A lo largo de las dos noches no había parado de decir: Qué feliz soy junto a ti. Luego llegó el camino de regreso hacia el invierno y el hastío de la residencia universitaria.
Permaneció inmóvil durante un instante, con la alcachofa de la ducha sobre sus cabellos. El agua gorgoteaba carente de dulzura, a intervalos abrasadora y otros helada. Era probablemente la primera vez que una ducha, en lugar de sosegarla, le proporcionaba ansiedad. Por un instante le pareció captar la causa: la alcachofa de la ducha le recordaba el auricular del teléfono.
Sus disputas comenzaban por lo común a través de él. La primera y la más grave se produjo en primavera. Todo había cambiado en Grac. Por primera vez ella experimentaba los alicientes de la libertad. Y junto con ellos una irritabilidad desprovista de motivación. Le parecía que Besfort se estaba convirtiendo para ella en una traba.
Fue la primera cosa que le dijo al teléfono, exasperada: Tú me impides vivir. ¿Cómo? Replicó él con voz helada. ¿Que yo te impido…? Eso es, le respondió ella. Me has dicho que anoche me llamaste dos veces por teléfono. ¿Y qué pasa con eso?, dijo él. Ella captó la indiferencia en el tono de su voz y, en lugar de irritarse consigo misma por su metedura de pata, comenzó a gritar: Tú me tienes prisionera. Aja, exclamó él. Qué significa ese aja. ¿Tú piensas que yo debo estar constantemente a la espera de que al señor se le antoje llamarme? No sabes lo que dices, le cortó él. La indignación hacía que le zumbaran los oídos. Tú me consideras como una esclava con la que puedes hacer lo que te venga en gana. No sabes lo que dices, volvió a replicarle él. Su voz se tornaba cada vez más gélida. Ella detectó el peligro y perdió por completo el control. Ya no era capaz de controlar sus palabras, y llegó a tal extremo que él acabó gritándole: ¡Basta!
Ignoraba que pudiera ser tan implacable. A continuación le dirigió una frase cargada de cinismo: Tú misma has metido la cabeza en el yugo y luego pretendes convertirme a mí en culpable; y por si todo aquello no hubiera sido suficiente, la comunicación se cortó.
Entumecida, estuvo esperando su llamada. Luego, cuando perdió toda esperanza, lo telefoneó ella misma. Su aparato estaba descolgado. ¿Qué es lo que he hecho?, se dijo. Y un breve instante después: ¡Qué abominación es ésta!
Durante toda la noche estuvo tratando de averiguar de dónde había salido aquel resentimiento contra él que había aflorado de pronto. ¿Por haber dejado a su novio cuando él continuaba sin prometerle nada? ¿Será por eso?, se preguntó. No estaba segura. Tampoco podía ser el miedo a perder la libertad. ¿Se había metido de pies a cabeza en aquella historia y ahora no sabía bien cómo salir? Era demasiado pronto para decirlo.
De cuando en cuando conseguía tranquilizarse: este asunto puede resolverse con serenidad. Debía intentar quererle menos, sí, eso era todo.
Tres días más tarde, declarándose vencida, le telefoneó con voz apagada. Él respondió con voz grave, aunque sosegadamente. Ninguno de los dos mencionó el altercado. Así continuó la cosa durante varias semanas: llamadas de teléfono espaciadas, palabras contenidas, hasta el encuentro de turno.
En el tren que rodaba hacia Luxemburgo, las frías planicies europeas medio blanqueadas por la nieve reflejaban mejor que ninguna otra cosa su propio embotamiento. No estaba segura de si todo continuaría como antes o no. Al teléfono, él no había dado el menor signo. Con su novio, el escenario había sido completamente distinto: justo después de la reconciliación se abrían los corazones de par en par. Se confesaban sus sufrimientos y sus pequeñas astucias de guerra, como si ahora, tras el restablecimiento de la paz, hubieran pasado a ser completamente inútiles.
Por qué contigo es tan difícil, amor, pensó a punto de dejarse vencer por la somnolencia.
A medida que el tren se trasladaba hacia el norte, más imperiosa se iba tornando la angustia. Sin embargo, algo en su interior la hacía retroceder. Una sensación extraña, desconocida. La idea de que era una mujer joven y hermosa dirigiéndose al encuentro de su amante a través de la Europa aterida por el invierno se le manifestaba indecisa.
Se encontraba aún en ese mismo estado, medio entumecida, en el momento de la llegada.
El la esperaba en la habitación. Se abrazaron como si nada hubiera sucedido. Durante un rato se dedicó a ir y venir para colocar sus cosas entre palabras escasas, principalmente comentarios sobre la habitación, luego sobre el cuarto de baño y las grandes toallas, que, quién sabe por qué, se le antojaban siempre de buen augurio en un hotel.
Cuando reparó en la parquedad de sus palabras, no intentó buscar otras. Eran cerca de las cuatro. Afuera, el día invernal moría. Ella formuló la pregunta de costumbre: ¿Me preparo?, y entró en el cuarto de baño.
No se sentía capaz de decidir cuánto tiempo debía permanecer allí. A veces tenía la impresión de que iba demasiado rápido, y otras, demasiado despacio.
Finalmente envolvió su cuerpo desnudo en la toalla y salió.
El la esperaba.
Cabizbaja, caminó hacia la cama con unos andares que de nuevo no parecían pertenecerle. El sabor infrecuente de aquel viaje, mezclado con la idea de que, más que una amante, era una esposa que se dirigía a la cama junto a su marido, no se apartaba de ella.
Sin saber por qué hizo esfuerzos por ahogar sus gemidos, y en cierto modo lo consiguió. Sólo tras acabar le susurró al oído: «Ha sido divino». A él siempre le había parecido así. Sin embargo no tuvo ningún otro desahogo verbal. Cuando no se produjo tampoco a medianoche, ni siquiera al día siguiente, antes de despedirse, ella perdió la esperanza. En el tren que se alejaba a través de las mismas llanuras que la máscara medio rasgada de la nieve era incapaz de cubrir, experimentó idéntica melancolía en el alma que dos días atrás. Pero parecía tan soportable que no se sentía en condiciones de decidir si podía o no llamarla de ese modo: melancolía.
Además de ese abatimiento, no era capaz de desprenderse de la idea de que Besfort Y., cualquiera que fuese la situación, era peligroso. Todo era difícil con él, pero, sin él, era imposible.
El retorno a la normalidad, que con su ex novio no requería más que unos instantes, con Besfort precisaba de varios meses.
De vez en cuando se preguntaba a sí misma si aquel asunto de la libertad no estaba a punto de transformarse en una lacra. Tras la caída del comunismo en Albania todo parecía conducir al exceso: el dinero, el lujo, las asociaciones de lesbianas. Todos corrían para recuperar el tiempo perdido. Una tarde, en el café, la mirada lánguida de una actriz la había turbado profundamente. Por el modo en que Besfort se lo había escuchado contar, le pareció haber descubierto confusamente algo.
En aquel tiempo tampoco ya nada era como antes, se dijo. Sólo que ella no lo había proclamado poniendo el grito en el cielo, como él.
En realidad, nunca nada es como antes, pensó.
Su primera infidelidad, que sólo en albanés y unas cuantas lenguas más respondía al nombre de traición, le vino de forma atropellada a la memoria, hecha un ovillo, como una venganza sin remordimiento. Los besos a los compases de la música, las palabras en un alemán con acento extranjero. El apretón enardecido por parte del otro y luego el suyo. El desnudamiento en la habitación, el preservativo, las palabras de él, siempre con un fuerte acento: Icb hatte noch nie schbneren Sex, nunca he tenido un sexo tan dulce.
Sí, eso es todo lo que tú mereces, se dijo.
En realidad fue un año después de Luxemburgo cuando le había contado lo sucedido a lo largo de su primavera de la tentación. La pequeña fiesta organizada en la residencia universitaria con motivo de su cumpleaños, los besos intercambiados durante el baile con uno de sus compañeros de curso. Y tras los besos, la libre aproximación de los vientres, el susurro del otro: Vamos a mi habitación, a la que ella le había seguido sin decir una sola palabra. Besfort estaba al corriente de lo que había sucedido hasta el día siguiente, cuando cerca de la mitad de la cofradía estudiantil se encontraba reunida en un bar nocturno y Rovena se sorprendió al comprobar que entre tanto se había gestado una minihistoria de amor. Por lo que se ve, todos ellos se habían enterado de que la atractiva albanesa se había acostado por fin con su compañero eslovaco y ahora se dirigían a ellos con particular consideración, cuidaban de que se sentaran bien juntos y los trataban a todos los efectos como a una pareja. A ella le parecía realmente divertido que el asunto de los noviazgos la persiguiera sin resultarle en modo alguno desagradable. Una voz decía que, según las últimas noticias, en Albania se estaban produciendo disturbios, pero ella no sabía nada.
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