Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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Mientras tanto, allá en la calle Seaver, había bloques de apartamentos en llamas, se saqueban los mercados y se había organizado una revuelta por toda la ciudad.

– He hablado con el alcalde, y me ha pedido que venga a verte -dijo Kenneth.

– Claro que sí -convino Matthew-. Te ha enviado a verme porque a ti se te da bien convencer a la gente para que haga las cosas que no quiere hacer. Y desea que yo me llegue a la calle Seaver y les diga a todos mis congéneres negros que detengan ya los disturbios, que dejen de saquear los comercios y que empiecen a actuar de forma pacífica, porque sabe que eso, precisamente, es lo que a mí se me da bien. Sin embargo, hay ocasiones en que me pregunto qué diantres es lo que se le da bien a él.

– Delegar -le aclaró Kenneth-. Delegar en otros es lo que se le da mejor.

Matthew alzó la vista fugazmente, le dirigió a Kenneth una irónica sonrisa y asintió con la cabeza.

– Esta vez, señor teniente de alcalde, no estoy muy seguro de querer ir. Es asunto de la policía. Esa encerrona nunca debió tenderse, nunca en la calle Seaver, aun suponiendo que hubiera salido bien. Si voy allí, levanto las manos y les digo: pueblo, dejad ya de alborotar, dejad de saquear, dejad ya la furia, los cerdos no lo hicieron adrede… ¿En qué me convierte a mí eso? ¿En una especie de Tío Tom? ¿En un traidor a mi raza? ¿O sencillamente en un cerdo honorario? Puede que yo no vea las cosas exactamente igual que Fly Latomba, pero sufro por el bebé de Fly Latomba que ha muerto a tiros exactamente igual que sufren todos los de la calle Seaver, y sufro por todas esas otras vidas que se apagaron esta mañana; y por los que han sufrido; y por Boston también.

Kenneth se pasó un dedo por el interior del cuello de la camisa e hizo una mueca.

– No me hace falta tanta retórica, Matthew, de veras. A menos que hables con esa gente, vamos a ver un gran derramamiento de sangre. La ciudad va a arder, Matthew, y tú eres la única persona que puede apagar las llamas.

Matthew liberó el sillón de su voluminoso peso de ciento veinte quilogramos, y el sillón se meció y chirrió dos o tres veces, como aliviado. El hombre negro dio la vuelta al escritorio y se detuvo delante de Kenneth; parecía el monte Monyatta, y le tapaba a su visitante el sol que entraba por la ventana. Llevaba alrededor del cuello seis o siete vueltas de cuentas africanas, discos de bronce y amuletos hechos con pelo de cabra, alambre de cobre y vidrio.

– «¿Puedes levantar la voz hacia las nubes -citó- para que el agua abundante te cubra? ¿Puedes enviar por delante luces que vayan y te digan "aquí estamos"? ¿Conoces las ordenanzas de los cielos, o fijas su autoridad sobre la tierra?»

Kenneth levantó la vista lentamente hasta que estuvo mirando a Matthew directamente a la cara.

– «He oído de Vos por medio del oído -citó a su vez-. Pero ahora mi ojo Os ve.»

Matthew se quedó mirándolo durante un buen rato. Luego alargó la mano sobre el escritorio, cogió el teléfono portátil y lo dejó caer en el espacioso bolsillo de la túnica, junto con la cartera y las llaves del coche.

– Eres un hombre muy listo, señor teniente de alcalde -le dijo-. Será mejor que me lleves allá abajo, al infierno.

SEIS

Al salir del coche, Michael vio el humo que se elevaba desde el distrito de Roxbury; permaneció de pie un rato en el aparcamiento contemplándolo y escuchando el distante y apagado ulular de sirenas. Algunos helicópteros revoloteaban en el cielo; describían círculos sobre la Combat Zone, en una especie de danza aérea, y luego se alejaban de nuevo.

Era un día húmedo, no soplaba la brisa y el aire tenía cierto sabor a cobre, como las monedas de penique. El informe meteorológico de aquella mañana había previsto tormentas eléctricas y copiosas lluvias.

Michael cerró el coche y atravesó el aparcamiento hacia la entrada del Hospital Central de Boston haciendo tintinear las llaves. Había llegado en coche desde New Seabury la tarde anterior y había pasado la noche en el sofá de Joe Garboden. Aquella mañana se había presentado en la compañía Plymouth Insurance con un tenue dolor de cabeza producido por la alta presión atmosférica, aunque ayudado e instigado por la botella de whisky que habían apurado entre Joe y él para celebrar el regreso de Michael. Ya le habían dado la bienvenida oficial por su vuelta a Plymouth Insurance, y le habían entregado una carpeta de anillas marrón donde se leía: «O'BRIEN.»

Había estado leyendo la mayor parte del expediente mientras se comía a solas una hamburguesa con queso y se bebía una cerveza en el Clarke's Saloon, enfrente de Faneuil Hall. Había querido estudiar detenidamente todos los antecedentes antes de encontrarse cara a cara con Kevin Murray y Arthur Rolbein, los dos investigadores que habían estado representando los intereses de Plymouth Insurance hasta aquel momento.

Era consciente de que, probablemente, les sentaría mal que lo hubieran metido a él en aquello; Kevin Murray había hecho todo lo que había podido, pero la policía y el forense le habían proporcionado solamente una información superficial, y el portavoz de la Administración Federal de Aviación había respondido invariablemente a todas sus preguntas con un «a partir de este punto, no estamos en situación de hacer especulaciones».

En el expediente había una anotación interesante de Arthur Rolbein. Había hablado con el propietario del yate que se había acercado remando hasta la costa en un bote neumático después de ver cómo se estrellaba el helicóptero de John O'Brien en la playa Nantasket. Era un director de publicidad de Nueva York llamado Neal Masky, y poseía una pequeña casa de veraneo en Cohasset.

«Masky: Después de que el helicóptero se estrelló en la playa, todo quedó sumido en un silencio increíble durante un buen rato. No sé, por lo menos tres o cuatro minutos. Cambié el rumbo y fue entonces cuando vi una camioneta negra o azul oscuro aparcada no demasiado lejos de los restos del helicóptero. No sabía cómo había podido llegar hasta allí… yo no la había visto acercarse después del choque, aunque es posible que no la viera porque estaba muy ocupado virando contra el viento, y el helicóptero me obstruía la visión. De todos modos, yo estaba tan preocupado por la gente del helicóptero que después del accidente seguí mirando todo el rato hacia allí para ver si se veían señales de vida, y estoy seguro de que me habría dado cuenta si entonces se hubiera acercado una camioneta. No comprendo cómo pudo pasarme inadvertida. Yo me imagino que ya se encontraba allí estacionada… ya sabe, desde antes de que el helicóptero se estrellase.

»Rolbein: Dice usted que vio a alguien rondando entre los restos. Alguien que llevaba un abrigo negro.

«Masky: Eso es. No podría darles a ustedes ningún tipo de detalles, se trataba de un abrigo muy abultado. Bueno… no estoy del todo seguro de que abultado sea la palabra apropiada. Puede que voluminoso.

«Rolbein: ¿Qué estaba haciendo esa persona, qué alcanzó usted a distinguir?

«Masky: Aquella persona llevaba cierto tipo de maquinaria, un tipo de herramienta cortante, como la que utilizan los bomberos en los accidentes de tráfico. Entonces oí que el generador se ponía en marcha, y vi a aquel individuo levantar las cizallas como una especie de pinzas de cangrejo metálicas.

«Rolbein: Las mandíbulas de la vida.»

Masky: ¿Es así como las llaman? No lo sabía. A mí me parecieron unas pinzas de cangrejo.

«Rolbein: Entonces, ¿vio usted a esa persona sacar algo de los restos del helicóptero? ¿Estoy en lo cierto?

»Masky: Cierto, así es. No puedo aventurarme a suponer qué era. Grité, pero yo todavía estaba demasiado lejos para que me oyera. Empecé a remar más rápido, pero, naturalmente, cuando uno rema en un bote neumático lo hace de espaldas a la dirección en que viaja, y lo siguiente que noté fue el enorme ruido de una explosión. Después sentí una ráfaga de calor en la nuca, y vi que aquel puñetero helicóptero se había incendiado de punta a punta.

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