Benjamin Black - El secreto de Christine

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La inocencia es el escondite perfecto del crimen. Dublín, años cincuenta. En un depósito de cadáveres, una turbia trama de secretos familiares y organizaciones clandestinas comienza a desvelarse tras el hallazgo de un cuerpo que nunca tendría que haber estado allí. Una oscura conspiración que abarca ambos lados del Altántico y que acaba envolviendo en un siniestro abrazo, inesperadamente, la vida misma de todos los protagonistas. Demos la bienvenida a Benjamin Black. Nos encontraremos lo mejor de un extraordinario escritor, John Banville, también entre la niebla, los vapores del whisky y el humo de los cigarrillos de un Dublín convertido en el escenario perfecto para la mejor literatura negra. Por sus magníficas descripciones de personajes y ambientes, con un lenguaje preciso, elegante e inteligente, John Banville está considerado como el gran renovador de la literatura irlandesa y uno de los más importantes escritores en lengua inglesa de la actualidad.

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– ¿Y tú qué estás haciendo aquí? -dijo Mal en voz demasiado alta, haciendo caso omiso de la pregunta. Se subió las gafas sobre el puente humedecido de la nariz con la yema del dedo corazón. Estaba nervioso.

Quirke señaló hacia el techo.

– Hay una fiesta -dijo-. Arriba.

Mal adoptó su expresión de médico especialista y frunció el ceño con ademán imperioso.

– ¿Fiesta? ¿Qué fiesta?

– La de Brenda Ruttledge -dijo Quirke-. Una de las enfermeras. Su fiesta de despedida.

A Mal se le arrugó aún más el entrecejo.

– ¿Ruttledge?

Quirke de pronto se sintió invadido por el tedio. Preguntó a Mal si tenía un cigarrillo, pues no le pareció que a él le quedasen, pero Mal tampoco hizo caso de esta pregunta. Se puso en pie llevándose el expediente con gran agilidad, tratando de ocultarlo aún bajo el brazo. Aunque tuvo que forzar la vista, Quirke vio el nombre escrito en la cubierta con caligrafía grande: Christine Falls. La pluma de Mal estaba sobre la mesa, una Parker gruesa, negra, reluciente, con tajo de oro, sin duda, de veintidós quilates, e incluso alguno más si tal fuera posible. A Mal le gustaban los objetos caros, era una de sus contadas flaquezas.

– ¿Qué tal está Sarah? -preguntó Quirke. Se dejó caer con pesadez, hasta hallar con el hombro el apoyo de la jamba. Estaba aturdido, y todo cuanto veía parecía titilar y oscilar hacia la izquierda de golpe. Se encontraba en esa fase atribulada de la borrachera, sabedor de que no tenía nada que hacer hasta que empezaran a pasársele los efectos. Mal seguía de espaldas, colocando el expediente en uno de los cajones del alto archivador de metal grisáceo.

– Está bien -dijo Mal-. Estuvimos en una cena en los Caballeros. La mandé a casa en taxi.

– ¿En los Caballeros? -dijo Quirke, abriendo mucho los ojos enrojecidos.

Mal le devolvió una mirada impávida, con un destello en los cristales de las gafas.

– En St. Patrick. Como si no lo conocieras.

– Ah -dijo Quirke-. Ya -daba la impresión de que trataba de contener la risa-. De todos modos -dijo-, tú de mí no te preocupes. ¿Qué estabas haciendo tú aquí abajo, entre los difuntos?

Mal adoptó una curiosa manera de mirar con los ojos saltones, al tiempo que alzaba sinuosamente el cuerpo alargado, ñaco, como si atendiese a la flauta de un encantador de serpientes. Quirke se quedó pasmado, y no por vez primera, ante el lustre de su cabello, ante la lisura de la frente, ante el azul de acero impecable de sus ojos, tras los cristales blancuzcos de sus lentes.

– Tenía cosas que hacer -dijo Mal-. Una verificación.

– ¿De qué se trata?

Mal no respondió. Estudió a Quirke despacio y vio que estaba completamente borracho. Un frío destello de alivio asomó a sus ojos.

– Harías mejor si te fueses a casa -le dijo.

Quirke pensó en rebatirlo, pues el depósito de cadáveres era su territorio, pero de pronto perdió todo interés. Se encogió de hombros y, sin que Mal dejara de mirarlo, se dio la vuelta y salió entre las camillas en las que descansaban los cuerpos. A mitad de la sala tropezó y extendió la mano para no perder el equilibrio, pero tan sólo consiguió sujetarse a una mortaja, que se llevó con la mano en un destello de blancura susurrante. Le pasmó la frialdad viscosa del nailon; tenía un tacto humano, como si fuera una cogulla suelta y helada de piel exangüe. El cadáver era el de una mujer joven, delgada, rubia; había sido hermosa, pero la muerte le había robado los rasgos faciales, y, en ese momento, podría haber sido una estatua esculpida en jabón de sastre, primitiva y fofa. Algo, tal vez su instinto de patólogo, le dijo cuál iba a ser el nombre, y lo supo antes de ver la etiqueta atada al dedo gordo del pie. «Christine Falls -susurró para sí-. Christine cae… Y tanto que has caído: el apellido te sentaba como un guante». Mirándola más a fondo se fijó en que tenía las raíces del cabello oscuras en la línea de la frente y en las sienes: estaba muerta, y ni siquiera era rubia de verdad.

Despertó horas más tarde acurrucado, de costado, con una vaga pero acuciante sensación de desastre inminente. No guardaba memoria de haberse tendido allí, entre los cadáveres. Estaba helado hasta el tuétano de los huesos, y la corbata se le había torcido, de modo que le estaba estrangulando. Se incorporó, carraspeó. ¿Cuánto había bebido, primero en McGonagle y luego en la fiesta del piso de arriba? La puerta de su despacho estaba abierta. ¿Había soñado que allí estuvo Mal? Apoyó los pies en el suelo y se enderezó con cautela. Estaba ido, con la cabeza como vacía, igual que si se hubiera volado limpiamente la tapadera de los sesos. Alzó un brazo y saludó con gravedad a las camillas, al estilo de los antiguos romanos, para salir de la sala con paso acalambrado.

Las paredes del pasillo eran verde mate, y los cobertores de madera que ocultaban los radiadores llevaban muchas manos de pintura de color amarillo bilioso, brillante, glutinosa, más parecida a una papilla incrustada que a una pintura de verdad. Hizo una pausa al pie de la incongruente, amplia y grandiosa escalinata en curva -el edificio había sido en principio un club para los calaveras de la época de la Regencia-, y le sorprendió oír tenues ruidos de juerga que se filtraban desde el quinto piso. Puso el pie en un peldaño y la mano en la barandilla, pero volvió a detenerse. Estudiantes de Medicina, médicos recién titulados, residentes, enfermeras metidas hasta las cachas en la pomada: no, muchas gracias, con lo de antes ya me basta y me sobra; además, los más jóvenes ni siquiera habían visto su llegada con agrado. Siguió por el pasillo. Tuvo una premonición de la resaca que le estaba esperando, mazas y tenacillas prestas a triturarle. En el cuarto del portero de noche, a un lado del doble portón de la entrada principal, sonaba una radio a bajo volumen. Es pecado decir mentiras. Los Ink Spots. Quirke cantó la melodía para sí mismo. En fin, eso era muy cierto.

Cuando salió a los escalones se encontró al portero con su guardapolvos marrón, fumándose un cigarrillo y contemplando un desabrido amanecer más allá de la cúpula de Four Courts. El portero era un individuo menudo y atildado, con gafas y cabello polvorientos, y una nariz afilada cuya punta le temblaba a veces. Por la calle aún a oscuras pasó un coche salpicando.

– Buen día, portero -dijo Quirke.

El portero se rió.

– Ya sabe que no me llamo Portero, señor Quirke -dijo. Su modo de peinarse para atrás un mechón grueso de cabello castaño y seco le daba un aire de suposición permanente y contrariado. De ratoncillo quejumbroso, más que de hombre.

– Es cierto -dijo Quirke-. Usted es el portero pero no se llama Portero -más allá de Four Courts, un nubarrón azul oscuro con aspecto de traer feas intenciones había comenzado a avanzar despacio por el cielo, eclipsando la luz de un sol todavía invisible. Quirke se subió el cuello de la chaqueta, preguntándose vagamente qué habría sido de la gabardina que le parecía haber llevado puesta cuando empezó a darle al frasco muchas horas atrás. ¿Y qué fue de su pitillera?-. ¿Tiene un cigarrillo que pueda darme? -dijo.

El portero sacó una cajetilla.

– Pero no son más que Woodbines, señor Quirke.

Quirke tomó el cigarrillo y se inclinó sobre la llama protegida de su encendedor, saboreando a la vez el breve y flojo regusto a gasolina quemada. Levantó la mirada al cielo e inspiró hondo el humo acre. Qué deliciosa era la primera y abrasadora calada del día a pleno pulmón. La tapa del encendedor hizo un ruido metálico al cerrarla. Tuvo que toser, con un ruido de desgarro en la garganta.

– Joder, portero -dijo con voz estremecida-. ¿Cómo es capaz de fumar estas cosas? Cualquier día lo voy a ver ahí dentro, encima de una losa de mármol. Cuando lo raje de arriba abajo me voy a encontrar con unos pulmones como arenques ahumados.

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