Thomas Harris - Hannibal
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El monstruo se recostó una miera en su asiento. «Ah, por fin hemos llegado al meollo de la cuestión. Tanto recuerdo de colegiala empezaba a empalagarme.»
Starling intentó balancear las piernas bajo el asiento como una niña, pero le habían crecido demasiado.
– Tenía aquel trabajo, iba a donde le decían y hacía lo que le mandaban, salía de ronda con aquel maldito reloj de vigilante, hasta que lo mataron. Y mamá tuvo que lavar la sangre de su sombrero para enterrarlo con él. ¿Vino alguien a casa? Nadie. Después bien pocos SNO BALLS hubo, ya se lo puede creer. Mamá y yo, limpiando habitaciones de motel. La gente que dejaba condones usados en las mesillas. Lo mataron y nos dejó solas porque era un jodido estúpido. Tenia que haberles dicho a los soplapollas del Ayuntamiento que se metieran el trabajo donde les cupiera.
Cosas que jamás habría dicho, cosas proscritas en la superficie de su cerebro.
Desde el comienzo de su relación, el doctor Lecter la había provocado llamando a su padre «el vigilante nocturno». Ahora se transformó en Lecter, el protector de la memoria paterna.
– Clarice, él nunca deseó otra cosa que tu bienestar y tu felicidad.
– Pon las buenas intenciones en una mano y la mierda en la otra, a ver cuál de las dos se llena antes -le espetó.
Aquella expresión del orfanato hubiera debido resultarle especialmente chabacana viniendo de una mujer tan atractiva, pero el doctor Lecter parecía complacido, incluso satisfecho.
– Clarice, quiero pedirte que me acompañes a otra habitación -dijo-. Tu padre te ha hecho una visita, que ha dependido de ti. Ya has visto que, a pesar de tu intenso deseo de que se quedara contigo, no ha podido. Él te ha visitado a ti. Ahora te ha llegado el momento de visitarlo a él.
Un largo pasillo hacia una habitación de invitados. La puerta estaba cerrada.
– Espera un momento, Clarice -le pidió el doctor, y entró. Starling se quedó en el pasillo con la mano en el pomo y oyó el roce de una cerilla.
El doctor Lecter abrió la puerta.
– Clarice, sabes que tu padre está muerto. Lo sabes mejor que nadie.
– Sí.
– Entra y míralo.
Los huesos de su padre estaban en una de las dos camas gemelas, y el contorno del tórax y los huesos largos destacaban bajo la sábana blanca, como el ángel de nieve de un niño.
El cráneo, que habían dejado limpio los diminutos carroñeros oceánicos de la playa del doctor Lecter, reseco y blanco, descansaba sobre el almohadón.
– ¿Dónde está su estrella, Clarice?
– Se la quedó el condado. Dijeron que valía siete dólares.
– Esto es él, esto es todo lo que queda de él. A esto lo ha reducido el tiempo.
Starling miró los huesos. Se dio la vuelta y dejó el cuarto con viveza. No era una retirada, y Lecter no la siguió. Esperó en la semioscuridad. No tenía miedo, pero la oyó volver con los oídos tan alerta como los de una cabra atada a una estaca. Algo metálico y brillante en la mano de la mujer. Una insignia, la placa de John Brigham. La puso sobre la sábana.
– ¿Qué te importa una insignia, Clarice? Le hiciste un agujero de bala a una en el granero.
– A él le importaba más que ninguna otra cosa. Eso fue todo lo que aprendió.
La última palabra salió distorsionada de su boca, que se curvó hacia abajo. Cogió el cráneo de su padre y se sentó en la otra cama, mientras lágrimas calientes le afloraban a los ojos y resbalaban por las mejillas.
Como una criatura, cogió el faldón de su jersey, se lo llevó a la cara y sollozó; las amargas lágrimas golpeteaban en la parte superior del cráneo, que reposaba en su regazo con el diente enfundado reluciendo.
– Quiero a mi papá, fue tan bueno conmigo como supo. Fue la mejor época de mi vida.
Y era cierto, no menos cierto que antes de que dejara fluir su cólera.
Cuando el doctor Lecter le dio un pañuelo de papel, se limitó a cogerlo y apretarlo en el puño, y fue él quien le secó la cara.
– Clarice, voy a dejarte a solas con estos restos. Restos, Clarice. Si gritas tu dolor dentro de esas órbitas, no te contestará nadie -puso las manos sobre las sienes de Starling-. Lo que necesitas de tu padre está aquí, en tu cabeza, y sometido a tu juicio, no al suyo. Ahora te dejaré sola. ¿Quieres que deje las velas?
– Sí, por favor.
– Cuando salgas, trae sólo lo que necesites.
La esperó en la sala, ante el fuego. Pasó el rato tocando su theremin , moviendo las manos en el campo electrónico para crear la música, haciendo planear las manos que había puesto en la cabeza de Clarice Starling como si estuviera dirigiendo la música. Adivinó que ella estaba de pie a sus espaldas momentos antes de acabar la melodía.
Cuando se volvió, vio que su sonrisa era suave y triste, y que tenía las manos vacías.
El doctor Lecter siempre buscaba un patrón.
Sabía que, como toda criatura sensible, a partir de sus experiencias tempranas Starling había creado matrices, estructuras mediante las cuales comprendía las percepciones posteriores.
Cuando habló con ella a través de los barrotes de su celda del manicomio, hacía ya tantos años, descubrió una de las más importantes para Starling, la matanza de los corderos y los caballos en el rancho que fue su hogar adoptivo. El sufrimiento de aquellos animales la había dejado marcada para siempre.
El aguijón que la había estimulado durante su obsesiva y victoriosa persecución de Jame Gumb no había sido otro que el sufrimiento de su víctima.
No era otro el motivo por el que lo había salvado a él de la tortura.
Estupendo. Comportamiento según un patrón.
Buscando como siempre la reproducción de roles, el doctor Lecter llegó a la conclusión de que Starling había visto en John Brigham las cualidades positivas de su padre; además de heredar las virtudes paternas, el infortunado Brigham había sido investido con el tabú del incesto. Brigham, y probablemente Crawford, tenían los buenos atributos del padre. ¿Dónde estaban los malos?
El doctor Lecter buscaba el resto de aquella matriz partida. Mediante drogas y técnicas de hipnosis elaboradas por su experiencia terapéutica, estaba descubriendo en la personalidad de la mujer nodulos duros y resistentes, como nudos en la madera, y antiguos resentimientos tan inflamables como la resina.
Dio con escenas de implacable brillantez, muy antiguas pero cuidadas con mimo y llenas de detalles, que hacían relampaguear una ira primaria a través del cerebro de Starling, como rayos recorriendo la masa de cúmulos que precede a una tormenta.
La mayor parte tenían que ver con Paul Krendler. El resentimiento por las injusticias reales que había sufrido a manos de aquel individuo estaba cargado con la cólera que sentía hacia su padre y que nunca podría reconocer. Nunca podría perdonarle que hubiera muerto. Había abandonado a su familia, había dejado de pelar naranjas en la cocina. Había condenado a la madre al plumero y la fregona. Había dejado de estrechar a Starling contra su pecho con su enorme corazón retumbando como el de Hannah cuando yegua y muchacha cabalgaron hacia la noche.
Krendler era el icono del fracaso y la frustración. La persona más a propósito para cargar con las culpas. Pero ¿sería ella capaz de desafiarlo? ¿O tenía Krendler, y cualquier otra autoridad o tabú, el poder suficiente para confinar a Starling en lo que el doctor Lecter consideraba una vida insignificante y falta de horizontes?
Pero habia un signo de esperanza. Aunque estaba marcada por la insignia, Clarice era capaz de agujerear una de un disparo y matar a su portador. ¿Por qué? Porque había decidido actuar, había identificado a quien la llevaba con un criminal y emitido la sentencia, sobreponiéndose al tabú que la estigmatizaba. Flexibilidad potencial. La corteza cerebral gobernaba. ¿Significaba aquello que dentro de Starling había sitio para Mischa? ¿O era tan sólo una buena cualidad más del sitio que Starling tendría que desalojar?
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