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Ismaíl Kadaré: El accidente

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Ismaíl Kadaré El accidente

El accidente: краткое содержание, описание и аннотация

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Un taxi se sale inexplicablemente de la calzada y se estrella en la carretera que lleva al aeropuerto de Viena. Como consecuencia del choque, los dos pasajeros, un hombre maduro y una mujer joven, ambos de nacionalidad albanesa, resultan muertos. Las investigaciones policiales no consiguen aclarar qué fue lo que despistó al taxista al mirar por el retrovisor como para perder el control del vehículo. El asunto queda archivado como un mero accidente, aunque con el calificativo de extraño. Meses más tarde, los servicios de inteligencia serbios y albaneses primero, y un investigador anónimo después, reclaman el expediente e inician sus propias pesquisas. El fallecido, Besfort Y., era un experto para asuntos balcánicos del Consejo de Europa que había seguido de cerca el proceso de descomposición de Yugoslavia, especialmente la guerra de Kosovo. La mujer que lo acompañaba, Rovena, se había entrevistado con él en distintos hoteles de toda Europa, por lo que podría estar implicada en las nunca desveladas actividades de Besfort. A través de los indicios policiales, testimonios de amigos y conocidos, un diario de Rovena…, se va trazando un bosquejo de la personalidad de los fallecidos y, sobre todo, de su particular relación amorosa.

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Ciertos días le parecía que lo sucedido se relacionaba en todo caso con el famoso dilema de si el amor existía en realidad o no era más que un vislumbre enfermizo, una alucinación nueva que sólo llevaba sobre la tierra cinco o seis mil años y que aún se ignoraba si el planeta se lo apropiaría de forma definitiva o acabaría por rechazarlo como se rechaza un cuerpo extraño.

Se había hecho sonar la alarma acerca de la brecha en la capa de ozono, sobre el avance del desierto, sobre el terrorismo, pero aún nadie se había interesado por la fragilidad del sentimiento amoroso. Unas cuantas sectas se habían constituido tal vez para certificar su existencia o su inexistencia, y ellos dos, Besfort Y. y Rovena St., probablemente formaran parte de una semejante.

Una noche de verano cuajada de estrellas, le pareció de pronto que se había aproximado más que nunca a la zona prohibida, pero justo en su umbral se desplomó al suelo como sacudido por un ataque de epilepsia.

Todo aquel verano transcurrió para él en un estado de entumecimiento melancólico como los que provocan las convalecencias hospitalarias.

Resuelto a eludir riesgos, se resistió a dejarse arrastrar por una nueva tentación: tratar, sobre la base de su ingente investigación, de reconstruir día a día, estación a estación, la crónica terrenal de lo que podía haber sucedido entre Rovena St. y Besfort Y. durante las cuarenta últimas semanas de sus vidas. Sabía que, de acuerdo con la idea de Platón, esa crónica no podía ser más que un pálido reflejo del modelo perdurable, pero la esperanza de que, partiendo de las apariencias, lograría aproximarse aunque fuera turbiamente al referido modelo no le concedía reposo.

No resultaba cosa fácil ese proyecto de reproducir sus cuarenta últimas semanas. El empeño parecía imposible. Era una materia que se dilataba, relampagueaba, se encabritaba.

A veces le parecía que conseguiría dominarla mejor si la desmenuzaba en días o en meses, otras en actos o en cantos, como en las epopeyas antiguas.

Había oído decir que eran precisos cuatro días enteros para recitar la Ilíada. Quizás fuera preciso otro tanto para su historia. Como para cualquier historia, con ésta necesitaría recorrer tres fases: imaginarla sin palabras, luego revestirla de ellas y finalmente relatarla a los demás.

Un presentimiento le decía que sólo sería capaz de realizar la primera.

Y de este modo, una noche de finales de verano, se dispuso realmente a imaginarla. Pero tal evocación no solamente resultaba agobiante, sino que llevaba consigo tanto afán y tanta bondad que lo extenuó más que cualquier otra cosa que hubiera vivido hasta entonces.

Segunda parte

1

Cuadragésima semana. Hotel. Mañana

Como es frecuente en los hoteles, le pareció que el despertar procedía de la ventana. Por un instante mantuvo los ojos clavados en las cortinas, como si éstas le fueran a desvelar de qué hotel se trataba. Pero nada se le revelaba aún, ni siquiera el nombre de la ciudad donde se encontraba. En cuanto al sueño que acababa de tener, le pareció que aún estaba en condiciones de reproducirlo con precisión.

Volvió la cabeza del otro lado. Sobre la almohada, los cabellos de Rovena, esparcidos en desorden, hacían parecer más frágiles no sólo su rostro sino también sus hombros desnudos.

A Besfort Y. le había parecido siempre que la nuca y los brazos suaves de las mujeres, con su atrayente apariencia, formaban parte de esos artificios bélicos que los ejércitos utilizan para confundir al enemigo.

Nueve años atrás, ésa era la impresión que le había producido Rovena, cuando, por primera vez, salió del baño para tenderse junto a él: frágil como si se le fuera a romper entre los brazos, y fácil de dominar. Más abajo, su pecho, menudo también como el de una adolescente, sin duda formaba asimismo parte integrante de la estratagema. Seguía el vientre, un nuevo señuelo. En su extremo, oscuro y amenazador bajo la marca del toisón negro, se escondía el último parapeto. Allí es donde él había sido vencido.

Sigiloso para no despertarla, levantó el cobertor y, al igual que decenas de veces antes, contempló su bajo vientre y el lugar de su rendición. Era probablemente el único caso en el mundo en que sin una derrota no existía felicidad.

La volvió a cubrir con idéntico cuidado y miró el reloj. Se acercaba la hora de su despertar. Quizás tuviera aún tiempo para contarle su sueño, antes de que se esfumara y se tornara inenarrable.

Todo aquello se había repetido tantas veces de un hotel en otro, se dijo para sus adentros, sin saber con exactitud qué significaba ese «todo aquello».

En el sueño se había visto almorzando con Stalin. Todo parecía tan natural que ni siquiera la metamorfosis de Stalin, cuyo rostro adquiría insistentemente la fisonomía del de un compañero de clase del instituto, un tal Thanas Rexha, le había causado ninguna impresión particular. Tengo la mano derecha dormida, es el cuarto día que me pasa, le había dicho Stalin colocándole delante unas hojas de papel. Fírmame tú estos dos decretos.

Mientras ponía su rúbrica sobre el primero, quiso preguntarle de qué se trataba, pero entre tanto el otro ya se había adelantado a su pregunta: Échale una ojeada si quieres, aunque esto es secreto. Aunque no se sentía particularmente deseoso de hacerlo, sin embargo, más por darle gusto que por curiosidad, le había echado una mirada al segundo documento. Era extremadamente complicado, con cláusulas que parecían excluirse las unas a las otras, y al llegar a este punto volvió a acordarse de Thanas Rexha, quien, después de haber obtenido sucesivamente dos notas de suspenso en la asignatura de historia, justamente en la clase en que se hablaba del pacto de no agresión germano-soviético en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, había abandonado la escuela.

Qué sueño más insensato, se dijo. Tenía la impresión de que había tenido continuación, pero no encontraba modo de acordarse. Tras apartarse de las cortinas, sus ojos se posaron de nuevo sobre el rostro de Rovena. En sus párpados aún cerrados le pareció captar la huidiza inquietud, como un batido de alas de golondrina, que precede al despertar. Dado que habitualmente se levantaba el primero, había escudriñado innumerables veces su rostro dormido, convencido de que una mujer enamorada no abría los ojos por la mañana de la misma forma que las demás.

Rovena no despertó todavía y él, tras levantarse, se acercó a la ventana de la antecámara, la que se encontraba más alejada de la cama. Apartó levemente la cortina y contempló, como helado, la calle donde los árboles dejaban caer multitud de hojas amarillentas.

Por su mente, sin causa aparente, comenzaron a desfilar nombres de hoteles en los que habían pasado la noche juntos. Plazza, Intercontinental, Palace, Don Pepe, Sacher, Marriott. Sus letreros se iluminaban alternativamente con un brillo pálido, azul, anaranjado, rojo, y dos o tres veces se preguntó: ¿a qué venía aquella oleada?, ¿por qué los traía a la memoria como quien busca el auxilio de alguien?

Sintió una corriente de aire frío en los hombros y se volvió para dirigirse al baño. De la parte baja del gran espejo emanaban los mismos fulgores pálidos, esta vez procedentes de los objetos de tocador de ella: perfumes, peines, cremas. Debido al trato regular con su rostro, algo se habían apropiado de él con el paso de los años.

Entre sus momentos más hermosos retenía aquel en que tomaba asiento junto a la bañera mientras ella continuaba sumergida. Bajo la superficie del agua, la mancha de su pubis cambiaba constantemente de forma, se enturbiaba, se difuminaba, como si adquiriera dobles sentidos. Mientras se sumía en aquella contemplación, le parecía que era precisamente allí, en aquella turbiedad, donde parecía comenzar el distanciamiento de la mujer.

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