Kelley Armstrong - Algo más que magia

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Brujas, hechiceros, vampiros… Descendientes de una antigua raza que lucha por su supervivencia en un mundo hostil.
Cuando a Paige Winterbourne la obligan a renunciar a su cargo de Líder del Aquelarre Norteamericano de Brujas, lo único que quiere hacer es alejarse del mundanal ruido durante una buena temporada y pensar en la posibilidad de formar un aquelarre alternativo con sus seguidoras. Pero, claro está, el destino tiene otros planes para ella.
Un psicópata con poderes sobrehumanos e imparables deseos de venganza anda suelto. Al enterarse de que las víctimas del despiadado asesino son adolescentes, Paige decide involucrarse en la investigación junto con Lucas Cortez, el más joven de la súper poderosa Camarilla Cortez.
Deseosa de proteger a aquellos que ama, Paige se introduce en un mundo de arrogantes hechiceros, nigromantes borrachuzos, dioses druidas con mal genio y turbadores vampiros enfundados en cuero que gustan de celebrar espeluznantes orgías de sangre.

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– Adónde podía conducir todo eso… -murmuró Cassandra-. Sí, por supuesto. Supongo que estás refiriéndote a los problemas que hemos tenido recientemente con las camarillas.

– Claro, exacto.

Cassandra me miró: me tocaba hacer el papel del que no entiende.

– ¿Qué problemas? -pregunté.

Cassandra le hizo una seña a John, como para otorgarle la palabra.

– Bueno, los, humm, problemas generales que tienen con los vampiros. Saben que podríamos levantarnos contra ellos en cualquier momento. Llevamos demasiado tiempo adormilados, aceptando nuestro lugar en el mundo… Cassandra se encaminó hacia la puerta y desapareció en el vestíbulo. John se apresuró a ir tras ella.

– ¿Has oído algo? -preguntó.

– Ya he oído lo suficiente. ¿Paige? Ven conmigo.

La seguí, y salimos de la casa.

Entendiendo a Cassandra

Espero que nos vayamos porque tienes alguna idea -dije mientras caminábamos por la calle.

– No sabe nada.

– ¿Cómo lo sabes? Apenas lo hiciste hablar.

– ¿Qué querías que hiciera? ¿Arrancarle las uñas? Tengo más de trescientos años. Tengo una excelente comprensión de la conducta humana y de la de los vampiros. John no sabe nada.

Miré hacia atrás, hacia la casa donde habíamos estado.

– Ni te atrevas -dijo Cassandra-. Realmente, Paige, qué infantil eres a veces. Una niña impetuosa con un sentido excesivamente desarrollado de su propia infalibilidad. Tuviste suerte de que ese conjuro de inmovilización contuviese a John, porque si no habría tenido que rescatarte una vez más.

– ¿Cuándo has tenido tú que rescatarme? -Moví la cabeza, dándome cuenta de que me estaban apartando hábilmente de mi meta-. Olvídate de John, entonces. ¿Y los otros dos? Tendríamos que detenernos en el Rampart, a ver si puedes seguirles el rastro…

– Si John no sabe nada, ellos no saben nada.

– Todavía no estoy convencida de que John no sepa nada.

Cassandra musitó algo y se puso a caminar más deprisa, dejándome atrás. Saqué mi teléfono móvil. Ella miró por encima del hombro.

– No voy a quedarme aquí esperando un taxi, Paige. Hay un restaurante cerca. Telefonearemos desde allí.

– No estoy llamando a un taxi. Estoy llamando a Aaron.

– Son las tres de la madrugada. No le va a gustar mucho…

– Dijo que lo llamara cuando terminara de hablar con John, a cualquier hora, por si él había encontrado alguna otra pista.

Cassandra me arrebató el teléfono.

– No ha encontrado ninguna otra pista. Aaron se ha pasado los últimos setenta años en Australia, Paige. Hace apenas dos años que está aquí. ¿Cómo podría saber algo sobre nosotros? ¿Sobre los vampiros de aquí?

– Sabía lo de John y el Rampart. -La observé en la oscuridad-. Lo que pasa es que no quieres que yo interrogue a otros vampiros para pedirles información, ¿no es cierto?

– No seas ridícula. Yo te llevé a Aaron. Yo te he traído aquí. Yo detuve a John…

– A John lo detuve yo. Tú pasaste por delante de donde estaba escondido, y seguiste de largo.

– John no sabe nada.

– Pero tú sí.

– No -dijo, mirándome a los ojos-. Yo no sé nada.

En ese momento supe que decía la verdad. No sabía nada…, y ésa era la razón por la cual me cerraba el camino y me contestaba tan mal, porque aquélla era su gente, ella la representaba, y tendría que haber sabido algo. Tendría que haber sabido lo del Rampart, lo de la cruzada anticamarillas de John y quién había tenido conflictos con las camarillas. Pero no lo sabía. Ése era el problema.

– Lucas y yo podemos manejar esto -dije, con un tono aplacado-. No hace falta que tú…

– Sí que hace falta. Tenías razón. Como delegada del Consejo necesito ayudar a resolver esto antes de que la situación empeore para todos los que están involucrados. -Me devolvió el teléfono-. Adelante. Llama a Aaron.

Negué con la cabeza.

– Podemos esperar hasta mañana por la mañana. Volvamos al hotel y durmamos un poco.

* * *

Por supuesto, yo no quería dormir. Quería planificar mis siguientes movimientos. Quería llamar a Lucas y pedirle su opinión. Quería llamar a Aaron y ver si había descubierto algo. Pero más que nada, quería sacudir a Cassandra hasta que le rechinaran los dientes.

No hice nada de eso. No iba a encontrar nuevas pistas a esa hora, de modo que no había razón alguna para no llamar a Lucas y a Aaron por la mañana. En cuanto a Cassandra, bueno, digamos solamente que me estaba resultando difícil acumular una buena dosis de justa indignación. Por primera vez en mi vida, creo, entendía a Cassandra, o por lo menos a alguna parte minúscula de ella.

Aaron tenía razón: Cassandra se había desconectado. Una expresión moderna para una antigua afección de los vampiros. Cuando un vampiro comienza a retirarse del mundo, esto es un indicio seguro de que está llegando al final de su vida. Yo siempre había creído que era intencionado. Uno intuye que no le queda mucho tiempo y empieza a apartarse, a tratar de ponerse en paz consigo mismo.

Debo admitir que si yo supiera que me está llegando la hora, me lanzaría al mundo más que nunca, y pasaría cada minuto con los que quiero. Pero tenía sentido que los vampiros fueran más reflexivos, tendieran a aislarse cuando veían aproximarse el fin y tomaran conciencia del precio de su existencia. Aunque mataran sólo una persona al año, eso sumaría centenares de víctimas en el curso de su vida. Centenares que habían muerto para que ellos pudieran vivir. A medida que una de estas vidas llegaba a su fin, se debe de mirar hacia atrás y cuestionar las elecciones.

Viendo a Cassandra negar su desconexión, esforzarse en fingir que formaba parte del mundo igual que siempre, comprendí que el proceso debía de ser tan involuntario como cualquier otro aspecto del envejecimiento. He dicho que Cassandra no se preocupaba por ninguna otra persona salvo ella misma, y que siempre la había conocido así. Aunque estaba segura de que ella nunca había sido la más altruista de las personas, si siempre hubiera sido tan egocéntrica como lo era ahora nunca se le habría otorgado un asiento en el Consejo. Tal vez, a medida que envejecía, había comenzado a encontrar más difícil preocuparse por lo que no fuera ella misma, convirtiendo su propio yo y su propia vida en la única constante, mientras los rostros y los años se fundían en un todo confuso. Y sin embargo se había dicho a sí misma que eso no la afectaba, que era tan vibrante y vital como siempre. ¿Podía culparla de ello? Naturalmente que no.

¿Y qué decir de mi madre? ¿Podía echarle la culpa a ella? Tuvo que ver los signos que presentaba Cassandra. ¿Por qué no dijo nada? Cuando el co-delegado de Cassandra, Lawrence, se fue a Europa para entrar en las fases finales de su decadencia, mi madre tenía que haber insistido en que se designase un segundo delegado, un vampiro más joven. Si lo hubiera hecho, tal vez nada de todo esto hubiera ocurrido. Habríamos sabido qué vampiros tenían problemas con las camarillas. Y sin embargo mi madre no había hecho nada. ¿Por qué? Tal vez por la misma razón por la que yo me encontraba sentada en la cama de un hotel, mirando la puerta y sabiendo que tenía que hablar con Cassandra, pero sintiéndome, no obstante, incapaz de hacerlo.

El miedo me mantenía pegada a aquella cama. No miedo de Cassandra misma, sino miedo a ofenderla. Nunca he sido muy buena a la hora de respetar a mis mayores. Todas las personas merecen un mínimo de respeto, pero para implementarlo no bastan muchas velitas en la tarta de cumpleaños. Mi madre me educó para ser Líder del Aquelarre, de modo que crecí sabiendo que mis mayores serían algún día mis subordinados. Mas hay una gran diferencia entre hacerle zalamerías a una bruja de setenta años y mostrarle respeto a una mujer vampiro de trescientos. Yo no podía simplemente cruzar esa puerta, ponerme frente a ella y decirle: «Mira, Cassandra, ya sé que no quieres oírlo, pero la verdad es que te estás muriendo, de modo que asúmelo».

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