Charlaine Harris
Muerto hasta el anochecer
Nº 1 Serie Vampiros Sureños
Con mi agradecimiento y aprecio a la
gente que pensó que este libro era una buena idea:
Dean James, Toni L.P. Kelner y Gary y Susan Nowlin
Cuando el vampiro entró en el bar, yo llevaba años esperándolo.
Desde que los vampiros habían empezado a salir del ataúd (como se suele decir medio en broma) cuatro años atrás, había estado deseando que uno viniera a Bon Temps. Si en nuestro pequeño pueblo ya teníamos a todas las demás minorías, ¿por qué no la más nueva, los muertos vivientes reconocidos por la ley? Pero, al parecer, el norte rural de Luisiana no resultaba demasiado atrayente para los vampiros. Por el contrario, Nueva Orleans era un auténtico punto focal para ellos: todo por Anne Rice, ¿verdad?
No hay tanta distancia en coche desde Bon Temps a Nueva Orleans, y todos los que venían al bar decían que, en aquella ciudad, si tirabas una pedrada a una esquina acertarías a un vampiro. Solo que era mejor no hacerlo.
Pero yo estaba esperando mi propio vampiro.
Se puede decir, sin miedo a equivocarse, que no salgo mucho. Y no es porque no sea guapa. Lo soy: rubia, de ojos azules y veinticinco años, y mis piernas son firmes, mis pechos apreciables y tengo una cintura de avispa. Tengo muy buen aspecto con el uniforme de camarera de verano que nos dio Sam: pantaloncitos negros, camiseta y calcetines blancos y unas Nike negras.
Pero tengo una discapacidad. O al menos yo trato de considerarla así. Los clientes del bar simplemente dicen que estoy loca.
En cualquier caso, el resultado es que casi nunca tengo una cita. Así que cualquier detalle es muy importante para mí. Y él se sentó en una de mis mesas: el vampiro.
Supe de inmediato lo que era. Me sorprendió que nadie más se girara para contemplarlo. ¡No se daban cuenta! Pero vi que su piel resplandecía levemente y estuve segura.
Podría haber bailado de alegría, y de hecho me marqué unos pasos junto a la barra. Sam Merlotte, mi jefe, alzó la mirada del cóctel que estaba mezclando y me dedicó una leve sonrisa. Cogí una bandeja y el bloc y me dirigí a la mesa del vampiro. Confié en que mi pintalabios se mantuviera todavía en su sitio y que la coleta estuviera bien puesta. Soy bastante nerviosa, y noté que una sonrisa me tiraba hacia arriba de las comisuras de los labios.
Él parecía perdido en sus pensamientos, así que pude echarle un buen vistazo antes de que alzara la mirada. Calculé que rondaba el metro ochenta. Tenía el pelo castaño y largo, peinado recto hacia atrás; le llegaba hasta el cuello y sus largas patillas parecían de alguna manera anticuadas. Era pálido, por supuesto; de hecho estaba muerto, si haces caso a las viejas leyendas. La teoría políticamente correcta, la que los propios vampiros respaldan en público, afirma que aquel chico fue víctima de un virus que lo dejó en apariencia muerto durante un par de días y, a partir de ese momento, alérgico a la luz del sol, a la plata y al ajo. Los detalles dependían del periódico que escogieras: en aquellos días, estaban llenos de artículos sobre vampiros.
El caso es que tenía unos labios adorables, esculpidos con delicadeza, y cejas oscuras y arqueadas. Su nariz surgía de forma súbita justo entre los arcos, como la de un príncipe de un mosaico bizantino. Cuando al fin alzó la vista, descubrí que sus iris eran incluso más oscuros que su pelo, y la córnea de los ojos extraordinariamente blanca.
– ¿En qué puedo servirle? -le pregunté, feliz casi más allá de las palabras. Él alzó las cejas.
– ¿Tenéis sangre sintética embotellada? -preguntó.
– ¡No, lo siento! Sam encargó algunas botellas, deberían llegar la semana que viene.
– Entonces vino tinto, por favor -dijo con una voz fina y clara, como un riachuelo sobre piedras alisadas. Me reí en voz alta, pues era demasiado perfecta.
– No se enfade con Sookie, señor, está loca -intervino una voz familiar desde el reservado que había junto a la pared. Toda mi alegría se desinfló, aunque pude notar que la sonrisa aún tensaba mis labios. El vampiro me miraba fijamente, contemplando la vida que desaparecía de mi cara.
– Le traeré su vino de inmediato -dije, y me alejé con grandes zancadas, sin mirar siquiera el rostro engreído de Mack Rattray. Iba al bar casi cada noche; él y su esposa Denise. Yo los llamaba la Pareja Rata. Habían hecho todo lo posible por hacerme la vida miserable desde que se trasladaron a la caravana de alquiler en Four Tracks Corner. Por aquel entonces abrigaba la esperanza de que se largaran de Bon Temps tan de improviso como habían venido.
La primera vez que entraron en Merlotte's, escuché sus pensamientos sin ninguna discreción. Lo sé, es algo muy ordinario por mi parte, pero estaba aburrida de todos los demás, y aunque me paso la mayor parte del tiempo bloqueando los pensamientos de la gente que tratan de colarse en mi cerebro, a veces me rindo. Así que conocía algunas cosas de los Rattray que tal vez nadie más supiera. Para empezar, sabía que habían estado en la cárcel, aunque no por qué. Además, había leído los sucios pensamientos a los que se entregaba Mack Rattray sobre una servidora. Y después escuché en la mente de Denise que había abandonado a un bebé que tuvo dos años antes, un niño que no era de Mack. Y encima no dejaban propina.
Sam llenó un vaso con el tinto de la casa y lo puso encima de la bandeja mientras observaba de reojo la mesa del vampiro. Cuando me devolvió la mirada, tuve claro que él también sabía que nuestro nuevo cliente era un no-muerto. Los ojos de Sam también son azules, pero de un azul a lo Paul Newman, mientras que los míos son de un azul grisáceo, neblinoso. Sam también es rubio, pero con el pelo áspero, y de hecho no es del todo rubio, sino de una especie de dorado al rojo vivo. Siempre está algo quemado por el sol y, aunque parece enjuto con esas ropas, lo he visto descargar camiones con el pecho descubierto y tiene fuerza de sobra en el torso. Nunca escucho sus pensamientos; es mi jefe, y en el pasado ya he tenido que dejar más de un trabajo por descubrir cosas de mis jefes que hubiera preferido no conocer.
Pero Sam no hizo ningún comentario, se limitó a entregarme el vino. Miré el vaso para asegurarme de que estuviera bien limpio y regresé a la mesa del vampiro.
– Su vino, señor -dije ceremoniosamente, antes de colocarlo con cuidado sobre la mesa, justo delante de él. Me volvió a mirar y yo contemplé todo lo que pude sus adorables ojos-. Que le aproveche -añadí con satisfacción. Detrás, Mack Rattray gritó.
– ¡Eh, Sookie, aquí necesitamos otra jarra de cerveza!
Suspiré y me volví para coger la jarra vacía de la mesa de los Ratas. Me fijé en que Denise estaba en buena forma esa noche: vestía un top sin mangas y unos pantalones muy cortos, y su mata de pelo castaño formaba una maraña a la moda. Denise no era realmente guapa, pero sí tan ostentosa y segura de sí misma que uno tardaba un tiempo en darse cuenta de lo escaso de su belleza.
Un ratito después, observé para mi decepción que los Rattray se habían trasladado a la mesa del vampiro y estaban charlando con él. Pude comprobar que él no respondía demasiado a menudo, pero tampoco se marchaba.
– ¡Mira eso! -comenté disgustada a Arlene, mi compañera camarera. Arlene es pelirroja, pecosa y diez años mayor que yo. Ha estado casada cuatro veces, tiene dos hijos y, de vez en cuando, creo que me considera el tercero.
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