Christine Feehan - Lluvia Salvaje

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¿Qué ha hecho ella? Con una nueva identidad, una muerte simulada y una oportunidad de huir de la traición que la acecha, Rachael ha escapado de un asesino anónimo. Ahora, a miles de millas de su casa, bajo el lujurioso dosel de la selva tropical, encuentra refugio.
¿Dónde se puede esconder? En este mundo de extrañas criaturas camina el más exótico de todas ellas. Su nombre es Río. Un nativo del bosque lleno de fuertes destrezas… alguien para ser deseado. Poseído por sus propios secretos, es digno de ser temido.
¿En quién puede confiar? El pasado de Rachael amenaza tan opresivamente como el calor del bosque, y cuando Río libera los secretos instintos animales que corren por su sangre, Rachael teme que su aislado refugio se haya vuelto un infierno inevitable…

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– Solamente voy a hacer lo que tiene que ser hecho. Pido perdón antes de tiempo.

Ella podría ver la renuencia y la aversión en sus ojos.

– Está bien, Rio, lo entiendo. Lo hago. Tenía que pasar tarde o temprano. Siento que te pidiera que te encargaras de esto. Puedo ver que te molesta.

– ¿Encargarme de que? -la incitó. Le estaba tranquilizando, tratando de hacer su trabajo más fácil.

– Sé que Elijah me quiere muerta. Sé que te envió. Pareces tan cansado y triste. Estuvo mal por su parte pedírtelo.

Rio juró suavemente, agachándose al lado de ella. Sus ojos estaban vidriosos, somnolientos incluso, pero mostraban inteligencia. Creía que él estaba allí para matarla, incluso lo miraba como si le compadeciera.

– ¿Por qué Elijah te quiere muerta?

Ella parpadeó, cogiendo aliento con una ola de dolor.

– ¿Importa? Solamente hazlo.

– ¿Vas a dejar que te mate? -por alguna razón su apatía lo hizo enfurecerse. ¿Iba a tumbarse allí y animarlo a tomar su vida? Quiso sacudirla.

Aquella misma pequeña sonrisa tiró de su boca. Parecía lejana otra vez, girando despacio su cabeza lejos de él.

– Incluso si me das un palo muy grande yo no sería capaz de levantarlo. Tendré que pasar de ser aquella heroína que recibió cuarenta y siete patadas en las costillas y siguió adelante. No creo que pueda levantar mi cabeza.

Se inclinó más cerca.

– ¿Rachael? Estás conmigo otra vez.

Sonaba como la mujer que lo había golpeado en la cabeza.

– ¿Me he ido? -Cerró los ojos-. Ojalá no hubiera vuelto. ¿Qué está mal conmigo? ¿Adonde fui?

– Has estado paseando. No tengo ninguna opción, tengo que trabajar en tu pierna.

– Entonces ponte a ello. Estás tan cansado que vas a caerte sobre tu cara si no lo haces -hizo un esfuerzo para alzar sus pestañas y estudiar su cara bajo los pesados párpados-. No voy a culparte si esto duele -sus ojos estaban claros y en aquellos momento lúcidos-. No quiero perder mi pierna, así que cueste lo que cueste, haz lo que sea necesario para salvarla

Rio no iba a hablar más de ello. La aversión para la fea tarea brilló tenuemente en sus ojos mientras se inclinaba sobre su pierna. La herida tenía que ser limpiada, lavada a fondo, cauterizada y vendada con más antibióticos. Había realizado la cirugía una vez fuera en el campo cuando un amigo había sido disparado y sangraba profusamente, y el helicóptero no podía recogerlos inmediatamente. Pequeñas gotas de sudor salpicaban su cuerpo, entrando en sus ojos nublándole la visión mientras colocaba la hoja de su cuchillo sobre las llamas.

Abrir la herida para permitir que la infección saliera hizo que su estómago se revolviera. Ella gritó cuando vertió el antiséptico, casi saltando fuera de la cama. Vaciló sólo un momento, apoyando su peso sobre sus muslos, y tomando un profundo aliento puso la hoja del cuchillo contra su carne. El olor le puso enfermo. No se apresuró, no queriendo cometer ningún error, fue cuidadoso para limpiar y reparar, antes de entablillar la pierna para mantenerla inmóvil, para darle una mejor probabilidad de curarse.

No podía mirarla mientras limpiaba el lecho y remetía las mantas alrededor de su pierna para mantenerla inmóvil. No se había movido hacía mucho, su respiración era baja, su piel estaba húmeda. Definitivamente en shock. Rachael estaba temblando en reacción. Rio maldijo suavemente. Se relajó a su lado, estirándose a lo largo de la cama, arrastrándola cerca de él, incapaz de pensar en que más podía hacer.

– ¿Rio? -Rachael no se apartó de él, en cambio se acurrucó más cómodamente contra él como un gatito-. Gracias por intentar salvar mi pierna. Sé que ha sido difícil para ti -su voz era débil. Él apenas entendió las palabras.

Rio frotó la barbilla contra la cima de su cabeza, sopló a los hilos de pelo que se engancharon en la barba de varios días.

– Trata de relajarte, no puedo darte más calmantes durante una rato. Solamente déjame sostenerte -sus brazos se apretaron con posesión. Al mismo tiempo algo apretaba su corazón como unas tenazas-. Te contaré un cuento.

Su cuerpo se amoldaba al suyo. Se curvó alrededor de ella, muslo contra muslo, sus nalgas embutidas contra su ingle, su cabeza empujaba segura contra su garganta, y encajaba allí como si hubiera sido hecha para él. Sus pechos eran llenos y suaves y empujaban contra sus brazos cómodamente. Había yacido con ella antes. No una vez, sino muchas veces. El recuerdo de su cuerpo estaba grabado en su cerebro, en sus nervios, en la carne y en los huesos.

Frotó su mejilla en la masa de sedoso cabello. No era todo físico. Sentía algo por ella. Estaba vivo alrededor de ella.

– No es necesariamente una cosa buena -dijo en voz alta-. ¿Lo sabes, verdad?

Rachael cerró los ojos, deseando que su cuerpo dejara de temblar, queriendo que el dolor retrocediera aunque sólo fuera durante un breve espacio de tiempo para darle un momento para respirar normalmente. Rio era un ancla a la que se aferraba, un trozo de realidad que tenía. Cuando cerraba sus ojos, veía a hombres retorciéndose, la piel ondulando sobre sus cuerpos, ojos brillando de un feroz amarillo-verdoso. En aquel mundo de pesadilla el sonido de armas estalló y sintió el golpe de una bala. Miró aquellos mismos ojos inteligentes y vio el dolor y la locura. Oyó su voz gritando No. Eso era todo. Simplemente no.

– Necesito oír tu voz -porque eso ahuyentaba los demonios. Conducía el olor a pólvora y sangre fuera de su mente, y amaba la caricia profunda de su tono.

– No conozco muchas historias, Rachael. Yo nunca he tenido a alguien contándome cuentos a la hora de acostarme -se estremeció por la aspereza de su voz. Era sólo que ella volvía blandas sus entrañas y le hacía difícil recordar que podría haber sido enviada para matarlo. Creía en la lógica y el modo en que ella le afectaba no era lógico.

– Te contaré uno cuando me sienta mejor -ofreció.

Él cerró los ojos. Ella era como un regalo, entregado a él. Enviado a su mundo implacable de violencia y desconfianza.

– Bien -concedió para agradarla-. Pero intenta dormir. Cuanto más duermas más rápido se curará la pierna.

Rachael tenía miedo de dormir. Miedo de dientes y garras y de todo el dolor que los acompañaba. Tenía miedo de perder la tenue atadura a la realidad. Y si así era, seguía olvidando quién era Rio. Se sentía familiar. Reconocía su voz, pero no podía recordar su vida juntos. Cuando le hablaba, flotaba en el sonido de su voz. Cuando sus manos se deslizaban sobre su piel caliente, se sentía segura y querida.

Rio le contó un absurdo cuento sobre monos y osos que inventó. No tenía sentido, de hecho era un cuento de hadas terrible y mostraba que no tenía imaginación, pero ella estaba tranquila, deslizándose en un sueño irregular y eso era todo lo que le importaba. Si la mujer quería un cuento todas las noches, iba a tener que afilar a toda prisa unas habilidades inexistentes y aprender a inventar cuentos interesantes.

Suspiró, su aliento revolvió los zarcillos de su pelo. ¿En qué pensaba queriendo ser capaz de contar historias a la hora de acostarse? No podía imaginarse una cosa tan ridícula, no podía imaginarse por qué lo anhelaba. ¿Una mujer propia? ¿Por qué? ¿Para compartir una casa en lo profundo del bosque? ¿Compartir una vida de muerte y violencia? No sabía nada sobre mujeres. Tenía que sacarla de su vida tan rápidamente como fuera posible.

Rachael murmuraba suavemente en su sueño, agitado, irregular. Una protesta suave contra las pesadillas que se arrastraban en su sueño. Rio la calmó con algunas tonterías murmuradas, ignorando el dolor que traía a su corazón. Ignorando los recuerdos extraños de su cabeza y el endurecimiento de sus músculos. Aunque su cuerpo estaba agotado, su cerebro estaba vivo con la actividad. Ni siquiera lo calmaban los sonidos normales del bosque.

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