Kelley Armstrong - Algo más que magia

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Brujas, hechiceros, vampiros… Descendientes de una antigua raza que lucha por su supervivencia en un mundo hostil.
Cuando a Paige Winterbourne la obligan a renunciar a su cargo de Líder del Aquelarre Norteamericano de Brujas, lo único que quiere hacer es alejarse del mundanal ruido durante una buena temporada y pensar en la posibilidad de formar un aquelarre alternativo con sus seguidoras. Pero, claro está, el destino tiene otros planes para ella.
Un psicópata con poderes sobrehumanos e imparables deseos de venganza anda suelto. Al enterarse de que las víctimas del despiadado asesino son adolescentes, Paige decide involucrarse en la investigación junto con Lucas Cortez, el más joven de la súper poderosa Camarilla Cortez.
Deseosa de proteger a aquellos que ama, Paige se introduce en un mundo de arrogantes hechiceros, nigromantes borrachuzos, dioses druidas con mal genio y turbadores vampiros enfundados en cuero que gustan de celebrar espeluznantes orgías de sangre.

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Eché una mirada alrededor e inmediatamente supe que la designación de bar no se aplicaba ya al Rampart. Era un club, probablemente un club privado. El único mobiliario consistía en media docena de sofás y divanes, la mayor parte de los cuales estaban ocupados. Las áreas que se hallaban a ambos lados de la habitación habían sido separadas mediante cortinas de cuentas. Lo único que rompía el silencio era algún murmullo ocasional o alguna risa contenida.

En el sofá que estaba más próximo, había dos mujeres muy juntas, una semirreclinada con la mano estirada, la otra inclinándose sobre lo que su compañera le ofrecía, quién sabe qué. Cocaína, tal vez metanfetamina. Si Hans y su bandita habían abierto un club exclusivo para drogadictos, estaban pisando un terreno peligroso para personas que tenían que vivir siempre controladas. Yo no estaba segura de que esto implicara una violación de los estatutos del Consejo, pero iba a ser necesario que lo consideráramos una vez que esta investigación hubiese terminado.

Una de las mujeres del diván se inclinó sobre el brazo de su compañera. Traté de observar con discreción, a ver qué clase de drogas eran las que usaban, pero la mujer no tenía nada en la mano. En cambio, estiraba el brazo, con la palma vacía hacia arriba, y apretándose el antebrazo con la otra mano. Una línea negra bisecaba el interior del antebrazo. Apretó el puño y un hilo de sangre se deslizó hacia abajo. Su compañera bajó la boca y la puso sobre el corte.

Di un paso hacia atrás, chocándome con Cassandra. Ella se dio la vuelta con brusquedad abriendo la boca para decirme algo desagradable, pero pronto siguió la dirección de mi mirada. Se dio la vuelta de inmediato para encarar a Ronald.

– ¿Quién es esa mujer? No la conozco.

– No es… -Ronald bajó la voz-. No es una mujer vampiro.

– ¿Que no es una…? -dije-. ¿Entonces por qué está…

– Porque quiere -dijo Ronald-. A algunas personas les gusta dar, a otras recibir. No es precisamente un nuevo fetichismo, lo que pasa es que ahora lo hacen de modo menos encubierto. Lo único que hacemos es sacar ventaja…

Cassandra echó a andar antes de que él pudiese terminar. Fue hasta la cortina más próxima y la corrió, provocando las exclamaciones de los sorprendidos huéspedes que estaban detrás de la cortina. Caminó entre ellos, dejando caer la cortina, y se dirigió después al cubículo siguiente. Ronald correteaba detrás de ella. Yo me quedé donde estaba. Ya había visto bastante.

– No alcanzas a ver la belleza de todo esto, Cassandra -susurró Ronald-. Las oportunidades que nos brinda. Ocultarse a la vista de todos, ésa es la meta última, ¿no? Si otras razas lo hacen, ¿por qué no habríamos de hacerlo nosotros?

Cassandra corrió otra cortina de cuentas. Miré para otro lado, pero no lo suficientemente pronto. Allí estaba la cantante, con su falso vestido de novia, extendida en el centro del diván, con los brazos estirados, con sus dos acompañantes femeninas aferradas cada una como sanguijuelas a un brazo, y el vestido levantado por encima de las caderas mientras su guardaespaldas masculino estaba agachado ante ella, con los pantalones bajados…, y no hace falta describir nada más. Baste decir que confiaba en borrar aquella escena de mi memoria antes de que reapareciera en el momento más inoportuno y me estropeara una estupenda sesión de juegos de cama.

Cassandra se volvió violentamente hacia Ronald.

– Saca a todas estas personas de aquí ahora mismo.

– Pero… son socios. Han pagado…

– Sácalos y considérate afortunado si lo único que pierdes es dinero.

– Puede que no fuera una buena idea, puede que hayamos cometido un error de juicio, pero…

Cassandra se le acercó a la cara.

– ¿Te acuerdas del problema de Atenas? ¿Te acuerdas de la pena que sufrieron por su «error de juicio»?

Ronald tragó saliva.

– Dame un minuto.

Corrió hacia el cubículo de la cantante e introdujo la cabeza a través de la cortina de cuentas. Llegué a oír las palabras «policía, allanamiento y cinco minutos». El cuarteto salió corriendo con tanta rapidez que todavía estaban poniéndose la ropa cuando pasaron corriendo a mi lado.

Un minuto después, cuando los últimos rezagados se tropezaban en el pasillo de salida, en el extremo más alejado de la habitación se abrió una puerta. Por ella entró a grandes pasos una mujer alta que no llegaba aún a los treinta años. Su rostro era demasiado anguloso para que fuera bella: sus rasgos parecían más bien propios de un hombre. Llevaba el cabello rubio largo y lacio, un estilo poco favorecedor que le dejaba a uno la impresión pasajera de que podía ser un tipo vestido de mujer, pero su picardías de seda negra revelaba lo suficiente como para darle a cualquier observador confundido la seguridad de que sin duda alguna pertenecía al género femenino. Hasta los pies los llevaba desnudos, los dedos pintados de rojo brillante, como las uñas de sus dedos y sus labios. Daba la impresión de que se hubiera puesto el lápiz de labios en la oscuridad, y se hubiese manchado un poco. Cuando entró en la habitación semiiluminada, vi que de ninguna manera se trataba de lápiz de labios, sino de sangre.

– Límpiate la boca, Brigid -le dijo Cassandra con brusquedad-. Aquí nadie se impresiona con eso.

– Me había parecido oír a alguien farfullando -dijo Brigid, deteniéndose en medio de la habitación-. Tendría que haber sabido que era la zorra reina… -Una breve sonrisa-. ¡Huy!, quise decir la abeja reina.

– Sabemos lo que quisiste decir, Brigid, ten la valentía de admitirlo.

La mirada de Cassandra pasó de Brigid a un hombre joven que la seguía desde tan cerca que estaba casi escondido detrás de la escultural mujer vampiro. No tendría más años que yo; era de constitución delgada, y hermoso, con grandes ojos marrones fijos en una mirada de perplejidad bobina. Por un lado del cuello le corría un hilillo de sangre, pero él no parecía notarlo, y permanecía allí de pie, con la mirada fija en la nuca de Brigid, y los labios curvados en una pequeña sonrisa inexpresiva.

– Sacadlo de aquí -pidió Cassandra.

– Tú a mí no me das órdenes, Cassandra -replicó Brigid.

– Lo hago si eres lo bastante necia como para necesitarlas. Que se vaya a su casa.

– Oh, pero está en su casa. -Bajó la mano y le acarició la entrepierna-. Le gusta estar aquí.

– No me hartes -dijo Cassandra-. Búscate otro tonto a quien hechizar cuando me haya ido.

– No necesito hechizarlo -dijo Brigid con la mano todavía puesta en la entrepierna del joven. Él cerró los ojos y comenzó a mecerse-. Se queda porque quiere quedarse.

Cassandra envió al joven de un empujón contra Ronald.

– Sácalo de aquí.

Brigid agarró a Cassandra por el brazo. Ésta la miró fijamente a los ojos, hasta que la soltó y se apartó mordiéndose los labios. Entonces me vio y se le encendieron los ojos. Yo me puse tensa, preparando un hechizo de inmovilidad.

– ¿Así que tú te traes a una humana y yo no puedo traerme al mío? -preguntó Brigid con la mirada clavada en la mía.

– No es humana, cosa que descubrirás enseguida si continúas así.

Los ojos azules de Brigid brillaron aún más. Estaba tratando de hechizarme. Ese poder rara vez actúa sobre otros sobrenaturales, pero para estar segura de ello, aproveché la oportunidad para probar otro de mis hechizos: un encantamiento antihechizo.

Brigid aulló.

– ¿A que hace daño? -dijo Cassandra-. Deja tranquila a la chica o te pasará algo menos agradable.

Brigid se volvió hacia Cassandra.

– ¿Qué es lo que quieres, zorra?

Cassandra sonrió.

– Odio sin disimulos. Estamos progresando. Quiero a John.

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