Charlaine harris - Corazones muertos

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Tex Sookie tiene una racha de mala suerte. Su compañero de trabajo ha sido asesinado, la ataca una criatura que la inflige un corte venenoso y la salvan unos vampiros que le chupan el veneno de las venas. Cuando estos le piden un favor, acepta. Y pronto estará usando sus habilidades telepáticas buscando a un vampiro desaparecido. Solo pone una condición: los vampiros deben prometer que se van a comportar y dejar a los humanos indemnes… Más fácil de decir que de hacer.

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– Huele a las mil maravillas -dijo Bill, para mi sorpresa. Se inclinó y olisqueó. Bill no respiraba, así que no me imaginaba cómo era capaz de oler, pero lo hacía-. Si lo llevaras como perfume, te comería sin dudarlo.

– Ya lo has hecho.

– Otra vez.

– No me lo puedo creer. -Me serví otra taza de café. Miré el pastel, aún extasiada-. Ni siquiera tenía idea de que supiera dónde vivo.

Bill pulsó el botón del contestador.

– Señorita Stackhouse -dijo la voz de una anciana aristócrata sureña-. Llamé a la puerta, pero debía usted de estar muy ocupada. Le dejé un pastel de chocolate, ya que no sabía cómo agradecerle lo que Portia me ha dicho que usted hizo por mi nieto Andrew. Algunas personas me han comentado que el pastel está muy bueno. Espero que usted lo disfrute. Si en algún momento le puedo ser de ayuda, dígamelo.

– No ha dicho su nombre.

– Caroline Holliday Bellefleur espera que todo el mundo sepa quién es.

– ¿Quién?

Eché una mirada a Bill, que estaba junto a la ventana. Yo estaba sentada sobre la mesa de la cocina, bebiendo café en una de las tazas adornadas con flores de mi abuela.

– Caroline Holliday Bellefleur.

Bill no podía empalidecer más, pero su turbación me resultó igual de obvia. Se sentó de golpe en la silla de enfrente.

– Sookie ¿me haces un favor?

– Claro, cariño. Dime.

– Ve a mi casa y tráeme la Biblia que tengo en la librería acristalada del pasillo.

Parecía muy molesto, así que agarré las llaves del coche y conduje vestida aún con mi albornoz, con la esperanza de no encontrarme a nadie conocido por el camino. Poca gente vivía por la zona, y menos gente aún estaría fuera a las cuatro de la mañana.

Llegué a la casa de Bill y encontré la Biblia justo en el lugar donde había dicho. La saqué de la librería con mucho cuidado. Era muy antigua. Estaba tan nerviosa que casi tropecé con los escalones de casa. Bill seguía donde lo había dejado. Cuando deposité la Biblia delante de él, la contempló durante largo tiempo. Comencé a dudar si la cogería. Pero no pidió ayuda, así que aguardé. Por fin colocó la mano sobre ella, y los níveos dedos acariciaron la cubierta de cuero. El libro era enorme, y la letra dorada de la cubierta muy elaborada.

Bill abrió el libro con delicadeza y giró la página. Miraba un árbol genealógico, escrito con tinta desvaída y diferente letra en cada entrada.

– Estas son mías -susurró-. Estas de aquí. -Señaló unas pocas líneas.

Tenía el corazón en la garganta cuando rodeé la mesa para mirar por encima de él. Puse la mano sobre su hombro con la intención de recordarle el presente.

Apenas lo podía leer.

«William Thomas Compton», había escrito su madre, o tal vez su padre. «Nacido el 9 de abril de 1840». Otra entrada indicaba: «Fallecido el 25 de noviembre de 1868».

– Tienes un cumpleaños -comenté antes de darme cuenta de la estupidez que había soltado. Nunca había caído en la cuenta de que tuviera uno.

– Fui el segundo hijo -dijo Bill-. El único que creció.

Recuerdo que Robert, el hermano mayor de Bill, había muerto cuando tenía doce años o algo así, y otros dos niños habían muerto en la infancia. Todos estos nacimientos y muertes habían quedado registrados en la página que descansaba bajo los dedos de Bill.

»Sarah, mi hermana, murió sin hijos. -Ya me lo había dicho-. Su marido, un hombre joven, murió en la guerra. Todos los hombres jóvenes morían en la guerra. Pero yo sobreviví, solo para caer después. Esta es la fecha de mi muerte, al menos en lo que respecta a mi familia. Está escrita con la letra de Sarah.

Apreté los labios para no emitir ni un sonido. Había algo en la voz de Bill y en la forma en que tocaba la Biblia que emanaba un profundo pesar. Los ojos se me llenaron de lágrimas.

»Aquí está el nombre de mi esposa -dijo, con voz más queda a cada segundo que pasaba.

Me incliné una vez más para leer: «Caroline Isabelle Holliday». Por un segundo, la habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor, hasta que me di cuenta de que no podía ser.

»Y tuvimos hijos -continuó-. Tres hijos.

Sus nombres también estaban allí. «Thomas Charles Compton, n. 1859». Había quedado embarazada justo después de casarse.

Nunca tendría un hijo con Bill.

«Sarah Isabelle Compton, n. 1861». Llamada así por su tía y por su madre. Había nacido justo cuando Bill había marchado a la guerra. «Lee Davis Compton, n. 1866». Nació justo cuando él volvió a casa. «Muerto en 1867», había añadido una mano diferente.

»Los bebés morían como moscas por entonces -susurró Bill-. Tras la guerra no teníamos nada, ni siquiera medicinas.

Estaba a punto de largarme de la cocina, pero me di cuenta de que si Bill era capaz de aguantarlo, yo debía hacerlo también.

– ¿Y los otros dos niños? -inquirí.

– Vivieron -dijo, y la tensión de su cara disminuyó un poco-. Entonces fue cuando los abandoné. Tom solo tenía nueve años cuando morí, y Sarah contaba con siete. Era rubia, como su madre. -Bill sonrió un poco, una sonrisa que nunca había visto antes reflejarse en su cara. Tenía un toque muy humano. Era como ver a una persona diferente sentada allí, en la cocina, alguien que no era el mismo con quien había hecho el amor hacía una hora. Saqué un pañuelo de papel de la caja y me limpié la cara. Bill estaba llorando; le alargué otro. Me miró con sorpresa, como si hubiera esperado ver algo diferente…, tal vez un pañuelo de algodón con iniciales. Se lo pasó por las mejillas. El pañuelo se volvió rojo.

– Nunca los volví a ver -comentó-. No volví hasta que ya no quedó posibilidad alguna de que siguieran vivos. Hubiera sido muy cruel. -Siguió leyendo la página-. Mi descendiente Jessie Compton, de quien recibí mi casa, fue el último de mi línea directa -dijo Bill-. La línea de mi madre también se fue perdiendo; los actuales Loudermilk son solo parientes lejanos. Pero Jessie desciende de mi hijo Tom, y por lo que parece, mi hija Sarah se casó en 1881. ¡Sarah tuvo un niño! ¡Tuvo un niño! ¡Cuatro niños! Pero uno nació muerto.

Ni siquiera me veía capaz de mirar a Bill. En su lugar, fijé la vista en la ventana. Había comenzado a llover. A mi abuela le encantaba su tejado de hojalata, así que cuando tocó cambiarlo tuvimos que buscar otro igual. El repiqueteante sonido de la lluvia era el más relajante que conocía. Pero no aquella noche.

»Fíjate, Sookie -dijo Bill, a la vez que señalaba-. ¡Mira! La hija de Sarah, llamada Caroline por su abuela, se casó con un primo suyo, Matthew Phillips Holliday. Y su segunda hija fue Caroline Holliday. -La cara le brillaba.

– Así que la vieja señora Bellefleur es tu tataranieta.

– Sí.

– Entonces, Andy -continué, antes de pararme a pensar-, es tu, eh, tata-tata-tata-tataranieto. Y Portia…

– Sí -añadió, algo menos contento.

No tenía ni idea de qué decir, así que por una vez me callé. Después de un rato pensé que estaría mejor sin mí, por lo que traté de escurrirme hacia la cocina.

– ¿Qué es lo que les hace falta? -me preguntó, agarrándome del brazo.

De acuerdo.

– Dinero -repliqué de inmediato-. No les puedes ayudar con sus problemas personales, pero no andan muy bien de ingresos. La vieja Bellefleur no dejará la casa, pase lo que pase, y eso está acabando con sus ahorros.

– ¿Es orgullosa?

– Has escuchado su mensaje. Si no supiera que su segundo nombre es Holliday, «Orgullosa» hubiera sido mi primera opción. -Le eché un vistazo-. Supongo que le viene de familia.

Ahora que Bill sabía que podía ayudar a sus descendientes, parecía sentirse mucho mejor. Estaba segura de que pasaría un par de días recordando, pero no me molestaba. Aunque si se proponía convertir a Andy y Portia en preocupaciones constantes, sería algo más problemático.

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