Thomas Harris - Domingo Negro

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Con una impresionante hoja de servicios, el veterano de la guerra de Vietnam Michael J. Lander proyecta un diabólico atentado, que tendrá en jaque a los servicios de seguridad. Cuando concibió la operación, no pensó que necesitaría ayuda, pero, a medida que urdía su plan, decidió darle una nueva dimensión con el apoyo de Septiembre Negro y una coartada política. Poco después, el proyecto cobra forma y le depara un insospechado encuentro con Dahlia Iyad, una hermosa mujer que lucha por la causa de la liberación de Palestina.

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Awad pensaría hasta el último momento que Fasil lo esperaba con un coche en Audubon Park, más allá del estadio.

Aquí estaba el garaje, ligeramente apartado de la calle tal como lo había descrito Dahlia. Una vez adentro y habiendo asegurado la puerta, Fasil abrió la parte de atrás del camión. Todo estaba en orden. Probó el motor del elevador a horquilla. Arrancó inmediatamente. Perfecto. Tan pronto llegara Awad y pudiera terminar los preparativos, sería el momento de llamar a Dahlia, ordenarle matar al norteamericano y venir a Nueva Orleans.

23

Lander lanzó un quejido y se movió en su cama del hospital. Dahlia Iyad dejó el plano de Nueva Orleans que estudiaba concienzudamente y se puso de pie. Se le había dormido una pierna. Renqueó hasta llegar junto a la cama y colocó su mano sobre la frente de Lander. Su piel quemaba. Le pasó un lienzo frío por las sienes y las mejillas y cuando su respiración tomó un ritmo constante, regresó nuevamente a su asiento junto a la luz.

Un cambio curioso se registraba en Dahlia cada vez que se aproximaba a la cama. Sentada en su silla con el mapa, pensando en Nueva Orleans, podía mirar a Lander con la mirada fría y firme de un gato, una mirada llena de posibilidades, determinadas todas y cada una solamente por su voluntad. Su cara denotaba ternura y preocupación cuando se acercaba al lecho del enfermo. Ambas expresiones eran auténticas. Nadie tuvo jamás una enfermera más solícita y peligrosa que Dahlia Iyad.

Durmió durante cuatro días en un catre del hospital de Nueva Jersey. No se atrevía a dejarlo por miedo a que delirara y hablara sobre la misión. Deliró varias veces, pero sobre Vietnam y personas que no conocía. Y sobre Margaret. Se pasó una tarde entera repitiendo:

– Tenías razón, Jergens.

No sabía si había perdido la razón. Sabía que faltaban doce días para la fecha del atentado. Estaba dispuesta a hacerlo si lograba salvarlo. Si no, bueno, moriría de todas formas. Una alternativa no era peor que la otra.

Sabía que Fasil tenía prisa. Pero la prisa puede resultar peligrosa. Si Lander no estaba en condiciones de volar y el nuevo arreglo de Fasil no le gustaba, lo eliminaría. La bomba era demasiado valiosa para desperdiciarla en una operación organizaba a toda prisa en el último minuto. Valía mucho más que Fasil. No le perdonaría jamás el haber tratado de esquivar el bulto en Nueva Orleans. Sus rodeos no fueron la consecuencia de una falta de valor como el caso del japonés que mató antes del atentado en el aeropuerto de Lod. Fueron el resultado de una ambición personal, y eso era mucho peor.

– Esfuérzate, Michael -susurró-. Trata con todas tus fuerzas.

Durante las primeras horas de la mañana del primero de enero, agentes federales y la policía local registraron los aeropuertos que circundaban Nueva Orleans: Houma, Thibodaux, Slidell, Hammond, Greater St. Tammany, Gulfport, Stennis International y Bogalusa. Sus informes no cesaron de llegar durante toda la mañana. Nadie había visto a Fasil ni a la mujer.

Corley, Kabakov y Moshevsky se dedicaron al aeropuerto internacional de Nueva Orleans y al de Lakefront, pero sin éxito. El viaje de regreso a la ciudad fue bastante tétrico. Corley, encargado de verificar por la radio, fue informado de que todas las comunicaciones de la aduana en los lugares de acceso al país y todos los datos suministrados por Interpol eran negativos. No había rastros del piloto libio.

– Ese desgraciado puede estar rumbo a cualquier parte -dijo Corley al apretar a fondo el acelerador en la autopista.

Kabakov miraba por la ventanilla en un silencio lleno de amargura. El único despreocupado era Moshevsky. La noche anterior había presenciado la última función del Hotsy-Totsy Club de Bourbon Street en lugar de irse a la cama, y en esos momentos dormía plácidamente en el asiento de atrás.

Giraron en Poydras rumbo al edificio federal cuando apareció el helicóptero sobre los edificios circundantes, como un gran pájaro ahuyentado de su nido, planeando sobre el Superdome con un objeto pesado y cuadrado colgando debajo del fuselaje.

– Epa, epa, epa, David -dijo Corley. Se inclinó sobre el volante para observar por el parabrisas y clavó los frenos. El coche que venía detrás hizo sonar la bocina indignado y lo pasó por la derecha, profiriendo su conductor toda clase de insultos del otro lado de la ventanilla.

El corazón de Kabakov dio un salto al ver la máquina y siguió latiendo aceleradamente. Sabía que era demasiado temprano todavía para tratarse del atentado, y pudo advertir que el objeto que estaba suspendido debajo del helicóptero era una pieza de maquinaria, pero la visión coincidía perfectamente con la imagen fabricada en su mente.

El lugar de aterrizaje quedaba hacia el Este del Superdome. Corley estacionó el coche a cien metros de distancia, junto a un montón de vigas.

– Si Fasil está vigilando el lugar será mejor que no lo reconozca -dijo Corley-, buscaré unos cascos.- Desapareció en la construcción y volvió con tres cascos de plástico amarillo y unas antiparras.

– Coge unos prismáticos y sube a la cúpula, allí donde puede verse el lugar de aterrizaje desde esa abertura -le dijo Kabakov a Moshevsky-. Ocúltate del sol y vigila las ventanas del otro lado de la calle, a cualquier altura y en el perímetro de la zona de carga.

Moshevsky se puso en marcha al escuchar la última palabra.

El personal terrestre arrastró otra carga hacia el helipuerto y la máquina comenzó el descenso para recogerla, balanceándose suavemente. Kabakov entró a la casilla situada al borde de la pista y miró por la ventana. Cuando Corley se acercó el director de cargas estaba protegiéndose los ojos con su mano del reflejo del sol y daba órdenes por una radio.

– Pídale al helicóptero que baje, por favor -dijo Corley disimulando su chapa de identificación entre las manos de modo que solamente el jefe de cargas pudiera verla. Este miró la chapa y levantó luego la vista hacia Corley.

– ¿Qué pasa?

– ¿Le dirá que baje?

El jefe de cargas habló por su radio e impartió una orden a gritos al personal terrestre. Arrastraron la gran bomba refrigerante de la pista y volvieron sus caras para evitar el polvo que volaba mientras la máquina se posaba torpemente en tierra. El jefe hizo una señal con su mano como si estuviera serruchando la muñeca y luego lo llamó. El gran rotor disminuyó la velocidad de sus giros hasta detenerse por completo.

El piloto dio media vuelta en su asiento y se dejó caer a tierra. Estaba vestido con un traje azul de la aviación de la marina, tan gastado que sus rodillas y codos parecían blancos.

– ¿Qué pasa, Maginty?

– Este sujeto quiere hablar contigo -dijo el jefe de cargas.

El piloto examinó la credencial de Corley. Kabakov no advirtió reacción alguna en su cara morena.

– ¿Le importa si entramos a la casilla? ¿Podría acompañarnos, señor Maginty?

– Bueno -respondió el jefe de cargas-. Pero no olvide que esta batidora le cuesta quinientos dólares por hora a la compañía de modo que le agradecería que fuera lo más breve posible.

Corley sacó la fotografía de Fasil una vez que estuvieron dentro de la desordenada casilla.

– Han visto…

– ¿Por qué no se presentan primero? -dijo el piloto-. Es lo correcto, y total, a Maginty sólo le costará doce dólares por el tiempo perdido.

– Sam Corley.

– David Kabakov.

– Me llamo Lamar Jackson -respondió estrechándoles las manos con solemnidad.

– Es un asunto relativo a la seguridad de la nación -dijo Corley. Kabakov creyó advertir un dejo de diversión en los ojos del piloto ante el tono de Corley-. ¿Han visto a este hombre?

Jackson arqueó las cejas al ver la fotografía.

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