Mientras paseaba la mirada por el edificio, llegó una limusina de la que se apearon tres mujeres jóvenes incapaces de controlar sus risas tontas. Dos vestían minifaldas de cuero negro. La tercera estaba vestida con un largo vestido blanco que parecía más adecuado para una boda que para salir por la noche. Un guardaespaldas corpulento agarró del codo a la novia para que lograra equilibrarse y condujo al trío al edificio. Cuando la limusina retrocedió, sus luces delanteras iluminaron las cuatro figuras. La novia miró las luces y entrecerró los ojos.
– ¡Ehh! -dije-. ¿Ésa no es…? ¿Cómo se llama? ¿No es una cantante?
El cuarteto acababa de desaparecer al doblar una esquina cuando un automóvil deportivo frenó y vomitó a dos jóvenes vestidos con trajes de sepulturero. Siguieron el mismo camino que el grupo de la novia.
– Así que eran discretos -musitó Cassandra.
– Por lo menos ahora sabemos por dónde está la puerta -dije.
Cassandra movió la cabeza a un lado y a otro y dimos la vuelta a la esquina en busca de la entrada.
Cuando llegamos al otro lado, seguimos sin encontrar la puerta.
– Esto es ridículo -dijo Cassandra caminando a lo largo del edificio-. ¿Estamos ciegas, acaso?
– No sé tú -dije-. Pero yo no puedo ver en la oscuridad. ¿Nos arriesgamos a lanzar un hechizo de iluminación?
– Lánzalo. A juzgar por el aspecto de esos tontos que acaban de entrar, dudo que se diesen cuenta aunque iluminaras todo el vecindario.
Antes de que pudiese comenzar el encantamiento, una reja cubierta de hiedra se desplazó, y por el hueco surgió una sombra. Una muchacha adolescente salió dando traspiés, con las manos y el rostro blancos, flotando incorpórea, en el aire. Parpadeé; vi entonces que estaba vestida con una larga túnica negra; ésta, junto con su pelo negro, se mezclaba con el fondo negro del edificio.
Cuando nos vio, se balanceó y murmuró algo. Mientras pasaba, tropezando, a nuestro lado, la cabeza de Cassandra se movió bruscamente en su dirección, mientras sus ojos se estrechaban y brillaban los iris verdes. Separó los labios, y luego cerró firmemente la boca. Antes de que apartara la mirada, vi que la fijaba en el brazo de la chica. Su antebrazo desnudo estaba rodeado por una gasa negra. En sus bordes, había sangre que manchaba su pálida piel.
– Está herida -dije mientras la chica se iba por la calle-. Espera aquí. Veré si necesita ayuda.
– Tú ocúpate de eso. Creo que Aaron tenía razón. Deberías esperar fuera.
Me detuve. Mi mirada siguió a la chica, que avanzaba, insegura, por un lateral de la calle. Ebria o lastimada, pero no mortalmente herida. Lo que ocurría dentro del lugar, fuera lo que fuese, podía ser peor, y yo no podía confiar en que Cassandra se ocupara adecuadamente de ello. Pasé delante de ella y me aferré a la reja.
– Lo digo en serio, Paige -dijo Cassandra-. Ve a ver a la chica. Tú no vas a entrar.
Encontré el picaporte, empujé la puerta y la abrí, y me escurrí detrás de Cassandra. Dentro, el lugar era tan oscuro como el exterior. Alargué los brazos y toqué paredes a ambos lados, de modo que supe que estaba en un pasillo. Avancé a tientas. Ascendí unos cinco escalones antes de tropezar con una pared de músculos. Un rostro carnoso me miró ceñudo. El hombre dirigió sobre nosotros el haz de luz de una linterna, y sonrió con presunción.
– Lo lamento, señoras -dijo-. Se han equivocado de sitio. A Bourbon Street se va por allí.
Levantó la linterna para señalar, agitándola cerca del rostro de Cassandra. Ella la apartó con un golpe violento.
– ¿Quién está esta noche? -preguntó-. ¿Hans? ¿Brigid? ¿Ronald?
– Ehm, los tres -dijo el guardián, retrocediendo.
– Diles que Cassandra está aquí.
– ¿Cassandra qué?
Encendió su linterna ante el rostro de Cassandra. Ella se la arrancó de la mano.
– Cassandra nada más. Vete ahora mismo.
Él alargó la mano para que le devolviera la linterna.
– ¿Me da la linterna…?
– No.
Vaciló, después se volvió, se dio contra la pared, lanzó una maldición y se alejó en la oscuridad.
– Idiotas -susurró Cassandra-. ¿A qué juegan aquí? ¿Cuándo han hecho todo esto?
– Dime, ¿cuándo fue la última vez que viniste a verlos?
– No puede hacer más de un año… -Se quedó callada-. Tal vez algunos años. No hace tanto tiempo.
La puerta se abrió con tanta rapidez que el hombre que estaba detrás de ella casi se cae a nuestros pies. Cuarenta y tantos años, poco más de mi metro cincuenta y cinco de estatura, regordete, con rasgos blandos y cabello algo gris atado atrás con una cinta de terciopelo. Vestía una camisa amplia sacada directamente de Seinfeld, con los tres primeros ojales abiertos, y mostrando así un pecho lampiño. Sus pantalones eran de terciopelo negro y le quedaban grandes, entremetidos en unas botas altas. Tenía el aspecto de un contable de mediana edad que se dirigía a un casting para Los Piratas de Penzance.
Se enderezó y parpadeó como un búho ante el rayo de la linterna que llevaba Cassandra. Yo señalé hacia la salida. No pareció verme, y permaneció de pie ante Cassandra, mirándola como un tonto.
– Cass…, Cassandra. Qué…, qué alegría…
– ¿Qué demonios llevas puesto, Ronald? Dime por favor que los viernes celebráis la «Noche de los disfraces».
Ronald miró lo que llevaba puesto y frunció el ceño.
– ¿Dónde está John? -preguntó Cassandra.
– ¿Jo…, John? ¿Quieres decir Hans? Está, ah, dentro.
Cuando Cassandra se dirigió a la puerta, Ronald dio un salto y se puso delante de ella.
– No esperábamos…, nos sentimos honrados, por supuesto. Muy honrados.
– Aparta la lengua de las suelas de mis zapatos, Ronald, y quítate de mi camino. He venido a hablar con John.
– Sí, sí, por supuesto. Pero hace tanto tiempo que no nos vemos… Me alegra mucho verte. Hay un bar de blues a pocas manzanas de aquí. Encantador. ¿Por qué no vamos? Hans podría reunirse con nosotros después…
Cassandra apartó a Ronald de un empujón y agarró el picaporte de la puerta.
– Espe…, espera -dijo Ronald-. No te esperábamos, Cassandra. El lugar está hecho un lío. No entres.
Ella abrió la puerta y pasó. Yo la sujeté antes de que se cerrase. Ronald me miró parpadeando, como si hubiera salido de la nada.
– Vengo con ella -dije.
Agarró el borde de la puerta y luego se detuvo, sin saber qué hacer. Yo la empujé, abriéndola lo suficiente como para deslizarme por ella hacia lo que parecía otro pasillo, más largo. Ronald nos siguió. Pasó delante de mí y le pisó los talones a Cassandra. Ante una mirada furiosa que ella le lanzó, él retrocedió, pero sólo un paso.
– Yo, bueno, yo creo que te agradará lo que hemos hecho aquí, Cassandra -dijo Ronald-. Es una nueva época para nosotros, y estamos aprovechándola. Adaptándonos a los tiempos. El rechazo al cambio es el tañido de muerte de cualquier civilización, eso es lo que dice Hans.
– Vuelve a pisarme los talones y serás tú quien oiga el tañido de la muerte.
Cassandra se detuvo ante otra puerta, e hizo una seña para que yo me adelantara. Me deslicé y dejé a Ronald detrás de mí.
– Quiero que me esperes aquí -dijo Cassandra.
Negué con la cabeza.
– Vas tú, voy yo.
– No puedo hacerme responsable de ti, Paige.
– No eres responsable de mí -dije, y empujando la puerta, la abrí.
Al otro lado de la puerta se veía una habitación que parecía una caverna, apenas iluminada por un mortecino destello rojo. En un principio, no pude distinguir cuál era la fuente de esa iluminación, pero luego advertí que las falsas columnas griegas estaban moteadas de agujeros minúsculos, cada uno de los cuales emitía un delgado rayo de luz roja que se parecía a un indicador infrarrojo.
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