Ismaíl Kadaré - El Ocaso De Los Dioses De La Estepa

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Titulo fundamental dentro de la obra de Ismael Kadaré (1936), El ocaso de los dioses de la estepa (1978)- cuya versión definitiva, publicada en 1998 tras la caída del régimen comunista en Albania es la que ahora se ofrece- se nutre de las experiencias del autor, tanto personales como literarias, en sus estancia juvenil en la Unión Soviética. Si bien pueden rastrearse ya en ella algunos de los motivos que son recurrentes en su obra -como la confrontación de los mitos eslavos y albaneses o las relaciones entre el poder y la literatura-, la novela constituye una acerba y corrosiva crítica de los principios que dieron forma al yermo “realismo socialista”, así como de la mediocridad y la insania del régimen soviético contra los grandes escritores, personificados aquí en Boris Pasternak, cuya novela Doctor Zhivago forma parte de la trama misma de la narración.

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– Ese es el estilo de los grandes Estados agresores- dijo. -Siembra el terror, extiende la amenaza. Aterroriza, castiga sin piedad. Dime otra vez cómo se llama ese nicho.

Ibret-tashé , el castigo de la ignominia.

– Hum- exclamó varias veces, balanceando la cabeza mientras una sonrisa sardónica se le deslizaba a ambos lados del rostro. -Vosotros tenéis una base naval conjunta con los soviéticos, ¿no es así?

– Sí- respondí. -Pacha Liman.

– Otra vez un nombre turco.

Poco después la conversación recayó otra vez en el año 1949, en la frontera albano-griega, en la lluvia, el frío, el peligro.

– Nosotros os ayudamos entonces sin escuchar el consejo de nadie- le dije. -Arriesgamos nuestro pequeño y débil Estado. América podía haberlo utilizado como pretexto para atacarnos, ¿no?

– Sí. Tuvisteis un gesto casi olvidado por los Estados actuales. Ni la Unión Soviética…

– No sé- dije. -Pero nosotros, cuando prometemos una cosa, jamás dejamos de cumplirla.

El asentía con la cabeza sin apartar sus ojos de mí.

– La besa - dijo. -Conozco esa palabra albanesa. La he escuchado en Atenas, cuando era estudiante. Un día se convertirá en una palabra común a todas las lenguas del mundo.

Viejo griego, pensé. Así le llamaba en mi imaginación, siempre que decía algo sabio, o algo que a mí me agradaba particularmente. Quise hablarle de la besa albanesa, no de la balada de Costandin y Doruntina que él, como buen balcánico, conocía de sobra, sino del mecanismo concreto de la besa, que había sido hasta muy tarde una institución jurídica en nuestras montañas.

– La besa - repitió entre dientes. -Pero ahora es pronto para ese concepto.

Yo sonreí.

– Pero si es pronto para la besa , no creo que lo sea para la pabesa .

– Oh, en absoluto- gritó él. -Por el contrario, es justo su momento.

Asomaba a sus ojos un brillo inaccesible.

Viejo griego, me repetí. Quién sabe lo que te ronda en la cabeza.

Continuamos hablando de la besa y yo le dije que durante toda nuestra historia nacional, el enfrentamiento entre la besa y la pabesa había ocasionado siempre erupciones sin precedentes en la psiquis de nuestro pueblo. Comencé a contarle la masacre de Monastir, donde los turcos asesinaron cobardemente a quinientos cabecillas albaneses, invitados a una fiesta para sellar la reconciliación, pero él me lanzó una mirada que parecía decir: ¡Qué me dices de la masacre de Monastir, cuando tienes la traición delante de tus ojos!

No dijo nada, se limitó a hacer un gesto con la mano, como si borrara algo de la superficie de la mesa.

– Está bien- añadió al rato. -Dejemos esta conversación. Mañana me emborracharé, como los personajes de las óperas…

Reí de buena gana.

– Mañana todos acabaremos como cubas- dije. -La gente está cansada y según parece necesita emborracharse de vez en cuando.

– Se aprecia una crisis espiritual en todo- dijo él, sofocando las palabras, arrepentido quizá de haber hablado.

Una crisis espiritual. Yo observé a la gente que entraba en el cine. La mayoría eran jóvenes, cogidos de la mano o del brazo y sentí de pronto que me invadía una gran alegría, pues me acordé de Lida Snieguina. Nos habíamos visto de nuevo cuando volvió de Crimea y habíamos vuelto al Nieskuchni Sad, al café de la decimotercera planta del hotel Pekín, desde donde se divisaba una buena parte de Moscú, y a todos nuestros lugares de costumbre. El domingo, es decir, al día siguiente, había quedado con ella a las seis y media, en el metro Novoslobodskaia y de pronto, en aquella mesa, en torno a la que poco antes se había estado hablando de khandra , el recuerdo de Lida arrojó sobre mí una oleada cálida, una especie de agradecimiento mezclado de ternura hacia todos los metros que funcionaban día y noche, hacia los trenes, los vendedores de billetes, los taxis que permanecían dispuestos en caso de tardanza y hacia cualquier cosa que permitiera a las personas acercarse unas a otras.

Fue una oleada tal de calor que me hizo sentirme un poco falsario en aquella mesa donde se había estado hablando de cosas dolorosas. Quise decirle que al día siguiente tenía una cita a las seis y media con una muchacha maravillosa, en el metro, pero en ese instante él, sin mirarme, con la vista clavada en la calle, murmuró: ¡Levanta los ojos, comediante!

Fingí no haberlo oído y miré también yo hacia afuera, hacia la entrada del metro, imaginando cómo al día siguiente por la tarde ella se acercaría al lugar del encuentro, con aquellos andares suyos ligeros, semejantes a los de todas las muchachas que acuden a una cita, la cabeza erguida, la mirada formando un ángulo de cuarenta y cinco grados con el suelo, solitaria entre la marea de transeúntes, con sus cinco minutos de retraso, cuyo susurro se sentía en cada uno de sus pasos, como un elemento de inquietud y atracción a un tiempo.

– Sí- dijo él, -lo que has dicho es completamente cierto.

Lo miré con expresión de desconcierto, sin comprender de qué hablaba.

– La ópera- añadió poco después. -Sin embargo…

No entendía nada.

– Sin embargo ¿qué?

Sus ojos inquisitivos no se despegaban de mí. Viejo griego, ¿por qué no me dices lo que sabes?

– Se está celebrando una reunión en Bucarest- dijo. -Un camarada mío, miembro del Comité Central de nuestro partido, me ha contado algo. ¿Sabes algo tú?

Me encogí de hombros.

– No sé nada.

Era verdad que no sabía nada acerca de ninguna asamblea en Bucarest ni en Varsovia. Pero, aunque hubiera oído decir algo, no creo que me hubiera causado tanta impresión como para bajar la voz y adoptar un aire enigmático como estaba haciendo él. En las capitales de los países socialistas se realizaban oda clase de asambleas casi todos los meses.

– Dicen que también aquí, en Moscú, se prepara una asamblea en el marco de la festividad del 7 de noviembre- prosiguió con el mismo tono de confidencia.

– ¿Ah, sí?

– Hace algún tiempo se han constituido una comisión central y las subcomisiones preparatorias correspondientes. Subcomisión política, subcomisión económico-cultural…

¿Qué subcomisiones eran ésas?¿Cuándo había oído hablar de ellas para que me produjeran estremecimientos?

– ¡Vaya! Tú no sabes nada- dijo. -¿Y sobre la reciente visita a Moscú de Vukmanoviç Tempo tampoco sabes nada?

– Eso sí lo sé- le respondí. -Tú mismo me lo dijiste.

– Ah, es verdad. Lo había olvidado.

Estuve tentado de decirle lo que Maskiavicius me había contado hacía dos días sobre los rostros alternativamente sonrientes y sombríos de Jruchov y de Mao Ze dong, cuando se habían entrevistado en el aeropuerto de Pekín pocas semanas antes, pero cambié de idea al instante. Para qué, pensé, lo mejor no es más que un bulo.

También él estuvo a punto de contarme algo, o quizá eso me pareció.

– Mañana- dijo poco después, -beberemos.

– Sí, mañana- repetí también yo.

Durante el tiempo que permanecimos aún en el café repetimos frecuentemente la palabra mañana de una manera peculiar, casi con cierto alivio. En ocasiones a mí me parecía, tal vez también a él, que durante la jornada del día siguiente nos liberaríamos, como arrojándolos a un cubo de basura, de todos nuestros pensamientos inexpresados, de todas nuestras esperanzas, culpas y recelos mutuos.

En ocasiones, el domingo me parecía tan aprehensible y concreto que casi diría que tenía relieve, color, hasta creía sentir cómo fluía, cómo se deslizaba bajo nuestros esquís, bajo nuestros pies. Como si en aquella superficie ondulante, blanca hasta el agotamiento, siempre hubiera sido domingo, domingo desde el tiempo de los zares, y aun más atrás, siempre domingo, desde el año 1007 ó 1407. Los lunes, los miércoles, los sábados, hasta los nefastos martes se habían aproximado hasta allí quién sabe cuántas veces, habían merodeado sigilosamente con la esperanza de introducirse de rondón, pero en vano; habían acabado comprobando por sí mismos que no era tan sencillo, así que habían retrocedido en silencio de aquel paraje, donde hacía siglos que imperaba el domingo.

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