– ¿Qué está haciendo?
Lucy Penmaric estaba en la puerta con los brazos cruzados y una mueca en la cara. En tejanos y suéter parecía más joven y menos sofisticada de lo que había aparentado la noche anterior, y en su pálida cara en forma de corazón había pequeñas arrugas, como si se acabara de levantar.
– Oí un ruido. Estaba buscando a mi madre -dijo antes de que Kincaid pudiera responder.
Kincaid no quiso hablar con Lucy desde detrás del escritorio de Gilbert. Cerró los cajones y rodeó la mesa antes de decir:
– Creo que está arriba descansando. ¿Puedo ayudarte?
– No pensé en mirar ahí -dijo restregándose la cara mientras se dirigía al sofá, donde se hizo un ovillo-. No me acabo de despertar del todo. Mamá me dio una pastilla para dormir y me ha dejado la mente toda borrosa.
– Pueden darte un poco de resaca -reconoció Kincaid.
Lucy volvió a torcer el gesto.
– No quería tomarla. Sólo acepté para que mamá descansara. Está… ¿Está bien esta mañana?
Kincaid no tuvo ningún reparo en no mencionar el desmayo de Claire en la cocina.
– Lo está llevando razonablemente bien dadas las circunstancias. Lo primero que hizo fue ir a ver a tu abuela.
– ¿Gwen? Oh, pobre mamá -dijo Lucy sacudiendo la cabeza-. Gwen no es mi verdadera abuela, ¿lo sabía? -añadió con voz aleccionadora-. Los padres de mamá están muertos y no veo muy a menudo a los de mi padre.
– ¿Por qué no? ¿No se lleva tu madre bien con ellos? -Kincaid se sentó en el borde de la mesa, dispuesto a ver adónde le podría llevar la conversación.
– Alastair siempre tenía alguna razón para que yo no fuera, pero a mí me gustan. Viven cerca de Sidmouth, en Devon, y se puede ir andando a la playa desde su casa. -Lucy calló un momento y retorció un mechón de pelo en su dedo. Luego dijo-: Recuerdo cuando murió mi padre. Entonces vivíamos en Londres, en un piso de Elgin Crescent. El edificio tenía una puerta de color amarillo brillante… Recuerdo que cuando volvía de dar un paseo la podía ver desde muy lejos, como si fuera un faro. Vivíamos en el último piso y justo tras mi ventana había un cerezo que florecía cada primavera.
De haber pensado en el primer esposo de Claire Gilbert, hubiera creído que estaban divorciados, pero, ¿qué posibilidades había de que una mujer a los cuarenta hubiera enviudado dos veces?
– Suena muy bonito -dijo suavemente después de que Lucy callara durante tanto rato que temió que se hubiera retirado a un sitio adonde no pudiera seguirla.
– Lo era -dijo Lucy, regresando con un escalofrío-. Pero ahora las flores de cerezo me hacen pensar en la muerte. Soñé con ellas anoche. Me cubrían y me estaba ahogando, y no me podía despertar.
– ¿Fue entonces cuando murió tu padre? ¿En primavera?
Lucy asintió, luego se apartó el mechón de pelo de la cara y lo puso tras la oreja. Eran orejas pequeñas, pensó Kincaid, delicadas como conchas marinas.
– Cuando tenía cinco años tuve mucha fiebre una noche. Papá fue a una farmacia de guardia en Portobello Road a buscarme algo y un coche lo atropelló en un paso cebra. Ahora todo se mezcla en mi cabeza: el policía que vino a la puerta, mamá llorando, el aroma de las cerezas a través de mi ventana abierta.
De modo que Claire Gilbert no sólo había enviudado dos veces sino que ya se había enfrentado a la muerte repentina de su esposo anteriormente. Recordó los días en que notificar ocasionalmente el fallecimiento de alguien formaba parte de sus obligaciones e imaginó la escena desde el punto de vista del agente: la luz del apartamento en una suave noche de abril, la guapa esposa en la puerta, el temor creciente en su cara al ver los uniformes. Luego soltarían de mala manera «señora, lamentamos comunicarle que su esposo ha fallecido» y ella se tambalearía como si la hubieran pegado. En la academia les habían enseñado a hacerlo así. Era supuestamente más amable quitárselo de encima rápidamente, pero eso nunca lo hizo más fácil.
Lucy volvía a tener el mechón de pelo enroscado en el dedo y estaba mirando una de las escenas de caza de detrás del escritorio de Gilbert. Cuando Kincaid le dijo, «lo siento», ella no respondió, pero al cabo de un rato empezó a hablar sin mirarlo, como si estuviera prosiguiendo una conversación iniciada.
– Me siento extraña sentada aquí. Alastair no quería que viniéramos a esta habitación, especialmente yo. La llamaba su santuario. Creo que de alguna manera las mujeres echaban a perder el ambiente.
»Mi padre era escritor, periodista. Su nombre era Stephen Penmaric y sobre todo escribía sobre conservación en revistas y periódicos. -Miró a Kincaid con la cara animada-. Tenía su oficina en el trastero y no debía de haber mucho sitio porque recuerdo que siempre había montones de libros en el suelo. A veces, si prometía estar muy callada, me dejaba jugar allí cuando él trabajaba, y yo construía cosas con los libros, castillos, ciudades. Me gustaba el olor que hacían, el tacto de las cubiertas.
– Mis padres tenía una librería -dijo Kincaid-. De hecho aún la tienen. Yo jugaba en el almacén y también utilizaba los libros como bloques de construcción.
– ¿De verdad? -Lucy lo miró y sonrió por primera vez desde que la noche anterior hablara sobre su perro.
– En serio -también sonrió y deseó poder mantener esa sonrisa en la cara de Lucy.
– Qué agradable para usted -dijo con un poco de nostalgia. Encogió las piernas encima del sofá, rodeó sus pantorrillas con los brazos y apoyó la barbilla en las rodillas-. Qué raro. No había pensado en mi padre en mucho tiempo.
– No es nada raro. Es muy natural dadas las circunstancias. -Hizo una pausa y dijo con cuidado-: ¿Cómo te sientes por lo ocurrido? ¿Por la muerte de tu padrastro?
Ella apartó la mirada y su dedo volvió al mechón de pelo. Al cabo de un rato dijo, despacio:
– No lo sé. Atontada, supongo. No me lo creo realmente, a pesar de haberlo visto. Se dice que «ver es creer», pero eso no es necesariamente verdad, ¿no cree? -Echó una mirada rápida a la puerta y añadió-: Sigo esperando que entre por la puerta en cualquier momento. -Cambió nerviosa de postura y Kincaid oyó voces en la parte trasera de la casa.
– Probablemente sea el inspector jefe Deveney, que me está buscando. ¿Estarás bien sola durante un rato?
Con algo de la energía que había mostrado la noche anterior, dijo:
– Por supuesto, estaré bien. Y yo cuidaré de mamá cuando se levante. -De un salto se levantó del sofá, con la soltura que tienen los jóvenes, y llegó a la puerta antes de que Kincaid pudiera elaborar una respuesta.
Al darse la vuelta hacia él, Kincaid le dijo:
– A Lewis le encantará verte -y fue recompensado con una brillante sonrisa.
* * *
– ¿Ha notado -dijo Kincaid a Nick Deveney mientras serpenteaban los diversos caminos que había entre los pueblos-, que nadie parece llorar la pérdida de Alastair Gilbert? Hasta su mujer parece impactada, pero no consternada por el dolor.
– Es verdad. -Deveney hizo destellos a un coche que venía en dirección contraria y se hizo a un lado del camino-. Pero eso no nos da un motivo para el asesinato. Si ese fuera el caso, mi suegra hubiera muerto veinte veces. -El otro conductor saludó con la mano al pasar y Deveney volvió al camino-. Espero que no le importe el atajo. En realidad no estoy seguro de que sea un atajo, pero me gusta conducir por las colinas. Bonito, ¿verdad? -Se avecinaba una tormenta por el oeste, pero mientras hablaban el sol atravesó las nubes, iluminando el aire hasta la profundidad del bosque. Deveney miró por el retrovisor-. Apuesto a que se están empapando en Guildford -dijo y luego apuntó a las elaboradas puertas de una finca que estaban pasando-. Mire. Son gente como ésta los que mantienen a los turistas alejados de Surrey. Vienen de Londres, se traen su dinero, de modo que no necesitamos estimular nuestra economía animando a los excursionistas. -Se encogió de hombros y añadió-: Pero es una espada de doble filo. Aunque compran propiedades y usan las infraestructuras, muchos de ellos no son aceptados por los vecinos y eso genera conflictos.
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