Deborah Crombie - Nadie llora al muerto

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La muerte violenta del comandante de la policía Alastair Gilbert, a golpes de martillo, en la cocina de su casa, convulsiona la aparente tranquilidad de Holmbury St. Mary, un pueblecito de Surrey cercano a Londres. El historial opaco de la víctima, poco apreciada por sus convecinos y tampoco por algunos círculos de la policía, hace que el trabajo de los investigadores de Scotland Yard, el comisario Duncan Kincaid y la sargento Gemma James, emprenda dos direcciones. ¿La delicada esposa del comandante o alguno de los vecinos están implicados en el asesinato o es el entorno policial de Gilbert el que lo está?

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– Le gustaba hacer las cosas a su manera. -Geoff rompió otra galleta en dos y se metió una mitad en la boca. Prosiguió de manera apenas inteligible-: Siempre estaba a malas con el consejo del pueblo por cualquier cosa, como que hicieran respetar las restricciones de aparcamiento alrededor del prado comunal, o cosas así. -Comió a continuación la segunda mitad de la galleta y luego llenó las tazas de té de ambos-. Y se peleó con nuestro médico hace un par de semanas. Eso si considera una pelea cuando nadie levanta la voz.

– ¿De verdad? -Gemma se incorporó levemente-. ¿Sobre qué pelearon?

– No lo sé. En realidad no oí nada. Fue el sábado y yo había hecho unos trabajos. Cuando fui a la puerta de la cocina a preguntarle algo sobre el compost, él se estaba marchando. Pero algo había pasado. Ya sabe, a veces uno se da cuenta, como si hubiera mal ambiente. Y la doctora Wilson tenía ese aspecto hermético.

– ¿Ella? ¿Es mujer? -dijo Gemma.

– Este pueblo es muy feminista. El médico y el vicario son mujeres. Y creo que el comandante no se llevaba bien con ninguna de las dos.

Gemma se acordó de que la actitud de Gilbert con las mujeres bajo sus órdenes rozaba la condescendencia y había tenido fama de pasar por alto a las agentes femeninas en los ascensos.

– Tengo ganas de conocerlas -dijo, y contempló la idea de ganarle la mano a Kincaid entrevistando a la doctora.

– ¿Esta tarde? -Geoff la estudió con preocupación-. Parece hecha polvo, si no le importa que se lo diga.

– Gracias.

Su sarcasmo fue evidente lo que hizo que Geoff se sonrojara.

– Lo siento. Es que… ya sabe a lo que me refiero. Parece cansada. Eso es todo.

Gemma transigió.

– Está bien. Quizás suba a mi habitación a descansar un rato. Y gracias por atenderme. Creo que me hubiera derrumbado si no me hubieras rescatado.

– A su disposición, bella damisela. -Se levantó e hizo una reverencia. Gemma se rió, pensando que un jubón y unas medias le hubieran pegado e imaginó sus rizos rubios bajo un sombrero con plumas.

Ella lo siguió escaleras arriba y cuando llegaron a la puerta de la habitación de Geoff pararon.

– Avíseme si necesita algo. Estoy a su…

Sus palabras se debilitaron a oídos de Gemma. En el escritorio de Geoff había un ordenador y Gemma se quedó mirando la imagen de la pantalla.

– ¿Qué es? -preguntó sin apartar la vista de la imagen. La inquietante escena parecía cubierta por remolinos de neblina, pero pudo distinguir un castillo con torreón y a través de una de las entradas vio un paisaje de hierba verde y un sendero que llevaba a una montaña.

– Es un juego de rol, una aventura. Una chica se ve transportada a un país extraño y debe sobrevivir gracias a su ingenio, sus habilidades y sus conocimientos de magia. Sólo siguiendo un sendero concreto y recopilando talismanes podrá descubrir los secretos del país y así podrá obtener el poder para quedarse o regresar a nuestro mundo. Si quiere puede jugar. Se lo enseñaré. -Le tocó el brazo, pero Gemma movió negativamente la cabeza, resistiéndose al hechizo.

– No puedo. Ahora no. -Apartó la mirada y se concentró de nuevo en la cara de Geoff-. ¿Qué elige al final?

Él la miró con unos ojos grises inesperadamente serios.

– No lo sé. Eso depende de cada jugador.

5

Kincaid estaba solo en la cocina de los Gilbert, escuchando el tictac del reloj que había colgado encima de la nevera. Las agujas y los números negros sobre la blanca esfera eran imposibles de pasar por alto y le recordaban lo verdaderamente fugaz que era el tiempo. Debería dirigir toda su atención al asesinato de Alastair Gilbert en lugar de querer dar un puñetazo a la pared cada vez que pensaba en Gemma. Tras su arrebato en el jardín se había ido a Guildford sin decirle ni una sola palabra. ¿Qué diablos había hecho ahora? Al menos, pensó con un estallido de satisfacción, no la había enviado a patearse la región con Nick Deveney después de la forma tan lasciva en que la había mirado la noche anterior.

Kincaid suspiró mientras se pasaba la mano por el pelo. No había nada que hacer, excepto seguir adelante de la mejor manera posible. Miró de manera automática su reloj de pulsera y gesticuló irritado. Él sí sabía la hora que era. Mientras tuviera que esperar a Nick Deveney y tuviera la planta baja para sí mismo, podía aprovechar y echar una ojeada.

Entró al hall y se quedó un rato en silencio, tratando de orientarse. Por primera vez se dio cuenta de la naturaleza caótica de la casa: un escalón por aquí, otro por allá. Cada habitación parecía estar a un nivel distinto. Las vigas a la vista de las paredes estaban inclinadas en ángulos ligeramente irregulares. Por un momento creyó oír el eco del reloj de la cocina, pero luego descubrió que el tictac insistente pertenecía a un reloj de pie medio escondido en el hueco de la escalera. Para alguien que no era experto le pareció que era viejo y probablemente bastante valioso. ¿Quizás una reliquia familiar?

Cerca de la cocina estaba el salón que habían usado la noche anterior. Un rápido vistazo indicó que estaba vacío y en silencio. El fuego se había extinguido hasta dejar las cenizas frías. Continuó por el hall hacia la parte delantera de la casa, abrió la puerta que venía a continuación e inspeccionó la habitación.

Una lámpara con una pantalla verde proyectaba un foco de luz sobre un enorme escritorio. Lucy debió de olvidar apagarla cuando recogió el perro la noche anterior, pensó Kincaid al entrar. La habitación casi parecía una parodia de un refugio masculino: las paredes que no estaban cubiertas de libros tenían paneles oscuros; el sofá, situado frente a unas ventanas con exceso de cortinas, estaba tapizado con una tela escocesa color rojo oscuro. Se acercó a estudiar los pálidos rectángulos de dentro de los paneles. Eran grabados de escenas de caza, por supuesto. El tictac de un sólido reloj de mesa sonó al compás de su corazón y por un momento imaginó que toda la casa seguía su propio ritmo interno.

– ¡Mierda! -Soltar un taco en voz alta rompió el maleficio y desterró de su mente impresiones del relato de Edgar Allan Poe.

Kincaid atravesó la habitación hasta el escritorio y encontró su superficie tan ordenada como esperaba. Una foto en un marco de plata lo hizo detenerse y la cogió para verla mejor. Éste era un Alastair Gilbert que nunca había visto, en mangas de camisa, sonriendo, con el brazo rodeando una pequeña mujer de pelo blanco. ¿Madre e hijo? Dejó la foto y archivó mentalmente que quizás fuera útil entrevistar a la anciana señora Gilbert.

El cajón superior contenía la habitual parafernalia de oficina, perfectamente dispuesta, y los cajones laterales contenían ordenadas filas de carpetas que debían esperar a que alguien las revisara detalladamente. Insatisfecho por los pobres resultados, Kincaid volvió a repasar los cajones y una búsqueda más meticulosa lo llevó a descubrir un libro encuadernado en cuero escondido entre las carpetas del cajón a mano derecha. Lo cogió con cuidado y lo abrió encima del registro diario. Se trataba de una agenda de sobremesa, con las entradas habituales de compromisos y unos cuantos números de teléfono no identificados escritos en lápiz con una letra clara. Qué típico de Gilbert el no arriesgarse a cometer un error en tinta.

Kincaid pasó unas cuantas páginas más. En el día anterior a la muerte de Gilbert había una entrada ambigua a las 6:00, acompañada por un interrogante y otro número de teléfono escrito a lápiz. ¿Se había citado con alguien? Si así fue, ¿por qué? Tendría que dejarle a los chicos de Deveney que comprobaran todas las entradas mientras él se concentraba en las entrevistas. Cerró el libro y lo dejó en el escritorio. Entonces una voz lo sobresaltó.

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