Deborah Crombie - Nadie llora al muerto

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La muerte violenta del comandante de la policía Alastair Gilbert, a golpes de martillo, en la cocina de su casa, convulsiona la aparente tranquilidad de Holmbury St. Mary, un pueblecito de Surrey cercano a Londres. El historial opaco de la víctima, poco apreciada por sus convecinos y tampoco por algunos círculos de la policía, hace que el trabajo de los investigadores de Scotland Yard, el comisario Duncan Kincaid y la sargento Gemma James, emprenda dos direcciones. ¿La delicada esposa del comandante o alguno de los vecinos están implicados en el asesinato o es el entorno policial de Gilbert el que lo está?

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– ¿Es eso cierto en lo que respecta a Gilbert? Desde luego encajaba con el perfil de residente que trabaja en Londres -dijo Kincaid mientras abordaban una curva. Los huecos entre los árboles revelaban unas vistas sobrecogedoras del otro lado de la cadena montañosa de North Downs.

– No hay duda. Y se le trataba con una mezcla de desdén y adulación. Quiero decir que, después de todo, uno no quiere matar la gallina que pone los huevos de oro, ¿no? Lo que uno no quiere es que crea que puede sentarse a tu propia mesa.

Kincaid soltó una carcajada.

– Supongo que no. ¿Cree que Gilbert era consciente de que no era aceptado? ¿Y que probablemente nunca lo sería? ¿Le importaba?

– En realidad no lo conocía personalmente. Sólo hablé con él en un par de ocasiones, en actos policiales. -Redujo la marcha y añadió-: Sólo conozco a Brian Genovase porque jugábamos en la misma liga de rugby. -El camino descendió rápidamente por las colinas y se convirtió en una calle estrecha con casitas de postal a ambos lados-. Holmbury St. Mary conserva su belleza natural, mientras que este pueblo compite por el título de «más bonito de Inglaterra». Éste es el río Tilingbourne -añadió cuando cruzaron un arroyo transparente-, estrella de muchas postales.

– Seguro que no está tan mal -dijo Kincaid mientras Deveney aparcaba hábilmente junto a la acera. Había visto un salón de té lleno de flores, pero ninguna otra cosa extraordinaria.

– No, pero me temo que es una horterada.

– Cínico. -Kincaid salió del coche detrás de Deveney, moviendo los dedos de los pies que habían sufrido la falta de calefacción del Vauxhall.

Deveney estuvo de acuerdo y rió, luego añadió:

– Soy demasiado joven para sonar como un vejestorio. El divorcio tiende a agriar el punto de vista de un hombre. Esta tienda no está mal -apuntó hacia un letrero en el que se leía KITCHEN CONCEPTS-, y no existiría si no fuera por gente como Alastair Gilbert. A los granjeros del lugar no se les ocurriría nunca reformar sus cocinas al estilo europeo.

El escaparate mostraba relucientes accesorios de cocina de cobre intercalados en extensiones de vistosas baldosas. Kincaid, que había rehecho su cocina en Hampstead utilizando sobre todo material de bricolaje, abrió la puerta con expectación. Una mujer en botas de agua que sostenía unas bolsas de compras estaba charlando con un hombre cerca de un despliegue de puertas de armarios, pero su conversación se interrumpió de manera algo forzada cuando entraron Kincaid y Deveney.

Al cabo de un momento la mujer dijo:

– Bueno, me voy. Hasta luego, Malcolm. -Miró a los policías con interés mientras pasaba rozándolos al dirigirse a la puerta y sosteniendo las bolsas repletas contra el pecho como si fueran un escudo. ¿De qué servía ir de paisano, se preguntaba Kincaid a menudo, si era como si llevasen en el pecho un cartel anunciando que eran de la policía?

Deveney sacó sus credenciales y se presentó a sí mismo y a Kincaid al acercárseles Malcolm Reid a saludarlos. Durante un rato Kincaid se conformó con desempeñar un papel secundario puesto que eso le daba la oportunidad de observar al jefe de Claire Gilbert. Era alto, llevaba corto el pelo medio rubio, medio plateado y estaba moreno, lo que indicaba unas recientes vacaciones en un clima cálido. Reid habló con voz suave, sin acento.

– ¿Han venido por lo de Alastair Gilbert? Es espantoso. ¿Quién haría algo así?

– Es lo que intentamos averiguar, señor Reid -dijo Deveney-, y agradeceríamos cualquier ayuda que nos pudiera dar. ¿Conocía personalmente al comandante Gilbert?

Reid se metió las manos en los bolsillos antes de responder. Kincaid se dio cuenta de que llevaba pantalones de buena calidad, junto con un suéter gris y una discreta corbata azul marino. El conjunto creaba la impresión idónea para la posición de Reid: ni demasiado informal para el dueño de un negocio exitoso, ni demasiado formal para un pueblo pequeño.

– Bueno, sí que lo conocí. Claire nos invitó a mí y a Val, mi esposa Valerie, a cenar a su casa un par de veces. Pero he de confesar que no lo conocía bien. No teníamos mucho en común. -Hizo un gesto señalando la exposición con una expresión levemente divertida.

– Pero seguro que Gilbert estaba interesado en la carrera de su esposa, ¿no? -dijo Kincaid.

– Mejor sentémonos, ¿no les parece? -Reid los llevó al escritorio que había detrás de la exposición y les indicó dos sillas de aspecto cómodo antes de sentarse él mismo-. Ésa no es una pregunta sencilla. -Cogió un lápiz y lo miró meditabundo mientras jugueteaba con él, luego los miró a ellos-. Si quieren una respuesta honesta diría que únicamente toleraba el trabajo de Claire siempre y cuando no interfiriera con su agenda social o su comodidad. ¿Saben cómo vino Claire a trabajar para mí? -Dejó el lápiz y se arrellanó en la silla-. Vino como clienta, cuando finalmente Alastair le dio permiso para decorar su cocina. La casa es victoriana, ya saben, y lo poco que se había hecho se había hecho mal, como sucede a menudo. Claire le había estado encima durante años y creo que únicamente cedió cuando empezaron a recibir tan a menudo que les daba vergüenza enseñar la cocina.

Kincaid pensó, mientras asentía, que para ser un hombre que no conociera demasiado bien a Gilbert, Reid había logrado acumular una antipatía muy activa hacia él.

– Claire no tenía formación en diseño -continuó Reid-, pero tenía un talento natural, lo que a mi modo de ver es mucho mejor. Cuando empezamos la cocina estaba llena de ideas imaginativas y realizables -ambas cosas no siempre van juntas- y cuando venía a la tienda ayudaba a otros clientes.

– ¿Y no le importó? -preguntó Deveney, un poco escéptico.

Reid negó con la cabeza.

– Su entusiasmo era contagioso.

Y a los clientes les gustaban sus ideas, lo que hizo aumentar las ventas. Es muy buena, y uno nunca lo intuiría viendo su casa.

– ¿Qué tiene de malo su casa? -Deveney se rascó la cabeza con perplejidad. Si era real o fingida, Kincaid no logró adivinarlo.

– Es demasiado tradicional y cargada para mi gusto, pero Alastair llevaba un control muy estricto de todo y eso era lo que le gustaba. Era su idea de lo que era la respetabilidad de la clase media.

La opinión de Reid coincidía con el Gilbert que había conocido Kincaid. Como instructor había sido poco imaginativo e insistía en las normas allá donde la flexibilidad hubiera podido ser más productiva. Tenía un gran apego a las tradiciones por el mero hecho de ser tradiciones. Su curiosidad había sido despertada y preguntó a Reid:

– ¿Sabe algo de la historia de Gilbert?

– Creo que su padre dirigía una granja lechera cerca de Dorking y que Gilbert asistió a la escuela secundaria local.

– De modo que el hijo pródigo regresó a casa -caviló Kincaid-. Más bien me sorprende. No obstante, su madre está en una residencia cerca de aquí, ¿no es así? -preguntó mientras se inclinaba para coger una tarjeta de visita de una cajita. El nombre de la tienda destacaba ingeniosamente en letra verde oscuro sobre un fondo color crema, y el número de teléfono y la dirección estaban escritos en caracteres más pequeños. Kincaid se la metió en el bolsillo de su chaqueta.

– The Leaves, justo en las afueras de Dorking. Claire la visita varias veces a la semana.

– Háblenos de la agenda de ayer de la señora Gilbert, si no le importa, señor Reid. -El tono de Deveney dejaba claro que era una orden tan solo disfrazada de petición por mera educación.

Reid se sentó hacia delante de nuevo y tocó el lápiz que había dejado sobre el escritorio. Imitó a Deveney y preguntó:

– ¿Por qué debería hacerlo, si no le importa que se lo pregunte? No pueden pensar que Claire tuviera nada que ver con la muerte de Gilbert. -Sonaba genuinamente impresionado.

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