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Christine Feehan: Lluvia Salvaje

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Christine Feehan Lluvia Salvaje

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¿Qué ha hecho ella? Con una nueva identidad, una muerte simulada y una oportunidad de huir de la traición que la acecha, Rachael ha escapado de un asesino anónimo. Ahora, a miles de millas de su casa, bajo el lujurioso dosel de la selva tropical, encuentra refugio. ¿Dónde se puede esconder? En este mundo de extrañas criaturas camina el más exótico de todas ellas. Su nombre es Río. Un nativo del bosque lleno de fuertes destrezas… alguien para ser deseado. Poseído por sus propios secretos, es digno de ser temido. ¿En quién puede confiar? El pasado de Rachael amenaza tan opresivamente como el calor del bosque, y cuando Río libera los secretos instintos animales que corren por su sangre, Rachael teme que su aislado refugio se haya vuelto un infierno inevitable…

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– Deja de moverte -había impaciencia en el tono de su voz.

Rachael respiró hondo y se esforzó en bajar la mirada a su destrozada pierna. Dejó escapar un simple sonido y su mundo empezó a empañarse.

– Deja de mirar eso, pequeña estúpida -captó su inquietud, tirando de su barbilla de modo que se viese obligada a encontrar su brillante mirada.

Rio estudió su pálida cara, podía ver las líneas dibujadas por el dolor alrededor de su boca. Gotas de sudor salpicaban su frente. Las marcas de sus dedos aparecían alrededor de su garganta, hinchada y púrpura. Su mirada se detuvo por un momento sobre su muñeca derecha, notando la hinchazón, preguntándose si estaría rota. Esa era la última de sus preocupaciones.

– Escúchame, intenta seguir lo que estoy diciendo -se inclinó cerca de ella, su cara a pulgadas de la suya. Su voz salió ronca, incluso para sus propios oídos, y la suavizó cuando su mirada vagabundeó sobre ella.

Rachael se presionó de nuevo contra el colchón, aterrada de que su cara se contorsionara y la dejase observando a una bestia más que a un hombre. Ella estaba flotando en un mar de dolor. Un velo de neblina emborronaba su visión, hasta que se sintió a distancia de todo. Una mirada de resolución endureció la expresión de él, advirtiéndola. Hizo un intento de asentir para indicar que estaba escuchando, aterrada de la intensidad de su fija mirada, temiendo que si no le respondía le crecerían repentinamente un bocado de dientes. Todo lo que quería hacer era deslizarse bajo la cama y desaparecer.

– Las infecciones comienzan rápido aquí en la selva tropical. Estamos incomunicados por el río. La tormenta está mal y el río ha sobrepasado las orillas. No puedo conseguirte ayuda así que voy a tener que encargarme de esto a la manera primitiva. Esto va a doler.

Rachael presionó una mano contra su boca sofocando la histérica risa que brotaba. ¿Doler? ¿Estaba loco? Estaba atrapada en medio de una pesadilla sin final en una casa árbol con un hombre leopardo y dos mini leopardos. Nadie sabía donde estaba y el hombre leopardo la quería muerta. ¿Creía que su pierna no estaba realmente dolorida?

– ¿Has entendido? -parecía morder las palabras que salían entre sus fuertes dientes.

Rachael intentó no quedarse mirando esos dientes. Intentó no imaginárselos alargándose en letales armas. Se obligó a asentir, intentando parecer inteligente cuando lo más seguro es que estuviese loca. Los hombres no se convertían en leopardos, no en medio de la selva tropical. Debía haberse vuelto loca, no había otra explicación.

Rio bajó la mirada a su cara, sobresaltado por la manera en que su estómago se sacudía ante la idea de lo que tenía que hacerle. Había hecho antes cosas parecidas. Había hecho cosas mucho peores. Era la única oportunidad que tenían de salvar su pierna, pero el pensamiento de herirla más, lo enfermaba. No tenía idea de quién era ella. La casualidad era tal que había sido enviada a matarle. Era un hombre buscado. Ya lo habían intentado antes. Rio apretó los dientes y juró silenciosamente. ¿Qué diferencia había si sus ojos eran demasiado grandes para su cara y parecía tan malditamente vulnerable?

El agua caía a cántaros sobre el techo. El viento ululaba y azotaba las ventanas. Estaba intranquilo, vacilante incluso, algo muy inusual. Bajó la mirada, viendo sus dedos apartando pequeños mechones de pelo mojado de su cara, su tacto era casi gentil, y apartó de golpe su mano como si su piel le quemase. Su corazón hizo un particular vuelco. Rio sacó la pequeña jeringuilla del kit médico sujeto por una correa a su cinturón. Una mano se afianzó alrededor de su pierna para mantenerla inmóvil. Vertió todo el contenido sobre la herida abierta.

Rachael gritó, el sonido rompió a través de la mellada garganta para penetrar las paredes de la casa. Intentó pelear contra él, intentó sentarse, pero su fuerza era implacable. La sujetaba abajo fácilmente.

– No puedo decirte nada. No sé nada -las palabras eran estranguladas entre intentar respirar a través del dolor y su desollada garganta-. Juro que no lo sé. Torturarme no va a servirte de nada -lo miró, rogando, las lágrimas nadaban en sus ojos negros-. Por favor, realmente no sé nada.

– Shh -repugnado por herirla, tenía bilis en la boca y no sabía por qué. La mayoría de las tareas eran hechas sin sentimientos. Rio no tenía idea de por qué desarrollaba de repente compasión por una mujer enviada a matarle. Archivó sus huidizas revelaciones para estudiarlas en un mejor momento. La necesidad de tranquilizarla tomaba preferencia y eso lo preocupaba. Era un hombre que siempre quería conocimiento e información. No era de la clase de mostrarse simpático, especialmente no a quien había intentado arrancarle la cabeza-. Esto sólo mata los gérmenes y combate infecciones -se encontró murmurando las palabras, su tono extraño. Nada familiar-. Sé que arde. Lo he usado en mí más de una vez. Sólo quédate acostada mientras reparo el daño.

– Creo que voy a vomitar -ese era el colmo de la humillación. Rachael no podía creer que esto le estuviese sucediendo a ella. Había planeado todo cuidadosamente, trabajado tan duro. Llegado tan lejos. Todo para perderlo ahora. Este hombre iba a torturarla. Matarla. Debería haber sabido que no tenía escapatoria.

– Maldita sea -le sostuvo la cabeza mientras vomitaba una y otra vez en un cubo que sacó de debajo de la cama. No quería pensar para qué era usado ese cubo. No quería pensar en cómo iba a alejarse de él con una pierna destrozada, en medio de una tormenta con el río desbordado.

Rachael volvió a tumbarse, limpiando su boca con el dorso de la mano, intentando desesperadamente forzar a su cerebro a trabajar. La debilidad era un insidioso enemigo, deslizándose a través de su cuerpo mientras sus brazos se sentían pesados y no quería levantar la cabeza.

– Has perdido mucha sangre -dijo tenso, como si leyese su mente.

– ¿Qué eres tú? -las palabras salieron en un susurro. El viento se aquietó por un momento así que sólo podía oírse la lluvia cayendo sobre el tejado. Rachael contuvo su respiración cuando él volvió el completo impacto de sus fríos, despiadados ojos sobre ella. Él no parpadeó. Vio que sus pupilas estaban dilatadas. Vio la misma penetrante inteligencia, vislumbrando el peligroso fuego que ardía sin llama. Su corazón latía al compás de la impulsora lluvia.

– Ellos me llaman el viento de la muerte. ¿Cómo podrías no saberlo? -su voz era tan inexpresiva como sus ojos. Una débil y arisca sonrisa llamaron la atención sobre su boca, fallando en iluminar su mirada-. No te enviaron aquí con mucha información. Nada inteligente para un asesino. Quizás alguien te quería muerta. Deberías pensar en ello -arrastró una silla al lado de la cama, prendió una lámpara y hurgó en su kit de médico por más suministros.

Algo en su voz le dio una pausa. Ella estudió su perfil. Había aceptación en su voz de quién y qué era él, no fanfarronería o jactancia.

– ¿Por qué me enviarían a matarte?

– ¿Por qué no? Lo han intentado muchas veces y todavía estoy vivo -le estaba diciendo la verdad.

No entendía lo que le estaba contando, pero oyó la honestidad en su tono. Tenía una aguja en su mano y se inclinó acercándose mucho a su pierna. Involuntariamente ella se echó hacia atrás.

– ¿No puedes simplemente ponerlo por encima?

Su mano se apretó alrededor de su muslo, aprisionándola contra el colchón, manteniéndola inmóvil.

– El maldito gato te hizo un destrozo. Esto sigue todo hacia el hueso. Las laceraciones necesitan unirse. No hay nada que pueda hacer excepto suturar las heridas. No me gusta como se ve esto. No ayuda que te estés moviendo tanto.

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