Christine Feehan - Lluvia Salvaje

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¿Qué ha hecho ella? Con una nueva identidad, una muerte simulada y una oportunidad de huir de la traición que la acecha, Rachael ha escapado de un asesino anónimo. Ahora, a miles de millas de su casa, bajo el lujurioso dosel de la selva tropical, encuentra refugio.
¿Dónde se puede esconder? En este mundo de extrañas criaturas camina el más exótico de todas ellas. Su nombre es Río. Un nativo del bosque lleno de fuertes destrezas… alguien para ser deseado. Poseído por sus propios secretos, es digno de ser temido.
¿En quién puede confiar? El pasado de Rachael amenaza tan opresivamente como el calor del bosque, y cuando Río libera los secretos instintos animales que corren por su sangre, Rachael teme que su aislado refugio se haya vuelto un infierno inevitable…

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Rio sacó los proyectiles de la escopeta, metiéndoselos en el bolsillo y depositando el arma en un pequeño hueco fuera de la vista. En el momento en que abrió la puerta, la lluvia lo alcanzó, penetrando en sus empapadas ropas. La tormenta no mostraba signos de amainar, el viento soplaba despiadadamente a través de los árboles. Las ramas estaban resbaladizas, pero se movió atravesándolas fácilmente a pesar del diluvio de agua.

Rio se arrodilló al lado de su mochila para alcanzar su radio. Dudaba que pudiese dar con alguien allí en la densa selva con la furiosa tormenta, pero lo intentó repetidamente. No le gustaba el aspecto de las heridas de ella e iba a entrar en shock. La selva tenía una curiosa manera de decidir las cosas y él la quería a salvo en alguna parte bajo el cuidado de un doctor. Cuando la estática fue la única réplica echó un vistazo hacia la casa con preocupación, maldiciendo a los leopardos, la mujer y todas las cosas en las que podía pensar. Se levantó precipitadamente, devolviendo la radio al interior de la mochila antes de volver a su casa.

Rachael pensó que debía estar dormida, atrapada en medio de una pesadilla, una película de terror que pasaba una y otra vez. Había sangre y dolor y hombres convirtiéndose en leopardos con el aliento cálido y malvados dientes. Había una extraña sensación de flotación como si la hubiesen quitado de lo que quiera que le había sucedido, pero el dolor se empujaba cerca suyo, abriéndose paso a través de su cuerpo, insistiendo en no ser ignorado. Dejó escapar lentamente su aliento, temerosa de abrir los ojos, temerosa de que si no lo hacía, estaría atrapada para siempre en ese mundo de pesadillas. Y estaba cansada de estar asustada. Parecía como si hubiese estado asustada toda la vida.

Una ráfaga de aire anunció que no estaba sola. La puerta se cerró bruscamente. Los dedos de Rachael se curvaron alrededor de la sábana apretándola en un puño. Alzó sus pestañas sólo lo suficiente para ver, esforzándose en mantener la respiración.

Su atacante dejó caer una enorme mochila al lado del fregadero y lo revolvió todo, sacando varias cosas y dejándolas sobre la mesa con cuidado. Su espalda quedó de cara a ella cuando dejó caer su chaqueta cerca de la mochila. Llevaba una pistolera en sus hombros alojando una pistola con aspecto letal. Entre sus hombros se colocaba una funda de cuero con el mango de un cuchillo sobresaliendo. Tomó ambas armas y las colgó en un gancho al lado de la chimenea.

El hombre se volvió ligeramente cuando se sentó en una de las sillas, haciendo una mueca como si le lastimara el movimiento. De su bota sacó otra pistola, comprobó el cargador y la dejó sobre la mesa cerca de su mano. Sólo entonces de desprendió de su camiseta. Ella captó un vistazo de un inmenso pecho, muy musculoso. Parecía ser un hombre normal. No había vello excesivo, nada de pelo, sólo sangre y cardenales. Algo de la tensión se filtró fuera de Rachael. Él gimió, el sonido era casi inaudible. Había un tono de repugnancia. Su pecho y estómago llevaban cicatrices. Había una reciente herida de la que manaba sangre a través de su estómago y una pequeña sanguijuela marrón pegada a su piel. Le volvió la espalda.

Rachael dejó escapar la respiración, los músculos de su estómago se contrajeron. Tenía cicatrices en la espalda. Montones de ellas. Y tenía otra sanguijuela.

– Tienes otra en tu espalda. Ven aquí y te la quitaré -el pensamiento de tocar la sanguijuela era asqueroso, pero la enfermaba ver la cosa pegada sobre él igual que un parásito.

Sus hombros se pusieron rígidos. Ningún gran movimiento, pero uno que le decía que lo había sorprendido y que no le gustaban las sorpresas. Volvió la cabeza, un lento, movimiento igual al de un animal. La respiración de Rachael se quedó atrapada en su garganta. Sus ojos brillaban igual que los de un gato en la oscuridad. Las llamas de la chimenea saltaban en sus profundidades amarillo verdosas. Hubo un largo momento de silencio. Un leño siseó y se movió. Las chispas volaron.

– Gracias pero paso. Estoy acostumbrado a ellas -sonó brusco y malhumorado incluso para sus propios oídos. Diablos, todo lo que ella había hecho era ofrecerle ayuda. No había necesidad de arrancarle la cabeza-. Creo que tienes la muñeca rota. No he tenido tiempo para entablillarla -no podía recordar a nadie ofreciéndole ayuda antes. Rara vez pasaba unos pocos minutos en compañía de otros, y su estrecha proximidad era perturbadora. Le hacía sentirse vulnerable de maneras que no podía entender.

Rachael miró algo sorprendida su muñeca rota. El dolor irradiando de su pierna la consumía hasta el punto de que no había advertido su muñeca.

– Supongo que es eso. ¿Quién eres?

Lo vio tomarse su tiempo antes de responder, quitándose la sanguijuela de su estómago con la facilidad de la práctica y deshaciéndose de ella. Sus extraños ojos se enfocaron inmediatamente en ella.

– Rio Santana -obviamente él estaba esperando una reacción a su nombre.

Rachael parpadeó. La intensidad de su mirada hacía que su corazón se acelerara. Nunca había oído su nombre antes, estaba segura de eso, aún así algo en él le parecía familiar. Cambió de posición y el dolor la atravesó como un cuchillo.

La impaciencia cruzó volando su cara.

– Deja de moverte. Empezarás a sangrar otra vez, y ni siquiera he limpiado el primer destrozo.

– Pasaste mucho tiempo trabajando en tus modales, ¿no es verdad? -observó ella.

– Intentaste golpearme la cabeza, Señora. No creo que necesite que me des una lección sobre modales -habló cruzando la habitación para sacar el cuchillo de la vaina.

Su corazón dio un salto, entonces se centró en un lento latido. Cada cosa acerca de la manera en que se movía le recordaba a un animal. Las llamas de la chimenea hicieron que la hoja del cuchillo brillara con un espeluznante rojo anaranjado mientras lo sujetaba.

– Deja de mirarme como si tuviera dos cabezas -chasqueó él, sonando más impaciente que antes.

– Te estoy mirando igual que tú lo haces con ese enorme cuchillo -dijo ella. Su pierna palpitaba con dolor, forzándola a apretar los dientes e intentar relajarse. ¿Cómo se suponía que iba a dejar de moverse cuando se sentía como si estuviesen usando una sierra sobre su carne?-. Y yo no intenté golpearte en la cabeza exactamente. No era nada personal.

– El cuchillo es para quitarme la sanguijuela de la espalda. No puedo alcanzarla de otra manera -le explicó él, aunque por qué se sentía inclinado a explicar lo que era perfectamente obvio, no lo sabía-. Y siempre me tomo como algo personal que alguien intente arrancarme la cabeza de los hombros.

Ella hizo una mueca. Una femenina expresión de exasperación. Y lo hizo con pequeñas líneas blancas de dolor alrededor de su boca. Esto lo fascinó, esa expresión totalmente femenina. Su estómago hizo un vuelco extraño.

– No me oíste que me quejara de que tu pequeña mascota masticara mi pierna. Los hombres son tan crios. No es siquiera más grande que una incisión.

Tuvo el impulso de reír. Salió de ningún sitio, tomándolo por sorpresa, rompiendo sobre él inesperadamente. No se rió, por supuesto, sin embargo frunció el ceño ante ella.

– Me agujereas la cabeza.

– Tú vas a agujerearte la espalda con ese cuchillo. Deja de hacerte el súper macho y permiteme que te saque esa horrible cosa.

Sus cejas se arquearon de golpe.

– ¿Quieres que ponga un cuchillo en tus manos, mi señora?

– Deja de llamarme mi señora, está empezando a molestarme -el dolor la golpeó ahora tan fuerte que quiso levantarse otra vez. Esto definitivamente le hacía difícil pensar. Mantuvo el temor a cubierto con su usual charla, pero no sería capaz de mantenerlo durante mucho más tiempo. Y no se atrevía a pensar que sucedería entonces.

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