Christine Feehan - Lluvia Salvaje

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¿Qué ha hecho ella? Con una nueva identidad, una muerte simulada y una oportunidad de huir de la traición que la acecha, Rachael ha escapado de un asesino anónimo. Ahora, a miles de millas de su casa, bajo el lujurioso dosel de la selva tropical, encuentra refugio.
¿Dónde se puede esconder? En este mundo de extrañas criaturas camina el más exótico de todas ellas. Su nombre es Río. Un nativo del bosque lleno de fuertes destrezas… alguien para ser deseado. Poseído por sus propios secretos, es digno de ser temido.
¿En quién puede confiar? El pasado de Rachael amenaza tan opresivamente como el calor del bosque, y cuando Río libera los secretos instintos animales que corren por su sangre, Rachael teme que su aislado refugio se haya vuelto un infierno inevitable…

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Permaneció escuchándola, el miedo rompiendo en olas sobre él con el pensamiento de que ella sucumbiera al envenenamiento de la sangre. Su piel quemaba contra la suya. La bañó en agua fría, manteniendo la puerta abierta con el mosquitero colgando tanto en la puerta como alrededor de la cama.

Apagó la linterna para impedir que los bichos entraran. La lluvia persistía, un ritmo constante hasta el siguiente golpe tormentoso aproximadamente una hora más tarde. Rabiaba con bastante fuerza como para hacer volar la lluvia a través del pesado follaje. Río se deslizó de la cama, cruzando el cuarto para cerrar la puerta. Estuvo mucho tiempo mirando hacia fuera a la oscuridad, aspirando el aroma de la lluvia, la llamada de la jungla. Un coro de ranas macho cantaba desafinadamente, cazando alegremente compañeras, añadiendo el señuelo al bosque. Durante un momento lo salvaje estaba sobre él, golpeándole con la necesidad de cambiar, de escapar. Pero la llamada de la mujer era más fuerte. Suspiró y cerró la puerta firmemente, dejando fuera el viento y la lluvia. Dejando fuera los sonidos embriagadores de su mundo. Avanzó lentamente hacia la cama, tirando una manta ligera sobre ambos, rodeándola con los brazos y soldando su cuerpo al suyo. Estaba agotado, pero a su cuerpo le llevó tiempo relajarse, a su mente permitirle irse. Cayó dormido con un cuchillo bajo la almohada y una mujer en los brazos.

CAPÍTULO 4

Eran pesadillas. Simplemente una a continuación de otra. Rachael sentía que vivía en un mar de dolor y oscuridad donde nada tenía sentido excepto por la voz de tono bajo de un hombre que le murmuraba para consolarla. La voz era su salvavidas, atrayéndola desde la oscuridad donde los dientes y las garras destrozaban su cuerpo, donde las balas silbaban alrededor y se estampaban en cuerpos, donde la sangre fluía y horribles criaturas se agazapaban para atacarla.

Las sombras se movían por la habitación. La humedad era opresiva. Un gato resopló. Otro le contestó con un carraspeo parecido a un gruñido. Los sonidos estaban cerca, a no más de unos pocos pies de ella. Cada músculo de su cuerpo reaccionó, contrayéndose de terror, incrementando el dolor de la pierna. No podía mover el cuerpo y cuando giró la cabeza, no pudo ver lo suficiente de la habitación como para localizar la fuente de esos salvajes sonidos de gato.

A veces el viento soplaba una refrescante ráfaga que cruzaba la habitación y se deslizaba sobre ella. La lluvia no paraba de caer. Un continuo, firme ritmo que a la vez la calmaba y la irritaba. Se sentía atrapada y claustrofóbica, confinada en la cama como estaba.

Era humillante necesitar que un hombre cubriera cada una de sus necesidades, especialmente cuando la mayor parte del tiempo no era conciente de quien era él. A veces pensaba que estaba loca cuando las imágenes de las pesadillas acerca de un hombre que tomaba la forma de un leopardo se repetían una y otra vez en su cabeza. Había momentos en los que conocía al hombre, donde era inundada por el amor y la ternura, y momentos donde se enfrentaba a una extraña mirada gatuna que la atemorizaba y hacía que su corazón latiera desenfrenadamente a causa del terror. El paso del tiempo era imposible de determinar. A veces era de día, y otras de noche, pero lo único con lo que contaba era con la voz para que la guiara a través de las pesadillas y la ayudara a encontrar el camino de regreso a la realidad.

Miró sin ver hacia el techo, tratando de no alarmarse por los sonidos de gatos salvajes tan cercanos a ella cuando ni siquiera podía verlos. A través de la ventana, vio nuevamente una sombra que se movía, fuera en el porche. Su corazón se aceleró. El piso crujió.

Rio captó movimiento por el rabillo del ojo y se dio vuelta en el momento en que Rachael trataba de deslizarse por un costado de la cama. Saltó hacia ella, las manos aquietando sus forcejeos.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -El miedo hizo que su voz sonara áspera.

Lo miró directo a los ojos, hundiéndole los dedos en los brazos.

– Están aquí. Él los ha enviado para matarme. Tengo que salir de aquí -Giró la cabeza para mirar temerosamente hacia la esquina de la habitación-. Están allí.

Lo que fuera que veía era real para ella. Estaba tan convencida, que hizo que sintiera escalofríos a lo largo de la espina dorsal.

– Mírame, Rachael -Le enmarcó la cara con las manos, forzándola a que le prestara atención-. No voy a dejar que nada te lastime. Es la fiebre. Ves cosas a causa de la fiebre.

Ella pestañeó rápidamente, sus brillantes ojos comenzando a enfocarse en él.

– Los vi.

– ¿A quien viste? ¿Quién quiere matarte? -se lo había preguntado una docena de veces pero nunca le contestaba.

Trató de apartar la cabeza y permaneció en silencio. Esta vez él le sostenía la cara entre las manos, manteniéndola quieta, enlazando la mirada con la suya.

– Tienes los ojos más hermosos que he visto nunca. Tus pestañas son tan largas. ¿Por qué será que los hombres siempre tienen pestañas preciosas?

Tenía una forma de desequilibrarlo, de perturbar su tranquilidad. Lo encontraba tan exasperante que quería sacudirla.

– ¿Sabes lo estúpido que suena eso? -le reclamó-. Mírame, mujer. Tengo cicatrices por todo el cuerpo. Me han roto la nariz dos veces. Parezco un maldito asesino, no un niño bonito -En el mismo minuto en que las palabras abandonaron sus labios, las lamentó. “Maldito Asesino” colgaba en el aire entre los dos. Con los dientes apretados apartó la mirada de esos ojos enormes, soltando juramentos silenciosamente una y otra vez.

– ¿Rio? -la voz era suave-. Puedo ver el dolor en tus ojos. ¿Es por mi causa? ¿Te lastime de alguna forma? No me gusta lastimar a nadie, y menos a ti. ¿Qué fue lo que dije?

Se pasó los dedos por el desgreñado cabello.

– Por supuesto tenías que estar perfectamente lúcida en este momento. ¿Cómo es eso, Rachael? Hace dos segundos estabas tan lejos que ni siquiera sabías tu nombre.

Se veía tan torturado que le dio un vuelco el corazón.

– ¿Has sido acusado de asesinato?

Paseo la mirada por su rostro, examinando cada pulgada… Con ojos que todo lo veían. Estaba seguro que podía verle hasta el alma. Una feroz cólera que ardía lentamente, escondida profundamente donde nadie podía verla, explotó al liberarse, un holocausto rabioso que no pudo evitar. Ella debería haber tenido miedo. Él tenía miedo. Sabía lo que podía hacer con esa clase de furia, pero la expresión de ella era de compasión, casi amorosa. La mano sana fue hacia su cara, pasándole la punta de los dedos sobre los labios, deslizándose alrededor de su cuello como acunando su cabeza, ofreciéndole, ¿Qué? No lo sabía. ¿Compasión? ¿Amor? ¿Su cuerpo? ¿Ternura?

Ignoró el primer impulso que tuvo de golpearle la mano para alejarla. No podía soportar que lo mirara de esa forma. En cambio le tomó los dedos, llevándole la palma hacia el pecho desnudo, sobre el corazón que le latía enloquecido.

– No sabes nada sobre mí, Rachael. No deberías mirarme de esa forma -no sabía lo que sentía, una mezcla de enojo, dolor y feroz añoranza. Maldición, había superado eso. Superado el deseo. Superado la necesidad- No te entiendo -la voz era más profunda, sonaba casi áspera-. Nada acerca de ti tiene sentido. ¿Por qué no me tienes miedo?

Ella parpadeó. Esos enormes ojos color chocolate, tan oscuros que eran casi negros, ojos en los que un hombre podía perderse.

– Yo te tengo miedo.

– Ahora me estás tomando el pelo.

– No, en serio, te tengo miedo -sus ojos se agrandaron con franca honestidad.

– Bien, maldita sea, ¿Por qué habrías de tenerme miedo cuando he cuidado de ti y he renunciado a mi cama por ti?

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