– Oh -dijo con tanta felicidad como alguien que acaba de recibir un regalo-. ¡Qué orgulloso eres! ¿Eres un rey? ¿Un gran soldado?
– No -respondió Mike-. Regento una funeraria. -No parecía muy seguro de sí-. ¿Qué es usted, señorita?
– ¿Alguna vez has visto algo como yo?
– No -dijo él, y los demás sacudieron la cabeza.
– ¿No recuerdas mi primera visita?
– No, señora.
– Pero ya me has hecho una ofrenda antes.
– ¿Yo? ¿Una ofrenda?
– Sí, cuando mataste al hombrecillo negro. El guapo. Era uno de mis servidores inferiores, y un adecuado tributo. Te agradezco el que lo dejaras fuera del bar; los bares son unos de mis lugares favoritos. ¿No me pudiste encontrar en los bosques?
– Señora, no hicimos ninguna ofrenda -dijo Tom Hardaway, con la piel oscura llena de pelillos erizados y el pene encogido.
– Yo te vi -dijo ella.
El silencio descendió sobre nosotros. Los bosques alrededor del lago, siempre llenos de pequeños ruidos y movimiento, enmudecieron. Muy, muy despacio, me puse de pie al lado de Bill.
»Me encanta la violencia del sexo, me encanta la temeridad del alcohol -dijo, soñadora-. Puedo recorrer kilómetros y kilómetros solo para no perderme el final.
El miedo que brotaba de los presentes comenzó a afectarme. Me cubrí la cara con las manos. Levanté los escudos más fuertes que fui capaz, pero apenas contenían el terror. Se me arqueó la espalda y me mordí la lengua para no hacer ningún ruido. Sentí a Bill girarse hacia mí, y de repente Eric apareció al otro lado; entre ambos me estrujaban. No era muy erótico el ser aplastada por dos vampiros en aquellas circunstancias. Su deseo de que guardara silencio me atemorizaba aún más, ya que, ¿qué podía asustar a un par de vampiros? El perro se apretó contra nuestras piernas, como si nos ofreciera su protección.
– Lo golpeaste durante el sexo -dijo la ménade a Tom-. Lo golpeaste porque eres orgulloso, y su servilismo te disgustaba y excitaba. -Extendió su mano huesuda para acariciar la cara oscura de Tom. Pude verle el blanco de los ojos-. Y tú -golpeó con suavidad a Mike con la otra mano-, tú también lo golpeaste, abrumado por la locura del momento. Entonces él amenazó con contarlo todo. -La mano de la ménade soltó a Tom y acarició a su mujer, Cleo. Esta se había puesto un jersey antes de salir, pero no lo llevaba abotonado.
Ya que aún no había atraído la atención de nadie, Tara comenzó a retroceder. Era la única que no estaba paralizada por el miedo. Capté una diminuta chispa de esperanza en su interior, el deseo de sobrevivir. Se metió bajo una mesa de hierro de la cubierta, se hizo un ovillo y apretó los ojos con fuerza. Estaba haciéndole un montón de promesas a Dios sobre su futura conducta si conseguía salir de aquella. El hedor del miedo de los otros llegó al paroxismo y me invadieron unos temblores al tratar de resistir tal avalancha de emisiones. No era yo misma. Solo existía el miedo. Eric y Bill se agarraron de los brazos para mantenerme inmóvil entre ambos.
Jan, desnuda, había sido ignorada por completo por la ménade. Supuse que no había nada en ella que llamara la atención de la criatura; Jan no era orgullosa, solo patética, y no se había tomado ni una copa aquella noche. Utilizaba el sexo para olvidarse de sí misma…, lo que nada tenía que ver con dejarse llevar en mente y cuerpo en un momento de maravillosa locura. Esforzándose, como siempre, en ser el centro del grupo, Jan cogió la mano de la ménade con una sonrisa coqueta. De repente empezó a convulsionarse; los ruidos de su garganta eran horribles. Echaba espumarajos por la boca y los ojos se le pusieron en blanco. Cayó sobre la cubierta y escuché sus tacones repiquetear contra la madera.
El silencio volvió. Pero algo crecía a unos pocos metros del grupo de cubierta: algo terrible, algo puro y espantoso. Su miedo aminoró un tanto y mi cuerpo se calmó. La tremenda presión de mi cabeza cedió. Pero una nueva fuerza ocupó su lugar, y era indescriptiblemente bella y malvada hasta la médula.
Se trataba de locura en estado puro. Locura sin sentido. De la ménade manaba la rabia berserker , la lujuria del saqueo, el orgullo más puro. Las sensaciones me arrollaron cuando la gente de la cubierta se vio abrumada. Me agité con violencia cuando la locura se vertió desde Calisto y se coló en los cerebros de los reunidos. Solo la mano de Eric sobre mi boca evitó que gritara como ellos. Lo mordí y saboreé su sangre, y lo escuché gruñir de dolor.
El griterío siguió y siguió y siguió, y entonces se produjeron sonidos horrorosos y húmedos. El perro, apretado contra nuestras piernas, gruñó.
De repente, todo acabó.
Me sentía como una marioneta a la que le hubieran cortado las cuerdas. Me dejé caer. Bill me cogió y me colocó una vez más sobre el capó del coche de Eric. Abrí los ojos. La ménade me miraba. Sonreía de nuevo y estaba bañada en sangre. Era como si alguien le hubiera vaciado un cubo de pintura roja sobre la cabeza; su pelo estaba empapado, así como cada rincón de su cuerpo desnudo, y hedía a ese olor cobrizo hasta un límite insoportable.
– Estuviste cerca -me dijo con una voz tan dulce como el sonido de una flauta. Se movió con pesadez, como si se hubiera atiborrado de comida-. Estuviste muy cerca. Quizá tanto como jamás estarás. O tal vez no. Nunca he visto a nadie enloquecer por la locura de otros. Un pensamiento entretenido.
– Entretenido para ti, tal vez -susurré.
El perro me mordió la pierna para hacerme volver en mí. Ella lo miró.
– Mi querido Sam -murmuró-. Cariño, te tengo que dejar.
El perro la miró con ojos cargados de inteligencia.
«Hemos pasado noches estupendas corriendo entre los bosques -dijo, sin dejar de agitar la cabeza-. Cazando conejos, mapaches…
El perro agitó la cola.
«Haciendo otras cosas.
El perro puso cara de felicidad y jadeó.
»Pero es hora de que me vaya, cariño. El mundo está lleno de bosques y de gente que necesita aprender la lección. Debo recibir mi tributo. No han de olvidarme. Me lo deben -dijo con voz hastiada-, me deben la locura y la muerte.
Se marchó en dirección al lindero del bosque.
»A fin de cuentas -dijo por encima del hombro-, la temporada de caza no dura siempre.
Aunque me lo hubiera propuesto, no podría haber caminado hasta la cubierta para comprobar lo que había ocurrido. Bill y Eric parecían impactados, y cuando eso ocurre lo mejor es que no vayas a investigar.
– Tendremos que quemar la cabaña -dijo Eric a unos metros de mí-. No hubiera estado mal que Calisto se hubiera ocupado de su destrozo.
– Nunca lo hace -dijo Bill-. Eso es lo que he oído. Es la locura. ¿Crees que a la locura le importa esto?
– Ni idea -dijo Eric. Por el ruido que hacía diría que estaba arrastrando algo. Algo pesado. Sé de unos cuantos locos como cabras que son bastante astutos.
– Cierto -convino Bill-. ¿Dejamos un par en el porche?
– ¿Tú qué crees?
– Tienes razón de nuevo. Es una noche extraña; estamos de acuerdo en demasiadas cosas.
– Me llamó y me pidió ayuda. -Eric respondía más al sentido implícito de la frase que a la afirmación de Bill.
– De acuerdo. Pero recuerda nuestro acuerdo.
– ¿Cómo iba a olvidarlo?
– Sabes que Sookie no está oyendo.
– Por mí no hay problema alguno -dijo Eric, y rió. Contemplé la noche y me pregunté, con no mucho interés, de qué demonios hablaban. Ni que yo fuera Rusia, esperando a ser dividida por algún dictador. Sam descansaba a mi lado, de nuevo en forma humana y desnudo. Hasta entonces no me había preocupado. El frío no lo molestaba, ya que era un cambiaforma.
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