser independientes les cuesta parecer afectados.

– No sabía que May Dent hubiera dejado tanto a Theo.

– Bastante, pero creo que Jasmine tuvo el dinero a su cargo hasta su mayoría de edad. -Se irguió, repentinamente expeditiva en sus movimientos, como para dar a entender a Kincaid que había terminado la entrevista-. El señor Rawlinson no tardará. ¿Quiere esperarlo?

– No, creo que usted me ha sido de más ayuda.

Kincaid se puso en pie y ordenó la silla, alineando con precisión las patas con el límite de la gastada alfombra. Cuando le tendió la mano, Carol White se la apretó y dijo:

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