– Eres un verdadero señor, Kenneth -dijo Kincaid, generoso en sus piropos-. ¿Cómo sabes que Sharon pensaba que Con tenía intención de casarse con ella? ¿Te lo dijo ella?
– ¡Claro que lo hizo! Me dijo: «Entonces se librará de ti, Kenneth Hicks. Me aseguraré de ello». Estúpida.
– Sabes, Kenneth, de haber sido tú a quien encontraron flotando en el Támesis, no creo que hubiéramos tenido que investigar demasiado los motivos.
– ¿Me está amenazando? No puede… Eso es…
– Acoso, lo sé. No, Kenneth, no te estoy amenazando. Tan solo hago una observación. -Kincaid sonrió-. Estoy segurísimo de que velabas por los intereses de Connor.
– Solía explicarme cosas cuando había tomado unas cuantas copas. -Hicks bajó la voz confidencialmente-. Su esposa lo tenía cogido por las pelotas. A la que movía un dedo, él iba con el rabo entre las piernas. Ese día tuvo un buen jaleo con ella, la muy puta.
– ¿Qué día, Kenneth? -Kincaid pronunció muy claramente, muy bajito.
Hicks, con el cigarrillo medio consumido colgándole de los labios, miró a Kincaid como una rata sorprendida por un hurón.
– No lo sé. No puede probar nada.
– Fue el día que murió, ¿verdad, Kenneth? Viste a Connor el día que murió. ¿Dónde?
Los ojos muy juntos de Hicks apartaron la mirada de la cara de Kincaid. Tomó una fuerte calada del cigarrillo.
– Suéltalo, Kenneth. Lo descubriré, lo sabes. Empezaré por preguntar a esta gente tan amable de aquí. -Kincaid indicó el bar-. ¿No crees que es una buena idea?
– ¿Y qué pasa si me tomé un par de cervezas con él? ¿Cómo iba a saber que sería un día distinto a cualquier otro?
– Dónde y cuándo.
– Aquí, como siempre. No sé la hora -dijo Hicks evasivo. Luego, al ver la expresión de Kincaid, añadió-: Quizás hacia las dos.
Después de comer, pensó Kincaid. Con había venido directamente desde Badger’s End.
– ¿Te dijo que había tenido una pelea con Julia? ¿Sobre qué?
– No lo sé, ¿vale? Nada que ver conmigo. -Hicks cerró la boca tan decididamente que Kincaid cambió de táctica.
– ¿Sobre qué otras cosas hablasteis?
– Nada. Simplemente tomamos una cerveza. ¿No está prohibido, verdad, tomar una amigable cerveza con un compañero? -Hicks agudizó la voz como si estuviera sucumbiendo a la histeria.
– ¿Viste a Connor después?
– No. Nunca. No después de que se fuera. -Tomó la última calada y apagó el cigarrillo en el cenicero.
– ¿Dónde estuviste aquella noche, Kenneth? A partir de las ocho o así.
Movió la cabeza negando y dijo:
– No es de su jodida incumbencia. Ya he tenido bastante de su maldito acoso. No he hecho nada. La maldita bofia no tiene por qué ir detrás de mí. -Apartó su vaso vacío y empujó la silla hacia atrás, mirando a Kincaid con el blanco de los ojos destacando bajo los iris.
Kincaid sopesó el beneficio de empujarlo un poco más, pero decidió que era mejor no hacerlo.
– Está bien, Kenneth, como tú quieras. Pero quédate por aquí, donde pueda encontrarte, por si necesito visitarte otra vez. -La silla de Hicks rechinó al levantarse. Al pasar, Kincaid alargó el brazo y hundió sus dedos en la manga de la cazadora de Hicks-. Si piensas en desaparecer, chaval, te echaré a la poli encima tan rápido que no serás capaz de encontrar un hoyo lo suficientemente grande para esconder tu culo estrecho. ¿Me entiendes, colega?
Tras un largo rato Hicks asintió. Kincaid sonrió y lo dejó ir.
– Buen chico, Ken. Nos veremos.
Kincaid se giró y vio a Hicks escabullirse por la puerta. Luego se pasó cuidadosamente los dedos por los tejanos.
Kincaid no era de los que desperdiciaba una buena cerveza, así que bebió hasta la última gota de su vaso. Contempló brevemente tomarse otra, pero la atmósfera del pub no invitaba a quedarse.
Ya en la calle olfateó el aire con curiosidad. Había notado el olor al llegar a la ciudad, pero ahora parecía más fuerte. Le era familiar, pero se le escapaba… ¿Quizás tomates cocinándose? Al llegar al coche lo encontró sin graffitis y todavía con los tapacubos intactos. Kincaid se quedó quieto un momento y cerró los ojos. Lúpulo. Claro, era lúpulo. Era lunes y la fábrica de cerveza funcionaba a pleno rendimiento. El viento debía de haber cambiado desde su llegada al pub y había traído el intenso olor. La fábrica pronto va a cerrar, igual que las tiendas, pensó Kincaid mirando su reloj. El tráfico de hora punta -el poco que había en Henley- había empezado.
Se dirigió hacia la carretera de Reading con la intención de intercambiar con Gemma las conclusiones del día en el Chequers. Entonces le llamó la atención una señal que indicaba el aparcamiento de Station Road. Casi sin pensarlo se encontró dando la vuelta y aparcando en una plaza vacía. Desde allí sólo había unas pocas yardas hasta el río. A su derecha tenía los pisos en forma de cobertizos para embarcaciones, serenos al anochecer, detrás de la valla de hierro.
Algo le tenía preocupado, no estaba seguro de la fecha del último cheque que Connor había extendido a Kenneth. Kincaid no había podido acabar de registrar el escritorio de Con. Entró en el piso con la llave que había usado la vez anterior con la intención de echar otra ojeada al talonario de cheques.
Se paró justo al otro lado de la puerta. Miró alrededor, tratando de averiguar por qué el piso le parecía diferente. El calor, para empezar. Alguien había encendido la calefacción central. Los zapatos de Con habían desaparecido de debajo del sofá. También había desaparecido el desordenado montón de periódicos del final de la mesa. Pero algo incluso menos definible indicaba ocupación humana. Olisqueó, tratando de ubicar el suave perfume que había en el aire. Algo parecía querer emerger de los confines de su memoria, pero desapareció cuando oyó un ruido arriba.
Contuvo la respiración, escuchando, luego se dirigió silenciosamente hacia las escaleras. Hubo un chirrido, luego un golpe. ¿Podía ser alguien moviendo muebles? Había salido del pub tan solo unos minutos después de Kenneth. ¿Se le habría adelantado el cabrón, dispuesto a destruir pruebas? O quizás Sharon había vuelto, después de todo.
Las dos puertas del primer rellano estaban cerradas, pero antes de poder investigar volvió a oír el ruido más arriba. Subió el último tramo de escaleras con cuidado de poder los pies en los bordes de los peldaños. La puerta del estudio estaba abierta unos centímetros, aunque no lo suficiente como para dejarle ver la habitación. Inspiró y con su puño abrió la puerta de golpe. Se abalanzó dentro de la habitación mientras la puerta rebotaba en la pared.
Julia Swann soltó el montón de lienzos que sostenía en las manos.
– ¡Por Dios! Julia. ¡Qué susto me ha dado! ¿Qué demonios está haciendo aquí? -Jadeaba y la adrenalina seguía recorriendo todo su cuerpo.
– ¿Que yo lo he asustado a usted? -Lo miraba con los ojos como platos, con la mano hecha un ovillo en el pecho, aplastando el suéter negro entre sus pechos-. Comisario, debe de haberme quitado usted diez años de mi vida. Por no mencionar los daños a mi propiedad. -Se agachó a recoger sus pinturas-. Le puedo preguntar lo mismo a usted. ¿Qué está haciendo en mi piso?
– Sigue estando bajo nuestra jurisdicción. Siento haberla asustado. No tenía ni idea de que estaba usted aquí. -Tratando de recuperar un mínimo de aparente autoridad, añadió-: Debería de haberlo notificado a la policía.
– ¿Por qué habría de sentirme obligada a hacer saber a la policía que voy a volver a mi piso? -Se sentó en el brazo del sillón que utilizaba de apoyo para sus pinturas y lo miró desafiante.
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