– Como una burbuja -dijo ella en voz alta-. Vivo en una casa de cristal y si alguien lanza una roca, me romperé en añicos junto con las paredes -miró alrededor, frunciendo el ceño, tratando desesperadamente de recordar cómo había llegado a ese lugar tan extraño. Su voz sonaba diferente, lejana y nada como ella.
Y el dolor rasgaba a través de ella con cada movimiento que hacía. ¿Había sido herida? ¿Torturada? Alguien trataba de matarla. ¿Por qué no terminaban con el trabajo en vez de abandonarla medio muerta? Siempre había sabido que esto iba a suceder tarde o temprano.
Algo se movió fuera de la ventana. La manta tejida cubría el cristal, pero ella sabía que algo había pasado. Esforzándose por oír, miró alrededor salvajemente en busca de un arma. ¿Habían venido finalmente a por ella? Su corazón comenzó a latir con alarmante fuerza y su boca se sintió como algodón. Una apatía letárgica se había adueñado de su cuerpo. Podía oír el crujido del fuego, el ritmo constante de la lluvia. La sed la dominaba, haciéndole necesario levantarse, pero era difícil, como si se abriera paso por arenas movedizas. El intento de sentarse envió dardos de dolor por su pierna. Se encontró a si misma en el suelo, su pierna torcida debajo de ella. Sorprendida. Rachael miró alrededor del cuarto, tratando de recordar dónde estaba y cómo había llegado allí, tratando de enfocar la habitación. ¿Qué estaba mal con ella? No importaba con cuanta fuerza lo intentara, su mente rechazaba funcionar correctamente. La lámpara estaba ardiendo intensamente. No recordaba haberla encendido. Su mirada se movió a la puerta. La barra no estaba trabada.
Rachael tragó, un nudo apretado de miedo bloqueaba su garganta, y de mala gana miró abajo para inspeccionar su pierna inútil. Su pantorrilla y tobillo eran irreconocibles, hinchados casi hasta explotar. La brillante sangre roja se filtraba y rezumaba, haciendo que su estómago se revolviera. Había sido atacada por un animal salvaje. Recordó claramente sus ojos. La inteligencia astuta, el peligro penetrante. El terror se derramó sobre ella, casi paralizándola. Fue sólo entonces, cuando miró alrededor del cuarto, y notó a los dos leopardos enroscados cerca de la chimenea. Uno la miraba fijamente. El otro parecía estar dormido.
Comenzó a arrastrarse por el suelo. Era puramente instintivo, a causa del miedo. Rachael no podía enfocar su mente lo bastante para saber qué estaba pasando. Le aterrorizaba recordar el aliento caliente en su cara. La sensación de dientes agudos rasgando su pierna. Ojos mirándola fijamente con intención mortal.
Arañando la pared se puso de pie, apretando los dientes contra los sollozos que le quemaban la garganta, el sudor enturbiaba su visión. Sacando el arma de la funda, se apoyó contra la pared, la única cosa que la sostenía de pie. Sus brazos se sentían como de plomo y era casi imposible apuntar con el arma al leopardo, apenas podía verlo.
La puerta se abrió balanceándose y Rio entró, llevando madera en sus brazos, inmediatamente sus ojos no le quitaron la vista de encima. Su pelo colgaba en húmedos mechones, su cuerpo desnudo cubierto de gotitas. Lentamente cerró la puerta con sus pies y cruzó el cuarto para dejar la leña con cuidado, casi directamente delante de los leopardos.
– Deja el arma, Rachael -su voz era muy baja, pero tenía una dura autoridad-. Tiene un gatillo sensible. Respira y podría dispararse.
– Están justo detrás de ti -contestó Rachael, sujetándose a la pared como apoyo-. ¿No los ves? Estás en peligro -trataba de recordar quién era él, alguien muy familiar para ella. Su hermoso hombre desnudo. Recordaba la sensación de su piel bajo las yemas de los dedos-. Deprisa, aléjate de ellos antes de que te ataquen -inspeccionó su cuerpo, vio las rayas sangrientas sobre su vientre, su cadera. La incisión sobre su cadera-. Estás herido.
– Estoy bien, Rachael -mantuvo su voz tranquila, calmada-. Dame el arma.
– Hace calor aquí -de repente ella sonaba como un niño desesperado-. ¿No hace calor? -ella se limpió el sudor de la cara con el dorso de la mano para aclarar su visión.
Rio estrechó los ojos y la miró, maldiciendo silenciosamente cuando el arma pasó cerca de su cara. La sangre de su pierna era demasiado brillante, sugiriendo la necesidad de una acción inmediata. El cañón del arma se agitó, demasiado cerca de su sien. Ella se balanceó ligeramente. Él se movió, con indiferencia, maniobrando a una mejor posición.
– Está bien, Rachael -deliberadamente usó su nombre, su voz calmante, persuasiva. Dio otro paso-. Son sólo mascotas. Panteras nubladas. Pequeños gatos, realmente.
Los ojos de ella estaban muy brillantes. Le miró con el ceño fruncido. Siguió limpiándose los ojos en un intento de deshacerse de la imagen borrosa.
– Mira lo que me hicieron en la pierna. Sepárate de allí y no les des la espalda.
Él se movió con una velocidad inesperada, golpeando el arma lejos con la mano cuando se balanceó en su dirección, su cuerpo golpeando el de ella, escudándola protectoramente mientras una explosión ensordecedora reverberó en la pequeña habitación.
Su cuerpo presionó con fuerza contra el de ella, sus pechos suaves empujando contra su pecho, su cara contra su hombro. Las piernas de ella se doblaron y empezó a deslizarse al piso.
Rio la cogió en brazos, acunándola cerca de su pecho. Estaba ardiendo de fiebre.
– Todo está bien -la calmó, tratando de ignorar el ruido sordo siniestro de la bala golpeando metal y lo que esto significaba para ellos-. No luches Rachael, estás a salvo.
Ella se movió contra su piel mojada agitadamente, el dolor la hacía sentirse enferma. La piel de él estaba fresca en comparación con la suya y quería presionarse más cerca.
– ¿Te conozco? ¿Cómo es que te conozco? -le frunció el ceño, bizqueó para mirar detenidamente su cara. Hizo un esfuerzo para levantar la mano, para trazar la línea fuerte de su mandíbula, sus pómulos, su boca.
Con mucho cuidado, Rio la tumbó sobre la cama, intentando no golpearla. Enmarcó su cara con las manos, forzándola a enfocarle.
– ¿Puedes entenderme? ¿Entiendes lo que te digo?
– Desde luego que puedo -durante un momento sus ojos se despejaron y le sonrió. No de manera sexy, era más bien angelical, y él lo sintió hasta en los dedos de los pies-. En caso de que no lo hayas notado, no llevas ropa.
Rachael se hundió en la almohada.
– Apaga la luz por favor, Elijah, estoy realmente cansada.
Hubo un pequeño silencio. Algo profundamente dentro de él empezó a arder. Algo oscuro y peligroso. Rio cogió su mano izquierda, su pulgar deslizándose sobre su dedo anular para encontrarlo desnudo. Atrajo sus dedos para asegurarse de que no había una línea bronceada que proclamara que recientemente se había quitado un anillo. No tenía ni idea de por qué lo alivió, pero lo hizo.
– Rachael, trata de seguir lo que te estoy diciendo. Es importante -llevó su mano a su pecho, sin comprender por qué lo hacía, sosteniéndola allí sobre su palpitante corazón-. Tengo que cauterizar la herida. Lo siento, pero es el único modo de salvar tu pierna. Creo que la bala golpeó la radio, pero incluso si no lo hizo, no puedo llevarte a nadie con este tiempo. La segunda ola de la tormenta golpea ahora y hay tres fuertes frentes viniendo.
Rachael siguió sonriéndole
– No sé porqué pareces tan preocupado. Ellos no nos han encontrado y no pienso que puedan.
Rio cerró sus ojos brevemente, luchando por respirar. Deseaba que su sonrisa fuera para él, no para un desconocido llamado Elijah. Esto iba a ser un infierno y deliraba tanto que no podía prepararla para lo que iba a venir. Había realizado el procedimiento una vez antes e incluso entonces había sido desagradable. Le apartó el pelo de la frente. Lo miraba con demasiada confianza.
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