Ismaíl Kadaré - El accidente

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Un taxi se sale inexplicablemente de la calzada y se estrella en la carretera que lleva al aeropuerto de Viena. Como consecuencia del choque, los dos pasajeros, un hombre maduro y una mujer joven, ambos de nacionalidad albanesa, resultan muertos. Las investigaciones policiales no consiguen aclarar qué fue lo que despistó al taxista al mirar por el retrovisor como para perder el control del vehículo. El asunto queda archivado como un mero accidente, aunque con el calificativo de extraño. Meses más tarde, los servicios de inteligencia serbios y albaneses primero, y un investigador anónimo después, reclaman el expediente e inician sus propias pesquisas. El fallecido, Besfort Y., era un experto para asuntos balcánicos del Consejo de Europa que había seguido de cerca el proceso de descomposición de Yugoslavia, especialmente la guerra de Kosovo. La mujer que lo acompañaba, Rovena, se había entrevistado con él en distintos hoteles de toda Europa, por lo que podría estar implicada en las nunca desveladas actividades de Besfort. A través de los indicios policiales, testimonios de amigos y conocidos, un diario de Rovena…, se va trazando un bosquejo de la personalidad de los fallecidos y, sobre todo, de su particular relación amorosa.

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Ella no había dicho nada. Se limitó a bajar los ojos como una pecadora y, durante la sobremesa que siguió a la cena, la noche, el mundo todo se hundió en la niebla.

A lo largo de toda esa noche de insomnio, las mismas preguntas se repetían febrilmente. ¿Qué significaba aquella invitación? ¿Podía calificársela de erótica? Por supuesto que lo era. ¿Qué podía ser además? Solos en un hotel. Tres días y por tanto tres noches. Con un hombre al que ni siquiera había besado todavía. Oh, Dios, no podía ser de otro modo. Después, todo volvía a comenzar desde el principio: ¿Y si no fuera así? ¿Y si no se alojaban en la misma habitación? Desde luego que no. Por supuesto que no podía ser más que doble. De igual modo que la cama.

Una semana más tarde, con voz contenida, casi displicente, me notificó por teléfono que ya había sacado los billetes. Sin dejarme tiempo a responder, ni siquiera a enfadarme -cómo se atrevía aquel tipo, con sus modos de gran señor, a lanzarle a una mujer semejante invitación a un viaje, al amor, al sexo-, así pues sin darme tiempo para nada, me informó de cómo debía entregarme el billete, así como de la fecha de partida.

Agoté el catálogo de todas las réplicas indignadas que principiaban con las palabras «¿Cómo se atreve?», pero eran tan vanas como hipócritas. Entregada, yo, que me tenía por una mujer joven llena de orgullo, me dirigí con la cabeza gacha al Café Europa, donde él me esperaba para entregarme el billete. Encontrar una justificación para el viaje no resultó tan difícil como había imaginado. Tú sabes la infinidad de invitaciones que distribuyen para sus encuentros ONG, sectas, toda clase de entidades minoritarias compuestas por personas que se consideran «diferentes». Ten cuidado no vaya a ser una asociación de lesbianas, me dijo mi novio con una sonrisa pretendidamente astuta. Una semana más tarde, con la cara pálida por la falta de sueño, me encontraba en el aeropuerto de Rinas. Nos saludamos a distancia. Él exhibía un ademán grave, y eso me gustó. Lo que no habría podido soportar en una situación semejante habría sido la frivolidad.

Era un día lluvioso y con niebla. El avión parecía abrirse paso con dificultad entre ellas. Yo me sentía completamente entumecida. En cierto momento tuve la impresión de que aquel viaje no tendría fin… Incluso sentí deseos de abandonar mi asiento para sentarme a su lado y apoyar al menos la cabeza en su hombro antes de que nos estrelláramos…

Por la noche, después de llegar, nos encontramos por fin el uno junto al otro, dos personas aún ajenas, en el taxi que rodaba en dirección a la gran ciudad. Los haces de luz de los coches que venían de frente resbalaban pálidos sobre nosotros desvelando a trechos, para volver a abandonarlo en la oscuridad, como si fuera una máscara, el rostro de él.

No nos decíamos nada. Me había echado el brazo por los hombros y yo esperaba con emoción que me besara, pero eso no sucedía. Parecía aún más agarrotado que yo, y ausente.

En el espejo retrovisor mi mirada se encontró por un instante con los ojos del conductor. Me parecieron inquisidores, como si estuvieran pendientes de mí más que de la carretera. Sabía que aquello era efecto del cansancio; sin embargo, me aparté un poco para salir de su campo de visión. Besfort, que percibió el movimiento, me estrechó aún más contra su cuerpo. Pero continuamos sin besarnos.

En la habitación del hotel, mientras abríamos las maletas, parecía que no nos viéramos el uno al otro.

Fue en el restaurante, sobre todo después, en el bar nocturno, donde nos besamos por primera vez. Yo me disponía a decirle algo, no recuerdo qué, pero en lugar de eso, ignoro por qué razón, fue otra cosa lo que pronuncié: Hacía bastante tiempo que mi prometido y yo habíamos dejado de tomar precauciones…

Yo misma quedé desconcertada, pero, una vez dichas, aquellas palabras no podían ser retiradas. Como me recordaría él después, fueron precisamente las que acabaron de romper el hielo entre los dos.

Sus ojos se habían quedado clavados en mis piernas como si las descubriera por primera vez. Tuve la sensación de que su mirada penetraba a través de la tela negra de la minifalda para llegar hasta el lugar donde los muslos se unían y donde él estaba ya invitado a entrar sin necesidad de precauciones…

¿Subimos?, dijo poco después.

Liberada de la vergüenza, con las mejillas arreboladas, yo no era capaz de disimular el deseo. Sí, subir cuanto antes, a toda velocidad, hasta la planta, hasta el séptimo cielo…

Cuando salí del cuarto de baño y me tendí a su lado, antes de quitarme la toalla con la que me había cubierto el torso, le murmuré: ¿No seré demasiado delgada?

Pareció no comprender lo que le acababa de decir, o puede que lo fingiera. Mientras nos acariciábamos, acudieron a mi memoria las palabras de la gitana Ishe Zara, pero, aunque ardía en deseos de decírselas, el pudor me lo impedía. Como si las hubiese escuchado, él me miró un instante con aire de extrañeza. Incluso me pareció que un resplandor insólito brillaba de pronto en sus ojos. Algo de emoción y de ternura a un tiempo, que puede que no fuera así pero que yo, debido a mi propia emoción o tal vez a causa de su palabras: «Mi pequeña», lo tomé por tal. Poco después, a continuación de las caricias, él tuvo al principio como una dificultad, luego todo fue bien.

La angustia haría presa en mí más tarde, de regreso en Albania. Él me había acompañado al aeropuerto, para continuar por su parte viaje hasta Bruselas, donde debía permanecer dos semanas por sus asuntos.

Durante un largo periodo no dio señales de vida. Todas las elucubraciones de la mujer que se entrega por primera vez y desea a toda costa gustar intensamente me asaltaban sin descanso. ¿Le había embelesado irresistiblemente, según se decía, o le había decepcionado aunque sólo fuera un poco? ¿Eran sinceras las dulces palabras que me había dirigido? Y aquel impedimento del inicio ¿había sido efecto del estrés habitual en los hombres de hoy, del que ellos ya no se avergüenzan como antes, llegando por el contrario a encontrarlo chic, o consecuencia de la decepción?

La idea de que aquel viaje hubiera podido constituir un error me aguijoneaba una y otra vez. Acompañada de un profundo suspiro: qué no haría yo por enmendar ese error.

Me complacía en suponer que un dolor en el pecho, al principio leve, luego cada vez más perceptible, junto al corazón, otras veces del lado contrario, podía ser una huella de él. Nunca había sido tan ingenua como para creer que una pena de amor pudiera provocar realmente un dolor en el pecho. Sin embargo, encontraba menor dificultad en considerarlo que la posibilidad de haber quedado embarazada, lo cual sospechaba aunque sin desasosiego, como si se hubiera tratado de otro cuerpo.

* * *

La ventana sin él continuaba vacía. Ella pensó en levantarse, darse una ducha, arreglarse y, de este modo engalanada para la flamante mañana, esperarlo en el sofá. Llevó a cabo todas estas operaciones con la imaginación mientras su cuerpo, todavía apegado al sueño, se volvía del otro lado. Pero en lugar de un sueño acudió a ella una suerte de sucedáneo suyo, la imagen adormecida de la callejuela al costado de la escuela donde, justo después de la consigna: «Lo que anuncia el Partido lo hace el pueblo. Lo que quiere el pueblo lo hace el Partido», escrita toscamente sobre el muro, se encontraba la casa de una sola planta, con un caqui plantado en el patio, de la gitana Ishe Zara. Durante el recreo largo, pero sobre todo por las tardes, al igual que otras muchachas, ella había empujado a veces, sin hacerse notar, la puerta desvencijada de la gitana. Todo allí era diferente, el olor de la ceniza en el hogar, las fotografías tapizando las paredes, pero sobre todo las palabras que se pronunciaban. No tenían semejanza con nada. Con los rostros enrojecidos de vergüenza, las jóvenes hacían preguntas sobre toda suerte de asuntos relacionados con el amor, que la gitana llamaba «gusto». Respondía sosegadamente, sin parecer nunca incómoda, en un lenguaje que provocaba estremecimientos. ¿Las tetas y las nalgas? Todo el mundo sabe que es el placer lo que las hace crecer e hincharse. En cuanto a ti que te crees delgada, escucha a Zara. Los hombres que saben de estas cosas se mueren por unos muslos como los tuyos. Rovena tenía la sensación de que se le doblaban las rodillas. No seas avara con él, le llegaban las palabras de la otra mientras su mano señalaba la parte baja de su vientre. Entrégalo, a fin de cuentas se lo van a comer los gusanos.

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