La emoción lo ahogó. No sabía lo que sentía, sólo que esto lo rodeaba.
– ¿Dije eso? -el paño se movía sobre la elevación de su pecho, insistió en el valle y resbaló por debajo de sus pechos suavemente-. Me sorprendo a veces. Eso suena a una idea muy buena.
– Cuando te miro, hay una luz que te rodea -Su expresión era traviesa, bromista-. Yo diría un halo, pero ciertas partes de tu anatomía parecen alejarte de la santidad.
– O elevarme a ese estado -no tenía ni idea de donde vinieron las palabras o el tono bromista y familiar. Él era siempre brusco y hosco con los forasteros, aunque Rachael no le parecía una forastera. Mojó el paño en el tazón de agua y le permitió remontar la suave elevación de su pecho. Incluso se sentía familiar para él. Conocía su cuerpo con intimidad. Sabía que habría una pequeña marca de nacimiento directamente encima de sus nalgas sobre el lado izquierdo si le diera la vuelta. Conocía la sensación de hundir la lengua en su atractivo ombligo e ir bajando lentamente más abajo. Conocía exactamente el sabor de ella. Estaba en su boca, un sabor fuerte, meloso, picante que siempre lo dejaba ansiando más.
– ¿Me conoces, Rachael? -Se inclinó cerca, su mirada capturando la suya- ¿Cuándo me miras, me conoces?
Ella sacó la mano hacia fuera de modo que las yemas de los dedos descansaron sobre su muslo desnudo.
– ¿Por qué me preguntas eso? Desde luego que te conozco. Me gusta estar en la cama contigo, tus brazos alrededor de mí, escuchando la lluvia. Escuchando el sonido de tu voz y las historias que cuentas -su sonrisa estaba lejos, soñadora-. Eso siempre ha sido mi cosa favorita.
Ella ardía por la fiebre. Su cuerpo estaba tan caliente a su toque que él tenía miedo de que el paño fuera a irrumpir llamas. Bañó sus muñecas y la nuca, comenzando a estar desesperado. El viento refrescó el cuarto pero su cuerpo esta enrojecido de un rojo brillante. Su pierna estaba sucia, hinchada e infectada, la sangre rezumaba de la herida. Su estómago dio sacudidas.
– Rachael -dijo su nombre desesperado. Su palma estaba quemando un agujero a través de su piel donde ella la había dejado.
– Tienes miedo por mí.
– Sí -contestó honestamente. Porque lo tenía. Por ambos. Estaba tan confundido como ella. Bruscamente se levantó y merodeó a través del cuarto hasta estar de pie en la puerta abierta. El viento se extinguía, una calma antes del golpe de la siguiente ola. Estaba malhumorado, agitado e incómodo en su propia casa. La selva le hacía señas, las copas de los árboles balanceándose, las hojas casi plateadas mientras susurraban alrededor de él con su propia y extraña melodía. Encontró el sonido calmante en medio de su incertidumbre.
Rio conocía a Rachael íntimamente, aunque nunca había puesto los ojos sobre ella. Ciertas cosas eran familiares, más que familiares, casi una parte de él, como respirar. Pasó una mano por su pelo, necesitando la paz de la selva. La mirada fija de Rachael lo seguía a cualquier parte donde fuera.
– Mira.
No se giró, no quiso encontrar la evidente apreciación en su mirada cuando lo miraba. No le gustaba el hecho de que el calor entre ellos era una cosa tangible cuando ella estaba tan obviamente enferma.
– Estoy mirando.
Sonaba divertida y por alguna razón, su estómago hizo aquella cosa idiota de saltar que asociaba con ella.
– Duérmete, Rachael -ordenó él severamente-. Voy a intentar la radio otra vez, a ver si puedo conseguirte alguna ayuda. Puedo ser capaz de llevarte desde aquí a algún área abierta donde podemos traer un helicóptero para llevarte al hospital.
Rachael frunció el ceño, sacudió su cabeza con obvia alarma.
– No, no lo hagas. Me quedaré aquí contigo.
– No lo entiendes. Podrías perder tu pierna. No tengo medicinas ni la habilidad apropiada que necesitas. De este modo, vas a tener una masa de cicatrices, y eso si logro salvarla.
Ella siguió sacudiendo la cabeza, sus ojos brillantes que le suplican silenciosamente. Su estómago se apretó. Bruscamente, dio un paso afuera, a la noche, arrastrando el aire a sus pulmones. Lo estaba atando con nudos. No sabía por qué. No lo entendía. No le gustaba o lo quería. No sabía quién era o de dónde venía. No necesitaba esa complicación o el peligro.
– Condenada mujer -refunfuñó mientras estiraba sus brazos hacia la lluvia. Las gotas cayeron, sobre su piel caliente, frescas y tentadoras. Sus venas hervían de vida, palpitaban de deseo. Incluso lejos de ella, sentía su presencia.
No era totalmente humano, ni leopardo. Era una especie separada con las características de ambos. Y era peligroso, capaz de matar, capaz de grandes celos y arrebatos de carácter. El animal en él a menudo dominaba su pensamiento, una criatura astuta, inteligente, pero con defectos. Tenía que estar solo, un reservado y solitario ser por elección. Pocas cosas le tocaban en su mundo cuidadosamente resguardado. Había algo en Rachael que le inquietaba. Malhumorado. El miedo brilló en él, enturbió los bordes de su control.
– Maldita mujer -repitió.
Se estiró otra vez, queriendo la libertad del cambio. Queriendo salir en la noche y simplemente desaparecer. El estado salvaje se alzó en él como un regalo, extendiéndose de tal modo que su piel picó y sus garras se alargaron. Sintió los músculos fluir como acero por su cuerpo. Olió el olor salvaje del gato, lo alcanzó, lo abrazó. Un medio extraordinario de dejar detrás a Rio Santana y todo lo que era, todo lo que había hecho. La piel onduló sobre su cuerpo. Sus músculos se retorcieron, los huesos se rompieron entre tanto su espina dorsal se hizo flexible, mientras su cuerpo tomaba la forma del leopardo.
El leopardo levantó su cabeza y olió la noche. Inhaló el olor de la mujer. Debería haberlo rechazado, incluso arrastrado lejos, tan fuerte como en su forma humana. El gato agitó la punta de su cola, por la plataforma alrededor de la baranda bajo las ventanas y luego saltó a una rama del vecino árbol. A pesar de la lluvia torrencial, el leopardo corrió fácilmente a lo largo de la red de ramas, una carretera encima de la selva forestal. El viento erizó su piel y sopló en su cara pero eso no podía librarlo del olor atractivo de la mujer. Cada paso lejos de ella le provocaba inquietud.
El leopardo dio un suave gruñido de protesta, seguido de un rugido de mal humor. Ella no lo dejaría solo. Adonde él iba, ella iba con él. En su mente. En su revuelto estómago. En su ingle. Él rastrilló sus garras a lo largo del tronco de un árbol, rasgando la corteza en un ataque de vil carácter, arrancando tiras largas. Ella se adhería a él, no le dejaría ir. La lluvia debería haber refrescado su sangre caliente, pero no hizo nada excepto avivar los rescoldos que ardían dentro de él.
Rio debería haber sido capaz de deshacerse de sus preocupaciones humanas y escapar en la mente del animal, pero podía saborearla. Sentirla. Ella estaba en todas partes adonde iba, en todo lo que hacía, en el aire alrededor de él. No había ninguna lógica o explicación de ello. Era una forastera, sin un verdadero nombre o pasado, pero de algún modo le había consumido. Lo alarmaba. No confiaba en ella, y peor, no confiaba en si mismo.
Volvió a la casa en silencio, andando despacio a lo largo del sendero forestal para darse tiempo para pensar. No debería importar tanto que pensara en ella. Era natural. No había tenido una mujer desde hacia mucho tiempo y ahora una yacía en su cama. Río se dijo que tenía que ser lo que era. Un simple caso de lujuria. ¿Qué diablos podría ser cuándo ni siquiera la conocía? Satisfecho de haberlo resuelto, saltó a los árboles y volvió a casa usando la ruta más segura y más rápida.
Rachael flotaba en algún sitio entre el sueño y la conciencia. No podía entender dónde estaba. Todo parecía extraño, nada era como su casa. A veces pensaba que oía voces chillándole, gritándole, exigiéndole cosas que no podía contarles. Otras veces pensaba que estaba perdida en la selva con animales salvajes que la acechaban. Trató de moverse, de arrastrarse fuera del extraño y nebuloso mundo donde parecía estar encerrada.
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