Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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– Creo que sí quiero una Coca -dijo Margot.

– Antes de que te la traiga, déjame que te enseñe una cosa que tengo para ti. Créeme, puedo tranquilizarte por completo y no te costará un dólar. Es un segundo. No te vayas.

Cogió un destornillador de una lata llena de herramientas que había en la encimera. Consiguió hacerlo sin darle la espalda.

En una pared de la cocina había lo que parecían dos cajetines de fusibles. En realidad uno de ellos había reemplazado al otro al cambiar la instalación y sólo el de la derecha estaba en servicio.

Al encararlos Barney no tuvo más remedio que dar la espalda a Margot. Abrió el de la izquierda tan deprisa corno pudo. Ahora podía verla por el espejo empotrado en la tapa. Ella metió la mano en el bolso grande. La metió, pero no la sacó.

Después de desenroscar los cuatro tornillos, Barney pudo quitar el panel desconectado. Tras él había un hueco en el muro.

Metió la mano con cuidado y sacó una bolsa de plástico.

Percibió un alto en la respiración de Margot cuando extrajo de la bolsa el objeto que contenía. Era un rostro tan famoso como brutal: la máscara que ponían al doctor Lecter en el Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore para impedir que mordiera a alguien. Aquel era el último y más valioso artículo del botín de recuerdos de Lecter que Barney conservaba.

– ¡Guau! -dijo Margot.

Barney depositó la máscara en la mesa, boca abajo sobre un papel encerado, bajo la brillante lámpara de la cocina. Sabía que al doctor Lecter nunca le habían permitido limpiarla. La saliva seca estaba incrustada en la parte interior de la abertura para la boca. En uno de los remaches que fijaban las correas a la máscara había tres pelos arrancados de raíz.

Un vistazo a Margot le permitió comprobar que la mujer estaba pendiente del objeto.

Barney sacó la bolsita para mujeres violadas del armario de la cocina. Contenía bastoncillos de algodón, agua esterilizada, gasas y frascos de pildoras vacíos.

Con infinito cuidado limpió las escamas de saliva con un bastoncillo húmedo. Metió el bastoncillo en uno de los frascos. Arrancó los cabellos de la máscara y los guardó en otro.

Imprimió el pulgar en la parte pegajosa de dos trozos de cinta adhesiva dejando una huella dactilar nítida en ambas ocasiones, y selló los tapones de los frascos. Los metió en la bolsita y se los entregó a Margot.

– Supongamos que me meto en algún lío, pierdo la cabeza e intento sacarte pasta. Pongamos que intentara contar a la policía alguna historia tuya para librarme de unos cuantos cargos. Ahí tienes pruebas de que fui al menos un cómplice en la muerte de Mason Verger, y hasta puede que lo hiciera todo yo solo. Como mínimo te habría proporcionado el ADN.

– Te concederían la inmunidad para que me traicionaras.

– Por complicidad, tal vez. Pero no por tomar parte físicamente en un asesinato tan sonado. Me prometerían inmunidad como cómplice y después me joderían en cuanto se figuraran que había participado. Estaría jodido para siempre. Lo tienes ahí, entre tus manos.

Barney no estaba seguro de lo que decía, pero sonaba bien.

Además, Margot tenía la posibilidad de colocar el ADN de Lecter en la ficha con los antecedentes de Barney en caso de necesidad, y ambos lo sabían.

Se lo quedó mirando con sus brillantes ojos azules de carnicera durante unos instantes que a Barney le parecieron eternos.

Luego dejó la mochila sobre la mesa.

– Aquí dentro hay un montón de dinero -dijo-. Suficiente para ver todos los Vermeer del mundo. Una vez -parecía un fanto aturdida, y extrañamente feliz-. Tengo el gato de Franklin en el coche, he de irme. Franklin, su madre adoptiva, su hermana Shirley, un tipo llamado Stringbean y Dios sabe cuánta gente más van a venir a Muskrat en cuanto el crío salga del hospital. Me ha costado cincuenta dólares conseguir el puto gato. Estaba viviendo en la casa de sus antiguos vecinos con un nombre falso.

No guardó la bolsita de plástico en el bolso. Se la llevó en la mano libre. Barney supuso que prefería no enseñarle las otras opciones que contenía el bolso.

– ¿Crees que me merezco un beso? -le preguntó Barney en la puerta.

Ella se puso de puntillas y le dio un beso rápido en los labios.

– Tendrás que conformarte con eso -dijo Margot, muy formal. Las escaleras crujieron mientras bajaba.

Barney cerró la puerta con llave y se quedó varios minutos con la frente apoyada contra la frescura del frigorífico.

CAPÍTULO 99

Al despertarse, Starling oyó lejana música de cámara y aspiró los penetrantes olores de la cocina. Se sentía como nueva y con apetito. Un golpecito en la puerta, y el doctor Lecter entró vestido con pantalones oscuros, camisa blanca y una corbata inglesa. Le traía un vestido largo en una bolsa y un cappuaino caliente.

– ¿Has dormido bien?

– De miedo, gracias.

– El chef me comunica que comeremos en hora y media. Los cócteles se servirán dentro de una hora; ¿le parece bien a la señora? He pensado que tal vez te guste esto; mira a ver cómo te está -dijo el doctor Lecter; luego colgó la bolsa en el armario y salió sin hacer ruido.

Starling no miró en el armario hasta después de darse un largo baño, pero cuando lo hizo se sintió muy complacida. Encontró un vestido largo de seda color crema, con un escote estrecho pero profundo, debajo de una exquisita chaqueta adornada con cuentas.

En el tocador había un par de pendientes con colgantes de esmeraldas pulidas pero sin tallar. Las piedras despedían un intenso fuego verde a pesar de no tener facetas.

El pelo nunca le había dado problemas. Físicamente se sentía muy cómoda con aquella ropa. Aunque no estaba acostumbrada a vestir con tanta elegancia, no se entretuvo ante el espejo; se limitó a mirarse en él para comprobar que todo estaba en su sitio.

El casero alemán había hecho construir unas chimeneas desproporcionadas. En la sala de estar ardía un único tronco enorme cuando Starling se acercó a la calidez del hogar haciendo suspirar la seda.

Música proveniente del clavicémbalo de un rincón. Sentado al instrumento, el doctor Lecter, en esmoquin.

El doctor alzó los ojos y, al verla, contuvo el aliento. Sus manos también se detuvieron, abiertas sobre el teclado. Las notas del clavicémbalo apenas duran y, en el repentino silencio de la sala, Starling pudo oírlo inspirar.

Ante el fuego los esperaban dos copas. Lillet con una rodaja de naranja. El doctor se acercó a cogerlas y le tendió una.

– Aunque pudiera verte cada día, siempre recordaría este momento -le dijo él, mientras sus oscuros ojos la envolvían.

– ¿Cuántas veces me ha visto, que yo no sepa?

– Sólo tres.

– Pero aquí…

– Esto está fuera del tiempo, y lo que haya podido ver mientras cuidaba de ti no compromete tu intimidad. Está guardado en el lugar que le corresponde, con las mediciones de tu temperatura y tu tensión arterial. Aunque tengo que confesarte que es un placer verte dormida. Eres muy hermosa, Clarice.

– El aspecto es un accidente, doctor Lecter.

– Si el atractivo fuera un premio a los merecimientos, seguirías siendo hermosa.

– Gracias.

– No me des las gracias.

Un movimiento imperceptible de la cabeza le bastó para expresar su incomodidad tan bien como si hubiera arrojado la copa al fuego.

– Lo he dicho como lo siento -aseguró Starling-. ¿Hubiera preferido que dijera «Me alegro de que me vea así»? Hubiera sido más original, e igual de cierto.

Starling se llevó la copa a los labios bajo su tranquila mirada de campesina, que no ocultaba nada.

En ese momento el doctor Lecter comprendió que, a pesar de todos sus conocimientos y su perspicacia, nunca sería capaz de predecir sus reacciones totalmente, o de poseerla por completo. Podía alimentar la oruga, podía susurrar a través de la crisálida, pero lo que surgiera después obedecería a su propia naturaleza y estaría fuera de su control. Se preguntó si llevaría la 45 en la pierna, bajo el vestido.

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