Deborah Crombie - Nadie llora al muerto

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La muerte violenta del comandante de la policía Alastair Gilbert, a golpes de martillo, en la cocina de su casa, convulsiona la aparente tranquilidad de Holmbury St. Mary, un pueblecito de Surrey cercano a Londres. El historial opaco de la víctima, poco apreciada por sus convecinos y tampoco por algunos círculos de la policía, hace que el trabajo de los investigadores de Scotland Yard, el comisario Duncan Kincaid y la sargento Gemma James, emprenda dos direcciones. ¿La delicada esposa del comandante o alguno de los vecinos están implicados en el asesinato o es el entorno policial de Gilbert el que lo está?

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– Forma parte de nuestra investigación -lo tranquilizó Deveney-. Debería saberlo de mirar la televisión, señor Reid. Hemos de preguntar a todos los que estuvieran estrechamente relacionados con el comandante Gilbert.

Reid cruzó los brazos y los miró fijamente durante un rato, como si fuera a rehusar, luego suspiró y dijo:

– Bueno. No me gusta, pero no creo que haya nada malo en ello porque no hubo nada fuera de lo normal. Claire tenía una cita por la mañana. Yo estaba en la tienda, ayudando a unos clientes, ocupándome de unos pedidos de material pendientes, y luego tenía una cita por la tarde. Claire se fue antes de que yo volviera, un poco después de las cuatro. Ella y Lucy tenían planeado ir de compras, creo. -Hizo una breve pausa y añadió-: Esto no es un barco escuela, como habrán podido comprobar.

– ¿Cuándo se enteró de que Gilbert estaba muerto? -preguntó Kincaid al recordar las palabras de Claire antes de desmayarse.

– Algunos clientes estaban esperando cuando abrí la tienda esta mañana. Lo sabían por el cartero, que lo habían oído decir a un periodista. Las palabras exactas fueron, si no me equivoco: «Alguien se ha cargado esta noche a Alastair Gilbert. Le golpearon la cabeza y lo dejaron en un charco de su propia sangre». -añadió haciendo una mueca.

Deveney le dio las gracias y se fueron. Kincaid miró atrás, al arco de acero inoxidable del grifo mezclador alemán que no había podido permitirse para su propia cocina.

– Estupendo -dijo Deveney con harta resignación cuando entraron en el coche-. Y que digan que hemos de ocultar la causa de la muerte hasta que hayamos entrevistado a todos los del pueblo. Así es la vida en el campo.

* * *

La última clienta, una señora mayor parlanchina llamada Simpson, se quedó charlando mucho después de que hubiera pagado sus escasas compras. Madeleine Wade, que entre sus diversas empresas incluía la de ser la dueña de la tienda del pueblo, escuchó ausente el último escándalo mientras cerraba la caja. En todo ese tiempo, lo único en lo que pensaba era en repantigarse en su apartamento del piso superior con una copa de vino y el Financial Times .

El «periódico rosa», como solía llamarlo, era su vicio secreto y el último vestigio de su vida pasada. Lo leía cada día para controlar sus inversiones y luego lo apartaba de la vista de sus clientes. No tenía sentido desilusionarlos, a los pobres.

La señora Simpson, al no recibir más aliento que el ocasional gesto de aprobación con la cabeza, se detuvo finalmente y Madeleine la acompañó aliviada a la puerta. En todos estos años había aprendido a sentirse más cómoda con la gente. Se había esforzado por desarrollar una armadura inmune a todo excepto a la repugnancia más abierta, pero era solamente cuando estaba a solas cuando encontraba la verdadera paz. Era su consuelo, su recompensa al final del día, y la esperaba con el mismo entusiasmo con el que un alcohólico espera su primera copa.

Lo vio en cuanto acabó de echar el cerrojo a la puerta. Geoff Genovase estaba medio en sombras junto al White Hart, con las manos en los bolsillos, esperando. Cuando se movió, la luz de la farola se reflejó en su cabello rubio.

Le llegó el miedo que sentía él. Palpable e intenso, lo envolvía a él como una densa nube.

Ella ya lo había sentido antes, como una corriente débil. También notaba el meticuloso control que lo mantenía contenido. ¿Qué había causado esta explosión de terror? Madeleine dudó. El deseo de ayudarlo se enfrentó a su cansancio y su necesidad de soledad, pero luego sintió una punzada de vergüenza. Había venido a este pueblo tras escapar toda la vida, para intentar ofrecer cualquier ayuda que su talento pudiera proporcionar y un sentimiento de egoísmo así tenía que ser aplastado con disciplina.

Fuera lo que fuera lo que había desencadenado la angustia de Geoff, él la había venido a ver en busca de consuelo, y ella no debía rechazarlo. Dio un paso adelante, levantando la mano para llamarlo, pero había desaparecido entre las sombras.

* * *

Al no recibir respuesta tras golpear la puerta de la habitación de Gemma, Kincaid regresó a su dormitorio y escribió una nota en la que le decía que estaría en el bar y que Deveney se encontraría con ellos para tomar una copa y cenar. Pasó el pedazo de papel por debajo de la puerta y aguardó un momento, esperando que pudieran hablar tranquilamente, pero al no oír un solo movimiento se dio la vuelta y bajó sin prisa las escaleras.

Él y Nick Deveney habían pasado una tarde nada productiva en la comisaría de Guildford, leyendo informes y lidiando con los medios de comunicación, y eso le había dejado un regusto de frustración.

– Una pinta de Bass, por favor, Brian -dijo al sentarse en el único taburete libre del bar-. Hay bastante gente para ser un jueves por la noche -añadió cuando Brian le colocó la cerveza en un posavasos.

– Afuera hace un tiempo de demonios -respondió Brian mientras sacaba una cerveza para otro cliente-. Eso siempre es bueno para el negocio.

La lluvia no había parado al anochecer, pero Kincaid sospechaba que la popularidad del pub en esta noche tenía tanto que ver con el intercambio de chismorreos como con el refugiarse del mal tiempo. Aunque tenía que admitir que en lo que a refugiados se refería, el ambiente era bastante agradable. Un pub vacío no era atractivo. Para tener éxito necesitaba cuerpos en movimiento y voces que subieran y bajaran de intensidad. Ésta era su primera oportunidad de juzgar el pub Moon en las circunstancias adecuadas. Se giró sobre el taburete y le gustó lo que vio: comodidad sin demasiado emperifollamiento. Los taburetes y los bancos tenían fundas de terciopelo, en el techo había vigas oscuras, en el restaurante había piezas de latón y de cobre, las cortinas floreadas con ribetes rojos corridas al anochecer y un fuego de leña irradiaba calor por todo el local.

Un hombre con una chaqueta engrasada pasó entre Kincaid y el otro taburete y le acercó su vaso a Brian para que se lo rellenase. Habló sin preámbulo, como si continuase una conversación.

– En fin, puede que haya sido un verdadero bastardo, Brian, pero nunca imaginé que acabaría así. -Movió negativamente la cabeza-. En estos tiempos uno ya ni siquiera puede creerse a salvo en su propia cama.

Brian lanzó una breve e involuntaria mirada en dirección a Kincaid. Luego dijo, sin comprometerse, mientras servía la pinta de cerveza:

– No estaba en su cama, Reggie, de modo que no creo que debamos preocuparnos por las nuestras. -Secó la espuma que había rebosado el vaso y deslizó este último por la barra. Luego saludó con la cabeza a Kincaid y añadió-: Éste es el comisario detective Kincaid que ha venido de Londres para investigar el caso.

El hombre saludó a Kincaid con cierta brusquedad, murmurando algo que sonó como: «Nuestros chicos ya lo hacen suficientemente bien». Después regresó a su mesa.

Brian se inclinó sobre la barra y le dijo seriamente a Kincaid:

– No haga caso a Reggie. Se quejaría hasta del sol en el mes de mayo. -Pero el zumbido de las conversaciones a su alrededor se había apagado y se sintió objeto de las miradas, tanto interesadas como recelosas.

Fue un alivio que Deveney llegase al cabo de unos minutos, salpicando gotas de agua con su gorra de lluvia que luego metió en el bolsillo de su abrigo. Justo cuando Kincaid se levantó para saludarlo la mesa junto al fuego se vació y la pillaron con presteza.

Cuando Deveney volvió de la barra con su cerveza, Kincaid levantó la suya a modo de saludo.

– Salud. Acaba de recibir un voto de confianza de los feligreses.

– Me gustaría sentir que lo merezco. -Suspiró mientras movía los hombros y el cuello para relajarlos-. Vaya día del demonio. Por mucho que odiase los trabajos en la escuela, ¿por qué…? -Sus ojos se ensancharon cuando miró hacia el fondo de la sala, luego sonrió-. El día ha mejorado considerablemente. -Siguiendo su mirada, Kincaid pudo ver a Gemma avanzando entre la gente-. ¿Por qué no tendrá mi sargento ese mismo aspecto? -Deveney se quejó con un muy practicado tono de martirio-. Me quejaré al jefe de policía, llevaré el asunto a las más altas instancias. -Pero Kincaid apenas lo oyó. El vestido era negro, de manga larga, pero ahí acababa toda pretensión de recato. El tejido se pegaba al cuerpo de Gemma y dejaba ver la mitad de sus muslos. Esta noche Gemma llevaba la melena suelta, como casi nunca hacía, y el color cobre enmarcaba la palidez de nata de su cutis.

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