Fueron estas palabras las que pusieron patas arriba todas las películas que había visto hasta entonces y todos los libros que estudiaba en la escuela. Varias semanas después, con ademanes seguros, bien diferentes de la primera vez, después de presentar a la gitana a la compañera que llevaba consigo, la abrazó para susurrarle algo al oído. Ya está, ya no soy… La otra cerró los ojos con delectación. Luego le hizo señas para que aproximara de nuevo la cabeza. Al parecer quería que Rovena le expresara en otras palabras lo que había sucedido. Y Rovena así lo hizo. En términos crudos, de los que son calificados de sucios y que no había utilizado nunca, se lo repitió. Ya lo he hecho… ¡Tú eres una estrella!, murmuró la gitana, cuyos ojos y cuyas cansadas arrugas se iluminaron.
Fue dos meses antes de que deportaran a la gitana, un día de diciembre. Estaba en curso una campaña de purgas contra la inmoralidad. Junto con las mujeres sospechosas de dedicarse a la mala vida, perseguían a los homosexuales y a los jugadores, así como a las personas que estimulaban el libertinaje. La gitana formaba parte de este último grupo. En los pasillos del instituto, los investigadores vestidos con traje gris brotaban por todas partes. Presa del pánico, Rovena aceptó la proposición de noviazgo de un estudiante que acababa de conocer. Le pareció que así se encontraría más protegida. No soy virgen, le murmuró al oído la tarde en que fueron a la cama por primera vez. El otro hizo como si no la hubiera oído.
De modo que la caída del régimen la encontró comprometida. Todos los días resurgían de la bruma cosas olvidadas: las palabras señora, señorita, reverendo, las fórmulas de bautismo, los rezos. El noviazgo, por el contrario, figuraba entre las costumbres que iban quedando en el olvido. ¿Comprometida?, se preguntaban sus compañeras de la facultad sin ocultar cierta sorpresa. A ella misma se le antojaba cada vez más como una vestimenta pasada de moda y comenzó a utilizarla cada vez menos hasta dejar de mencionarla siquiera.
¿Y tú dices que nada es ya como antes?, se dijo. No, fue entonces cuando nada era en verdad como antes, mientras que ahora… ¿Ahora qué, Dios mío?… ¿Y si ahora todo volviera a ser igual?
En realidad, su encuentro con Besfort durante una recepción lo había vuelto todo del revés con más ímpetu que el cambio de régimen. Sin ocultar la atracción que le provocaba, la invitó a una de aquellas cenas festivas que se sucedían sin descanso en la alborozada Tirana de entonces.
Cuando se encontraron de nuevo uno junto al otro, la conversación volvió a tratar de mujeres hermosas. El ni siquiera disimulaba que se estaba refiriendo a mí; tampoco yo fingía no darme cuenta. Hacía tiempo que me tenía por una de ellas.
Completamente pasmada, le escuchaba decir que las mujeres hermosas, a diferencia de las simplemente guapas, eran muy escasas. Y lo eran, según él, porque todo en ellas era diferente. Pensaban de forma distinta, amaban de forma distinta, incluso padecían de forma distinta, muy distinta.
Yo no podía apartar los ojos de él, hasta que, tras una mirada prolongada que no era de su estilo habitual, me dijo: Tú sabes sufrir.
Hechicero, dije para mis adentros. ¿Cómo lo sabía?
Debía de tener una expresión seria, porque se apresuró a rectificar: ¿Te parece mal que lo diga?
En realidad eso es lo que me había parecido, una especie de humillación. Yo era hermosa, no tenía motivos para conocer el sufrimiento, al menos para un ojo ajeno. El sufrimiento era para las otras.
Como si, doblemente hechicero, hubiera leído en el interior de mi cerebro, observó que el sufrimiento no era una vergüenza para nadie. Luego, en un tono de voz que me pareció frío, añadió que con aquellas palabras había pretendido hacerme un cumplido, pues estaba convencido de que no podían existir mujeres hermosas que no supieran sufrir.
Me ruboricé debido a mis palabras, que de pronto me reconocí estúpidas, pero, pretendiendo enmendarlas, añadí una nueva idiotez: Según se veía, yo no formaba parte de ese grupo.
El pareció disimular una sonrisa interior y sacudió varias veces la cabeza como quien renuncia a disipar un malentendido por considerarlo a esas alturas irreparable.
Tras un silencio, y tras un «perdona, no pretendía ofenderte», como si cayera de pronto en la cuenta de que yo era mucho más joven y completamente inexperta comparada con él, con la mayor seriedad y sin la más leve sombra de ironía, declaró que la capacidad de sufrimiento era a fin de cuentas considerada por todos como un don, tanto más el padecimiento lujoso de las mujeres hermosas.
Agradecida por aquel recurso para distender la atmósfera, le respondí con una sonrisa: ¿Me está haciendo publicidad a favor del sufrimiento? Y de inmediato, mirándole fijamente a los ojos, añadí en tono sugerente: Tal vez no sea necesario…
No tengo ninguna necesidad de que me estimulen, yo ya sufro por ti. Esto es lo que había querido decirle, al margen de que no consiguiera expresarme más que a medias.
Él mantuvo los ojos bajos y yo sentí que había interpretado aquellas palabras como lo que eran: una clara expresión de amor.
Antes de separarnos, en tono desenvuelto, casi con regocijo, me dijo que, si yo aceptaba, me ofrecía un viaje de tres días a una ciudad de Europa Central. Durante unos momentos, medio en broma medio en serio, hablamos atropelladamente sobre una eventualidad semejante que tanto habría resultado insensata poco tiempo atrás en Albania como se antojaba en idéntica medida verosímil después de la caída del comunismo. Mientras nos despedíamos, me miró largamente a los ojos antes de decirme: Hablo en serio, de modo que no te apresures a decirme que no.
Yo no le dije nada. Bajé los ojos como una pecadora y aquella velada, aquella noche, el universo todo se me convirtió en bruma.
Dos semanas más tarde, lo que le parecía la cosa más inconcebible del mundo estaba sucediendo.
Era también un día de lluvia y niebla. El avión que hacía el enlace Tirana-Viena parecía a punto de ser engullido. Rovena se sentía aturdida… El vuelo daba la impresión de no tener fin. En una ocasión incluso estuvo a punto de levantarse e ir a sentarse junto a él de modo que al menos estuvieran juntos en el momento de estrellarse…
Así es como ella lo había contado más tarde. Cuando en realidad había viajado sola y en todo caso no con Besfort a bordo de aquel avión. La verdad era que durante el vuelo había deseado tanto encontrarse junto a él que luego, poco a poco, había ido introduciendo en su recuerdo las transformaciones necesarias para tornar creíble a sus propios ojos, y más tarde a los de otros, la versión modificada del viaje.
En realidad la esencia era la misma: se dirigía hacia un encuentro con Besfort Y. en Viena, y durante el vuelo, en los momentos en los que el avión era zarandeado, repetidas veces se imaginó a sí misma con la cabeza apoyada en el hombro de él. A su lado, en lugar de Besfort Y., se encontraba otra mujer, activista de la misma ONG a la que Rovena pertenecía. No había existido por tanto su llegada apresurada al Café Europa para recibir de sus manos el billete, ni evidentemente la proposición de su parte de viajar juntos. Había sido ella por el contrario quien, después de enterarse de sus actividades en Bruselas, le había dicho que, a su vez, debía viajar próximamente a Viena, y de ahí las palabras de él: ¿A Viena?; él pasaba a menudo por allí, de modo que podían encontrarse. Y de este modo, de forma distendida, como si participaran en un supuesto juego, habían intercambiado los números de teléfono.
En Viena, una vez llegaron al hotel, su compañera de viaje se había quedado con la boca abierta cuando Rovena, con total desenvoltura, le dijo: Tengo un amante aquí, pasará a recogerme dentro de una hora.
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