Lo malo, como ya te he dicho, es que resulta difícil pelearse con él, y mucho más ganarle. Una vez, cuando entre sollozos le dije que sin pedirle nada a cambio yo le había entregado toda mi juventud, me replicó con frialdad que él me había entregado la parte más vulnerable de su vida de varón.
Así es como finalizaban habitualmente sus altercados, después de los cuales él volvía a atraerla a su lado, seguro de que ella se dejaría llevar. Porque él conocía con anticipación lo que ella sólo averiguaba después. Y ella, siempre ingenua, no sólo lo reconocía, sino que se lo había confesado por escrito. ¿Puedes comprenderlo ahora?
No, no lo comprendo, ésa había sido la respuesta de su amiga. En tus cartas has afirmado lo contrario. Que eres feliz, que estás locamente enamorada, tal como dicen. A fin de cuentas, eso es lo que todas nosotras esperamos de la vida: enamorarnos. La expresión misma tiene algo de peyorativo para una mirada ajena. Rendirse al amor. Fall in love. Es algo así como caer dentro de un hoyo, en una trampa; por tanto, poco más o menos en una prisión. A enfadarte con Besfort si él se porta mal contigo tienes todo el derecho. Pero hacerle reproches por otros motivos, como por el hecho de haber conseguido que le ames, eso no es justo. En ese sentido deberías darle las gracias. Y si de pronto sientes deseos de declarar que esa relación ha sido un error, entonces la culpa sería tuya y no de él. Rovena, cariño mío, si me atengo a todo eso que me dices, no, no te entiendo. Salvo que haya otras cosas que yo no sepa. Tengo la impresión de que ni tú misma sabes lo que quieres.
Era realmente así: Rovena no sabía lo que quería. Se enfadaba cuando él daba muestras de celos, pero mucho más que por eso se sublevaba ante su indiferencia. Después de uno de sus reproches más exaltados a propósito de que la impedía vivir, a la réplica acerba: Vaya, ¿andas pensando en tener aventuras?, le siguió esta cruel frase: Haz lo que quieras, entre nosotros no existe ningún pacto de fidelidad, que yo sepa.
¿Ah, sí?, se dijo ella. ¿Conque ésas tenemos? Pues espera un poco y verás.
Durante días enteros no consiguió olvidar el poso de amargura que le había dejado esa conversación telefónica. Pues te vas a enterar, se repetía. Llegará el día en que te verás obligado a quitarte la máscara.
Presa de la indignación, se preguntaba cómo podría llegar ese momento, y si deseaba verdaderamente que eso sucediera.
El continuaba al igual que poco antes junto a la ventana, inmóvil ante el cristal. De espaldas, para mayor precisión.
Rovena hizo un último intento de conciliar el sueño, aunque sólo fuera un poco. Aunque sólo fueran unos minutos, con la esperanza de entrar de modo diferente en aquella nueva jornada. Como cualquier otro día de crisis, éste parecía anunciarse con anticipación. No iba a resultar fácil aplacarlo, como había creído al principio, con unos cuantos recuerdos placenteros. Como aquella primera mañana, por ejemplo, cuando se despertó enamorada de Besfort. Incuestionablemente el momento más hermoso de cualquier relación. Hacia el amanecer, a solas frente a tu nuevo señor. Dicho de otro modo, el tirano que tú misma has fabricado. Las cortinas de la habitación, tus cabellos sobre la almohada, el estremecimiento de tus pechos, todo lo que el otro había ido recibiendo de manera sucesiva era tan diferente…
Tenía la sensación de que, por mucho que se esforzara, no sería capaz de rememorar aquel día. Más exactamente, no lo deseaba. Una jornada tortuosa como aquélla requería otros recuerdos. Victoriosos, con el regusto embriagador de la venganza. Los dulces labios de Lulú durante su primer beso en el coche se mezclaban con la música bajo cuyas notas su cuerpo, abandonado a su antojo, permitía al estudiante eslovaco que la acariciara mientras bailaban. Nunca hasta entonces se había besado con una mujer y esta otra vez había sido la primera en que iba con otro hombre después de tener relaciones con Besfort.
Un miedo difuso le impedía concentrarse. La idea de que esta propensión a regodearse en los recuerdos no era una buena señal no se apartaba de ella. Se decía que solían entrecruzarse y multiplicarse en vísperas de una separación.
Lo sabía, pero no podía hacer nada. Como todo lo que intensificaba la sensación de vacío, ese temor se le antojaba insoportable. Peor que el que experimentó cuando, por primera vez, Lulú la había advertido de que se guardara de él. Escúchame, amor, aparta de tu cabeza la idea de que yo te digo estas cosas a causa de los celos. Soy celosa, no lo oculto, pero jamás se me pasaría por la mente acusar a alguien de asesino empujada por los celos. Eres incrédula, lo sé, sólo que, de acuerdo con las cosas que tú me has contado, él tiene todas las características de un asesino. Es así como son en estos tiempos, indiscernibles. Ese en el que jamás se te habría ocurrido pensar, tu consejero financiero, el afinador del piano o incluso el cura que dice su misa el domingo, precisamente ése puede ser tu asesino. No te fíes de sus camisas impolutas, de sus corbatas, de su cartera con el emblema de Europa. No tengo nada de paranoica, cariño, créeme. He tenido la oportunidad de saber de qué pasta están hechos. Tu cuerpo, con esa blancura tan particular, me empuja a temer lo peor. Es demasiado atrayente para ellos.
Acerca de esto último, por mucho que Rovena trató de indagar algo más, la otra se limitó a sus vagas palabras. Tenía una piel de una blancura tan turbadora que, según ella, fascinaba a los individuos de psiquis quebradiza.
El chasquido de la puerta le hizo abrir los ojos. Ya no estaba junto a la ventana. Parecía haber bajado a tomar un café, cosa que hacía a menudo en los últimos tiempos.
Ahora que él no estaba, le pareció que podía recapacitar más libremente.
Lo imaginó en la esquina de la barra de la cafetería con aire pensativo, lo mismo que antaño en el café del Palacio de Cultura. Tras haberlo identificado a distancia en una de aquellas visitas suyas a la facultad por aquel problema que, al parecer, se alargaba de forma interminable, ésta era la primera vez que lo veía sentado tranquilamente ante una taza de café.
En esta ocasión fue Rovena quien le explicaba a la amiga con la que se había sentado a tomar un helado el misterio del hombre que había tenido problemas a causa de Israel, más exactamente a causa de una partida de ajedrez que no debía haber jugado, o no debía haber perdido, no lo sé bien, era un asunto tan complicado que incluso me parece que tampoco debía ganarla.
Me estás armando un lío. ¿Es que es un ajedrecista entonces? ¿No me habías dicho que iba a vuestra facultad para daros clase de derecho internacional? Qué vacía tiene la mirada. Seguro que es a causa de esa historia. No, no creo que sea ajedrecista profesional aunque, según parece, los aficionados también participan en algunos torneos. ¿A ti te parece que tiene los ojos vacíos? Pues yo le encuentro atractivo precisamente por eso.
Por lo que veo, te has quedado prendada de él, fueron las palabras de su amiga. A las que Rovena respondió: No lo sé. Puede que sí. Pero es tan imposible. ¿Qué es lo imposible? Todo, fue la respuesta. Empezando por su llegada a la facultad, donde todos lo esperábamos…
Por supuesto que era imposible, después de aquel… fallo, fueron los términos en que se expresó su amiga.
El estrépito de las cadenas que arrastraban la estatua del dictador por el centro de Tirana se inmiscuía de tiempo en tiempo en sus pensamientos. Fue eso lo que, con mayor fuerza que un terremoto, lo había dividido todo en dos. Y todos los imposibles parecieron de pronto verosímiles, como sus palabras una semana después de que se conocieran en el curso de una cena, invitándola a pasar tres días con él en una ciudad de Europa Central.
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