Benjamin Black - El secreto de Christine

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La inocencia es el escondite perfecto del crimen. Dublín, años cincuenta. En un depósito de cadáveres, una turbia trama de secretos familiares y organizaciones clandestinas comienza a desvelarse tras el hallazgo de un cuerpo que nunca tendría que haber estado allí. Una oscura conspiración que abarca ambos lados del Altántico y que acaba envolviendo en un siniestro abrazo, inesperadamente, la vida misma de todos los protagonistas. Demos la bienvenida a Benjamin Black. Nos encontraremos lo mejor de un extraordinario escritor, John Banville, también entre la niebla, los vapores del whisky y el humo de los cigarrillos de un Dublín convertido en el escenario perfecto para la mejor literatura negra. Por sus magníficas descripciones de personajes y ambientes, con un lenguaje preciso, elegante e inteligente, John Banville está considerado como el gran renovador de la literatura irlandesa y uno de los más importantes escritores en lengua inglesa de la actualidad.

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El portero volvió a reír, con una risa forzada, sin resuello. Quirke bruscamente se alejó caminando. Al bajar las escaleras notó en los nervios de la espalda los ojos de pronto serios con que el tipo lo seguía muy atento. Lo que no llegó a sentir fue la otra mirada melancólica, pendiente de él desde una ventana iluminada cinco plantas más arriba, donde algunas siluetas vagas, festivas, seguían de trajín, bebiendo a pie firme.

Las cortinas calladas que formaba la lluvia de verano daban más grisura a los árboles de Merrion Square. Quirke avivó el paso pegado a la barandilla que cercaba el verdín, como si así pudiera resguardarse, con las solapas de la chaqueta sujetas contra el cuello. Aún era temprano para que aparecieran los funcionarios que trabajaban en los alrededores, y la ancha calzada estaba desierta, sin un solo coche a la vista; de no ser por la lluvia habría sido capaz de avistar sin estorbo todo el camino hasta la iglesia de St. Stephen Peppercanister, que vista desde esa distancia, al fondo de la amplia y deslustrada extensión de Upper Mount Street, siempre le parecía que estuviera un tanto escorada. Entre las chimeneas que se apiñaban en los tejados sólo de algunas salía el humo; el verano casi había terminado, el nuevo frescor del otoño se percibía en el aire. ¿Y quién habría encendido esas chimeneas tan temprano? Oteó las altas ventanas pensando en todas aquellas habitaciones aún en sombra, con personas dentro, despertando y bostezando, preparando el desayuno o bien dándose la vuelta para disfrutar de otra media hora en el grato, húmedo calorcillo de sus camas. Una vez, en otro amanecer de verano, yendo por la calle de modo parecido, había oído tenues gritos de éxtasis de una mujer, que llegaban desde una de aquellas ventanas como si aleteasen hasta la calle. Qué penetrante puñalada de compasión sintió entonces por sí mismo, caminando solo por la calle, antes de que cualquier otra persona hubiera dado comienzo al día; penetrante y dolorosa, pero también placentera, pues en secreto Quirke apreciaba la soledad como un tesoro, como un sello de cierta distinción.

En el portal de la casa flotaba el olor de siempre, que nunca acertaba a identificar, un olor tostado, a humo, un aliento llegado desde la infancia, si es que era la infancia el término idóneo para designar aquella primera década de penuria que él había soportado. Subió las escaleras con el paso de un hombre que asciende al cadalso, los zapatos empapados y rechinantes. Había llegado al primer piso cuando oyó que una puerta se abría en el rellano. Se detuvo y suspiró.

– Terrible escandalera la de anoche -gritó hacia lo alto el señor Poole con aire acusador-. No he pegado ojo.

Quirke se dio la vuelta. Poole estaba de perfil, apostado en la puerta entreabierta de su vivienda, ni dentro ni fuera, con su actitud de costumbre, una expresión a un tiempo truculenta y timorata. Era muy madrugador, en el supuesto de que alguna vez durmiese algo. Llevaba un jersey sin mangas y una pajarita, pantalón de mezclilla planchado con raya y unas babuchas grises. Parecía, según pensaba siempre Quirke, el padre de un piloto de aviación de los que tomaban parte en las películas sobre la batalla de Inglaterra, e incluso, aún mejor, el padre de la novia del piloto.

– Buen día, señor Poole -dijo Quirke con distante cortesía; a menudo, el vecino era fuente de un alivio pasajero, pero el humor de Quirke esa mañana no era el indicado.

En el ojo pálido, de gaviota, con que le miraba Poole, rebrilló un destello de venganza. Tenía una extraña forma de apretar de lado a lado la mandíbula inferior.

– Como lo oye, no hay señal de que la cosa mejore -dijo indignado. El resto de los pisos del inmueble, con la excepción del de Quirke, en la tercera planta, no estaban habitados, a pesar de lo cual Poole se quejaba con asiduidad de haber oído ruidos durante toda la noche-. Tremendo estrépito, a saber en qué andarán.

Quirke asintió.

– Terrible, sí. Yo he salido.

Poole miró al interior, a sus espaldas, y de nuevo miró a Quirke.

– Es la doña la que pone pegas, no yo -dijo, bajando la voz hasta no ser más que un susurro. Toda una novedad. La señora Poole, que rara vez se dejaba ver, era una persona diminuta, con ojos furtivos y asustados. Padecía, y Quirke lo sabía a ciencia cierta, una sordera profunda-. He expresado mis protestas. Espero que se tomen las medidas pertinentes, les dije.

– Bien hecho.

Poole entornó los ojos, receloso de la ironía.

– Veremos -dijo con tono de amenaza-. Ya veremos.

Quirke siguió subiendo las escaleras. Había llegado a la puerta de su piso antes de oír cómo Poole cerraba la suya.

Un aire frío le acogió con hostilidad en el cuarto de estar, donde la lluvia murmuraba contra las dos altas ventanas, reliquias de una época más próspera; sin que importase que el día fuese sombrío, siempre se llenaban de un silencio radiante, que a Quirke le resultaba misteriosamente descorazonados Abrió la tapa de una caja de plata que encontró en la repisa de la chimenea. Habitualmente la tenía llena de cigarrillos, pero esta vez estaba vacía. Hincó una rodilla en el suelo y no sin dificultad encendió la estufa de gas con la llamita de su mechero. Asqueado, reparó en su gabardina seca, arrojada sobre el respaldo de un sillón, donde había estado en todo momento. Se puso de pie demasiado deprisa y por un instante vio las estrellas. Cuando se le despejó la visión, se encontró frente a una fotografía con marco de carey que había en la repisa: Mal Griffin, Sarah, él mismo a los veinte años, y Delia, su futura esposa, riendo al apuntar con la raqueta hacia la cámara. Los cuatro llevaban calzado blanco para jugar al tenis y caminaban agarrados del brazo bajo el resplandor del sol. Con una leve sorpresa se dio cuenta de que no atinaba a recordar dónde se había tomado la fotografía. Supuso que en Boston, tuvo que ser Boston, aunque ¿habían jugado al tenis en Boston?

Se quitó el traje empapado, se puso un batín de andar por casa y se sentó descalzo ante la estufa de gas. Miró alrededor, la amplitud de la estancia, los altos techos, y sonrió sin alegría; sus libros, sus grabados, su alfombra turca: su vida. En las primeras estribaciones de la cordillera de los cuarenta, era una década más joven que el siglo. Los años cincuenta habían encerrado la promesa de una nueva época de prosperidad y felicidad para todos, pero no estaban siendo como se anunciara. Clavó la mirada en un modelo articulado, de madera, como los que empleaban los artistas; tendría más de un palmo de altura, y se encontraba sobre la mesita del teléfono, junto a la ventana, con las extremidades dispuestas en imitación de un salto. Apartó la mirada y frunció el ceño, pero con un suspiro de contrariedad se puso en pie y fue a modificar la postura de la figura para darle una actitud de abatimiento que concordase mejor con el humor desolado y negro de esa mañana, con su resaca en aumento. Volvió a sentarse en el sillón. Cesó la lluvia y se hizo el silencio, interrumpido sólo por el siseo sibilante de la llama de gas. Tenía los ojos escaldados, como si se los hubiera hervido; los cerró y se estremeció en el momento en que ambos párpados hicieron contacto, dándose el uno al otro, a lo largo del borde inflamado, un beso mínimo, horrible. Vio mentalmente, con toda claridad, el momento de la fotografía: la hierba, la luz del sol, los grandes árboles, el calor, los cuatro caminando al paso, jóvenes y esbeltos y sonrientes. ¿Dónde pudo ser? ¿Dónde? ¿Y quién estaba al otro lado de la cámara?

2.

Pasaba de la hora del almuerzo cuando fue capaz de reunir la energía necesaria para ponerse en marcha e ir a trabajar. Al entrar en el departamento de Patología, Wilkins y Sinclair, sus ayudantes, intercambiaron una mirada inexpresiva.

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