– No te preocupes por mí. Creo que son las drogas las que hablan. Nunca he visto a un hombre con un cuerpo tan hermoso como el tuyo.
No había invitación en su voz, ni deliberada seducción, sólo una simple y honesta admiración. Y eso era lo que lo hacía tan malditamente sexy. No había estado pensando en el sexo. O en piel suave. O en pechos llenos. O en pelo sedoso. Ella olía como una maldita cama de flores. Le dolía como el demonio. Estaba cansado y nervioso, no entendía que le pasaba. Y ahora su cuerpo reaccionaba a su voz. O a sus palabras. O a su olor. ¿Quién lo sabía? La necesidad le perforó el estómago y endureció su cuerpo como una roca. Estaba furioso con ella. Con él. Con su carencia de control. Ahora estaba malditamente excitado y tenía a una mujer enferma en su cama. Y maldición, si tenía que aguantarlo, ella solamente podría mirarlo.
Terminó de coser su cadera, demasiado consciente de su fija mirada. No parecía molestarle que él estuviera excitado y listo, y que estuvieran completamente solos. Los ojos de ella estaban muy brillantes, su piel enrojecida con el calor a pesar de los estremecimientos continuos. Por suerte, el dolor de la fea incisión sobre su cadera expulsó el calor de su cuerpo por lo que la lujuria no fue tan brutalmente expuesta.
Rio no la miró pero sintió sus ojos sobre él. Calientes. Mirando fijamente. Devorándole. El pensamiento hizo que le doliera todo. Juró otra vez. Incluso con el dolor de coser sus propias heridas, la mirada de ella, mirando su cuerpo endurecido, hizo que unos martillos golpearan en su cabeza y las sienes le palpitaran.
– ¿Vas a mirarme fijamente toda la noche? -le gruñó las palabras. Una amenaza. Una promesa. Venganza en las líneas de su cuerpo. Volvió la cabeza y entonces la confrontó, permitiendo que el deseo desnudo llameara, solamente para asustarla como el infierno.
Sonrió serenamente.
– Lo siento. ¿Estaba mirando fijamente? Es solamente que eres el hombre más hermoso que he visto alguna vez. Pensé que si muriera, no podrías ser una cosa tan mala como última imagen.
Lo desarmó solo con eso. El poder que manejaba era espantoso. Nada lo había tocado del modo en que ella lo hacía. Con una mirada, una simple palabra. Solamente el tono de su voz. Él se ahogaba y esto no tenía sentido. Y eso le hizo enfadarse. Sólo que no estaba seguro de con quién estaba enfadado,
Ella todavía le estaba mirando fijamente, sus ojos enormes. Rio se aproximó a zancadas y presionó la palma contra su frente.
– Estás ardiendo.
– Lo sé.
Él estaba de pie contra la cama, su ingle al nivel de sus ojos. Rachael pensó que era extraordinario. Ella flotaba en una neblina soñadora, donde nada parecía muy real. Excepto Rio y su cuerpo increíble. Alargó la mano para tocarlo, no creyendo que pudiera ser nada más que un sueño.
Las yemas de los dedos acariciaron la cabeza del pene y casi lo envió hasta el techo. Su toque era ligero como una pluma, apenas allí, pero lo sintió vibrando por todo su cuerpo.
– Eres real -parecía intimidada y su aliento era caliente a lo largo de su eje, endureciendo cada músculo del cuerpo. Sus dedos se arrastraron sobre su pesada erección, deslizándose por sus testículos y abajo a su muslo, era una sensación que nunca había experimentado.
– Es una cosa malditamente buena que estés herida -dijo bruscamente, apartándose, por miedo a que ella pudiera ir más lejos. Con miedo a que él pudiera dejarle. Y nunca se perdonaría si caía tan bajo. Nunca había querido tanto a una mujer. Era el modo en que lo miraba. El sonido de su voz. La honestidad. Intelectualmente sabía que era la fiebre la que hablaba, despojándola de su inhibición natural, pero no podía evitar reaccionar. Fiebre o no, a ella le gustaba lo que veía. Caminar era una tortura, su cuerpo tan duro que tenía miedo de que con cada paso se rompiera en pedazos, pero se alejó.
Rio llenó un tazón con agua fría y alcanzó un paño. Cuando se giró ella estaba mirándole fijamente otra vez. Suspiró.
– ¿Juras mucho, verdad?
– Tienes un modo de hacerme sentir como si lo necesitara -dijo y arrastró una silla al lado de la cama-. Tengo que conseguir que baje la fiebre.
Rachael se rió suavemente.
– Mejor te vistes entonces. No creo que nada más vaya a ayudar.
– ¿Sabes lo que estás diciendo?
Ella frunció el ceño ante el tono de voz
– No lo sé. ¿Debería mentirte?
– ¿Siempre dices la verdad?
Era un desafío. Sus ojos se encontraron.
– Cuando puedo. Prefiero la verdad. Lo siento si te hace sentir incómodo. Solamente parecías tan en casa sin la ropa. No pensé que pudieras ser real. Pensé que te había inventado -su mirada fue a la deriva sobre su pecho, descendiendo para inspeccionar su estómago plano, el vello oscuro y su virilidad gruesa moviéndose entre las fuertes columnas de sus muslos-. No estoy en realidad segura de dónde estoy o cómo llegué aquí. ¿No es extraño?
Ella sonaba perdida. Vulnerable. Su estómago hizo aquel salto mortal extraño que comenzaba a asociar con ella.
– No importa -Rio limpió su cara con el paño fresco y húmedo-. Estás a salvo conmigo y eso es todo lo que importa. No me preocupa si quieres mirarme fijamente. Supongo que es halagador tener a una mujer como tú admirándome.
– ¿Qué tipo de mujer soy?
– Una enferma -echó hacia atrás la colcha, deseando no haber alimentado el fuego de la chimenea, ni siquiera para el agua caliente que necesitaba para limpiar las heridas. Por el bien de ambos, necesitaba enfriar el cuarto-. Voy a abrir la puerta durante unos minutos. El viento debería ayudar. No te muevas.
– No lo pensaba hacer. Me siento extraña, pesada, como si no pudiera moverme.
Rio no hizo caso de su comentario, abriendo la puerta para permitir que el viento limpiara el cuarto del olor a sangre e infección. A flores. El olor de una mujer. El aire fresco se precipitó por el cuarto, azotando las mantas que cubrían las ventanas, y tirando del pelo a Rachael. Al suave brillo de la linterna, podía ver que su cara estaba enrojecida, su cuerpo demasiado caliente.
– Rachael -dijo su nombre suavemente, esperando atraerla parcialmente para que entendiera qué le pasaba-. Voy a abrir tu camisa. No estoy intentando ligar contigo, solamente trato de enfriar tu cuerpo.
– Pareces tan preocupado.
– Estoy preocupado. Estás muy enferma. No tengo muchas medicinas conmigo. Tengo un pequeño conocimiento de hierbas, pero no soy tan bueno como el curandero local de la tribu -se sentó en la silla y se inclinó sobre ella, sus dedos rozando la suave piel mientras deslizaba los botones por los ojales para abrir la camisa. Sus pechos llenos le llamaban, la llamada era mucho más fuerte de lo que había esperado. Tocarla se sentía familiar y correcto. Rio hundió el paño en el agua y bañó su piel, tratando de ser impersonal cuando tocarla era todo menos impersonal.
– Me duele la pierna -Rachael trató de estirarse para tocar la herida, pero Rio le cogió la mano.
– Eso no ayudará, trata de pensar en otra cosa -Él necesitaba pensar en otra cosa. El agua fría convirtió sus pezones en duros e invitadores picos-. Cuéntame qué estás haciendo aquí.
Sus ojos se ensancharon.
– ¿No vivo aquí? -ella miró alrededor, su mirada moviéndose por la habitación y volviendo a él-. ¿No nos mudamos aquí? Pensé que querías vivir en algún sitio donde pudiéramos estar solos y permanecer desnudos todo el día.
Sus palabras golpearon un recuerdo profundo de su memoria. Una visión de otro tiempo y lugar. Lluvia cayendo suavemente contra la azotea. Una brisa agitando las cortinas en una ventana abierta. Rachael dando vueltas en una cama tallada ornamentadamente, sus oscuros ojos chocolate llenos de amor. Con aquella misma admiración honesta. Una risa suave se proyectaba como una película en su cabeza. Su voz. Suave, sensual y pecaminosa tentación.
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