– Oh, Sam -dije casi llorando-. Lo siento mucho. No sabía que Eric estaría esperándome y es evidente que tampoco sabía que el rey llegaría detrás. Aún no sé qué hacía allí. Lo siento mucho -repetí, y lo repetiría un centenar de veces si con ello conseguía eliminar aquel tono de la voz de Sam.
– No ha sido culpa tuya -dijo-. Fui yo quien le pidió a Eric que viniese. Es culpa de ellos. No sé qué hacer para alejarte de ellos.
– Ha sido horrible, pero me parece que no te lo estás tomando como deberías.
– Lo único que quiero es que me dejen en paz -dijo inesperadamente-. No quiero verme involucrado en temas políticos sobrenaturales. No quiero tener que tomar partido en toda esa mierda de los hombres lobo. No soy un hombre lobo. Soy un cambiante, y los cambiantes no están organizados. Somos demasiado distintos. Y odio el politiqueo de los vampiros más aún que el de los hombres lobo.
– Estás enfadado conmigo.
– ¡No! -Me dio la impresión de que le costaba decir lo que iba a decir-. ¡Tampoco quiero todo eso para ti! ¿No eras más feliz antes?
– ¿Te refieres a antes de que conociera a los vampiros? ¿A antes de que conociera todo ese mundo que está más allá de todos los límites?
Sam asintió.
– En cierto sentido sí. Estaba bien eso de tener un camino claro por delante de mí -dije-. El politiqueo y las batallas me tienen harta. Pero mi vida no era ningún regalo, Sam. Cada día tenía que pelear para actuar como si fuera una persona normal y corriente, como si no supiera todo lo que sé sobre las demás personas. El engaño y la infidelidad, los pequeños actos deshonestos, la falta de consideración. Las opiniones realmente horribles que los unos tienen de los otros. Su falta de caridad. Cuando sabes todo eso, resulta complicado salir adelante. Conocer el mundo sobrenatural lo pone todo en una perspectiva distinta. No sé por qué. Las personas no son ni mejores ni peores que los seres sobrenaturales, y tampoco son todo lo que existe.
– Supongo que te comprendo -dijo Sam, aunque algo dubitativo.
– Además -dije muy despacio-, me gusta que me valoren precisamente por lo mismo que lleva a la gente normal a pensar que estoy loca.
– Esto sí que lo entiendo -dijo Sam-. Pero eso tiene un precio.
– Oh, de eso no me cabe la menor duda.
– ¿Estás dispuesta a pagarlo?
– Hasta cierto punto.
Enfilamos el camino de acceso a mi casa. No había luces encendidas. La pareja de brujas debía de haberse acostado ya pues, de lo contrario, estarían charlando o formulando hechizos.
– Llamaré a Dawson -dijo Sam-. Mirará el coche para ver si puedes conducirlo o lo llevará en una grúa hasta su taller. ¿Crees que encontrarás a alguien que te lleve hasta el trabajo?
– Sí, seguro que sí -dije-. Puede llevarme Amelia.
Sam me acompañó hasta la puerta trasera como si me estuviese llevando a casa después de una cita. La luz del porche estaba encendida, todo un detalle por parte de Amelia. Sam me abrazó, lo cual fue para mí una auténtica sorpresa, y acercó su cabeza a la mía. Nos quedamos los dos disfrutando un buen rato de nuestro mutuo calor.
– Sobrevivimos a la guerra de los hombres lobo -dijo-. Superaste el golpe de estado de los vampiros. Ahora nos hemos salvado del ataque del guardaespaldas enloquecido. Espero que sigamos así.
– Ahora eres tú el que empieza a asustarme -dije al recordar todas las demás cosas a las que también había sobrevivido. Podría estar muerta, no me cabe la menor duda.
Me rozó la mejilla con sus cálidos labios.
– A lo mejor es bueno que sea así -dijo, y se volvió para regresar a su coche.
Lo miré subir al mismo y echar marcha atrás. A continuación, abrí la puerta y me dirigí a mi habitación. Después de la adrenalina, el miedo y el ritmo acelerado de vida (y muerte) del aparcamiento del Merlotte's, mi habitación parecía un lugar tranquilo, limpio y seguro. Aquella noche había hecho todo lo posible por matar a alguien. Había sido pura casualidad que Sigebert sobreviviera a mi intento de homicidio con coche. Por dos veces. Me di cuenta de que no sentía ningún tipo de remordimiento. Sería un fallo por mi parte, pero en aquel momento me daba igual. Es evidente que había cosas de mi carácter que no aprobaba y quizá, de vez en cuando, tenía momentos en los que no me gustaba mucho cómo era. Pero afrontaba los días tal y como llegaban, y hasta el momento había sobrevivido a todo lo que la vida me había puesto por delante. Sólo cabía esperar que la supervivencia valiera el precio que tenía que pagar por ella.
Para consuelo mío, me desperté en una casa vacía. Los impulsos mentales de Amelia y Octavia no estaban bajo mi tejado. Permanecí acostada en la cama disfrutando de aquella idea. Tal vez cuando volviera a tener un día libre, podría pasarlo completamente sola. No me parecía una posibilidad muy factible, pero las chicas podemos soñar, ¿no? Después de planificar la jornada (llamar a Sam para averiguar el estado de mi coche, pagar algunas facturas, ir a trabajar…), me metí en la ducha y me lavé a fondo. Utilicé toda el agua que me apeteció. Me pinté las uñas de los pies y de las manos, me puse unos pantalones de chándal y una camiseta y me preparé café. La cocina estaba reluciente; bendita sea Amelia.
El café estaba estupendo, la tostada untada con mermelada de arándanos, deliciosa. Incluso mis papilas gustativas se sentían felices. Después de limpiar los cacharros del desayuno, canturreaba por el puro placer de estar sola. Regresé a mi habitación para hacer la cama y maquillarme un poco.
Y, naturalmente, fue entonces cuando una llamada a la puerta de atrás casi me hace saltar del susto. Pisé unos zapatos de camino a la puerta.
Era Tray Dawson, sonriente.
– Hola, Sookie, tu coche está bien -dijo-. He tenido que hacer algunos cambios aquí y allá y ha sido la primera vez que saco ceniza de vampiro de un chasis, pero el coche funciona.
– ¡Oh, gracias! ¿Quieres pasar?
– Sólo un minuto -dijo-. ¿Tendrás por casualidad una Coca-Cola en la nevera?
– Claro que sí. -Le serví el refresco, le pregunté si le apetecían unas galletas o un sándwich de mantequilla de cacahuete para acompañarlo y, después de que rechazara mi oferta, me disculpé para poder acabar de maquillarme. Me imaginé que Dawson me acompañaría hasta el coche, pero resultó que había venido con él hasta casa, por lo que era yo quien debía llevarlo de vuelta.
Me senté en la mesa, delante de aquel hombretón, con el talonario abierto y un bolígrafo y le pregunté cuánto le debía.
– Ni un centavo -dijo Dawson-. El nuevo lo ha pagado.
– ¿El nuevo rey?
– Sí, me llamó a media noche. Me contó la historia, más o menos, y me preguntó si podía echarle un vistazo al coche a primera hora de la mañana. Cuando llamó estaba despierto, de modo que no me molestó. Esta mañana me he acercado al Merlotte's y le he dicho a Sam que había desperdiciado una llamada telefónica porque ya estaba al corriente del asunto. Sam ha conducido el coche hasta el taller y yo le he seguido. Lo hemos subido al potro y lo he mirado a fondo.
Un discurso muy largo para Dawson. Guardé el talonario en el bolso y le escuché con atención. Le pregunté si le apetecía más Coca-Cola señalándole el vaso con el dedo. Negó con la cabeza para darme a entender que ya había bebido bastante.
– Hemos tenido que apretar unas cuantas cosas, sustituir el depósito de líquido del limpiaparabrisas. Sabía que en Rusty's Salvage tenían otro coche como el tuyo y no he tardado nada en arreglarlo todo.
No pude sino darle de nuevo las gracias. Acompañé a Dawson a su taller. Desde la última vez que había estado allí, vi que había arreglado el jardín delantero de su casa, una casita modesta pero aseada justo al lado del taller. Dawson había almacenado además en algún lado todas las piezas de moto, en lugar de tenerlas por allí tiradas, una solución útil pero poco atractiva. Y su camioneta estaba impoluta.
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