Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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Barney tenía mucho dinero. No era un manirroto, pero tampoco mezquino. De todas formas, los únicos asientos disponibles estaban en el paraíso, entre los estudiantes.

Previendo la distancia, Barney alquiló anteojos en el vestíbulo.

El enorme teatro es una mezcla de Renacimiento italiano y estilos clásico y neoclásico, pródigo en latón, dorados y felpa roja. Las joyas relucían en la muchedumbre como los flashes en un partido de fútbol.

Lillian le explicó el argumento antes de que empezara la obertura susurrándole al oído.

Justo antes de que las luces de la sala se apagaran e hicieran desaparecer el patio de la vista de los asientos baratos, Barney localizó a la rubia platino y su acompañante. Acababan de atravesar las cortinas doradas de un decorado palco próximo al escenario y se disponían a tomar asiento. Las esmeraldas de la garganta femenina destellaron heridas por las luces de la sala cuando se inclinó.

Barney no había podido más que vislumbrar su perfil derecho cuando entraba en el teatro. Ahora había visto el izquierdo.

Los estudiantes que le rodeaban, veteranos de las alturas operísticas, se habían provisto de todo tipo de artüugios para no perder detalle. Uno tenía un catalejo tan largo que despeinaba al espectador de delante. Barney se lo cambió por sus anteojos para enfocar el lejano palco. Era difícil volver a localizarlo con el reducido campo de visión de aquella antigualla, pero cuando lo consiguió la pareja parecía sorprendentemente cercana.

La mujer tenía un antojo en la mejilla en la posición que los franceses llaman «coraje». Mientras Barney la espiaba, la mujer paseó la vista por la sala, la detuvo un momento sobre el gallinero y luego siguió su recorrido. Parecía contenta y su boca coralina se movía en animada charla. Se inclinó hacia su acompañante, le dijo algo y ambos se echaron a reír. Puso su mano sobre la de él y se quedó cogiéndole el pulgar.

– Starling -dijo Barney conteniendo el aliento.

– ¿Qué? -susurró Lillian.

A Barney le costó un triunfo seguir el primer acto de la ópera. En cuanto se encendieron las luces para el primer intermedio, volvió a dirigir el catalejo hacia el palco. El caballero cogió una copa de champán de la bandeja que le tendía un camarero y se la pasó a la señora; después cogió otra para él. Barney enfocó el catalejo en su rostro y observó la forma de sus orejas.

Lo deslizó a lo largo de los brazos desnudos de la mujer. No tenían marcas, y sus ojos de experto apreciaron el buen tono muscular.

Mientras Barney estaba mirando, el hombre volvió la cabeza como para captar un sonido lejano y miró hacia el paraíso. Se llevó los gemelos a los ojos. Barney hubiera jurado que le apuntaban. Se puso el programa de mano ante la cara y se arrellanó en el asiento intentando quedar por debajo de los que lo rodeaban.

– Lillian -dijo-, me gustaría pedirte un favor muy grande.

– Uy -le respondió ella-, si es tan grande como alguno de los otros, más vale que lo oiga antes.

– Nos iremos en cuanto apaguen las luces. Vuela conmigo a Río esta misma noche. Sin preguntas.

El Vermeer de Buenos Aires es el único que Barney no llegó a ver nunca.

CAPÍTULO 103

¿Seguimos a esta pareja tan atractiva fuera de la Ópera? De acuerdo, pero con sumo cuidado…

A finales del milenio, Buenos Aires sigue poseido por el tango, y sus noches tienen un encanto especial. El Mercedes, con las ventanillas bajadas para dejar entrar la música de las salas de baile, ronronea a través del barrio de La Recoleta hacia la avenida Alvear, y desaparece en el patio de un exquisito edificio modernista próximo a la embajada francesa.

El aire es suave y en la terraza del ático los espera una cena tardía, pero la servidumbre ya se ha ido.

Entre los criados de la casa reina un excelente estado de ánimo, pero también una disciplina férrea. Tienen prohibido entrar en el piso superior de la mansión antes de mediodía. O después de haber servido el primer plato de la cena.

El doctor Lecter y Clarice Starling suelen hablar durante la cena en idiomas distintos al inglés materno de la mujer. Clarice adquirió las bases del francés y el español en la universidad, y se ha dado cuenta de que tiene buen oído. Durante las comidas hablan sobre todo italiano; ella se siente extrañamente libre con los matices visuales de esa lengua.

En ocasiones nuestra pareja baila a la hora de la cena. Otras veces no acaban de cenar.

Su relación tiene mucho que ver con la perspicacia de Clarice Starling, que la acepta y la cultiva con avidez. Tiene mucho que ver con la sabiduría de Hannibal Lecter, que va mucho más allá de los límites de su experiencia. Es posible que Clarice Starling lo asuste un poco. El sexo es una magnífica estructura que añaden a cada día.

Clarice Starling ha empezado a erigir su propio palacio de la memoria. Comparte algunas habitaciones con el doctor Lecter, que la ha sorprendido en ellas varias veces, pero crece a su propio ritmo. Está lleno de cosas nuevas. En él puede visitar a su padre. Hannah pace allí. Puede encontrar en él a Jack Crawford cada vez que desea verlo inclinado sobre su escritorio. Al mes de haber recibido el alta del hospital, los dolores de pecho le volvieron durante la noche. En lugar de llamar una ambulancia y volver a pasar por el mismo calvario, prefirió darse la vuelta y buscar refugio en el lado de la cama que había ocupado su esposa.

Starling se enteró del fallecimiento de Jack Crawford durante una de las visitas regulares del doctor Lecter al sitio web del FBI abierto al público para contemplar su imagen entre los «Diez más buscados». El Bureau sigue usando una fotografía que lleva dos cómodos rostros de retraso.

Tras leer la esquela de Crawford, pasó la mayor parte del día caminando sola, y se alegró de volver a casa a la caída de la tarde.

Un año antes había hecho engastar una de sus esmeraldas en un anillo. En la parte interior hizo grabar la inscripción AM-CS. Ardelia Mapp lo recibió en un envoltorio que no revelaría nada, con una nota. «Querida Ardelia: Estoy bien, mejor que bien. No me busques. Te quiero. Siento haberte asustado. Quema esta nota. Starling.»

Mapp fue con el anillo a la orilla del río Shenandoah, donde Starling solía correr. Anduvo largo rato apretándolo en el puño, colérica, con los ojos ardiendo, dispuesta a arrojarlo al agua, imaginando la curva que describiría en el aire y el pequeño ¡plop! Al final se lo puso en el dedo y forzó al puño a meterse en el bolsillo. Mapp no acostumbra a llorar. Caminó largo rato, hasta que consiguió calmarse. Cuando volvió al coche, había oscurecido.

Es difícil saber lo que Starling recuerda de su antigua vida, lo que ha elegido guardar. Las drogas que la sostuvieron durante los primeros días no han formado parte de sus vidas desde hace mucho tiempo. Ni las largas conversaciones con una sola fuente de luz en la habitación.

Ocasionalmente y a propósito, el doctor Lecter deja caer una taza de té para que se haga añicos contra el suelo. Se siente satisfecho al comprobar que la taza no se recompone. Hace meses que no ha soñado con Mischa.

Tal vez algún día una taza se recomponga. Tal vez en algún sitio Starling oiga vibrar la cuerda de una ballesta y despierte sin querer, si es que ahora duerme.

Ahora nos retiraremos, mientras ellos bailan en la terraza; el prudente Barney ya ha abandonado la ciudad y a nosotros nos conviene seguir su ejemplo. Pues si cualquiera de los dos nos descubriera el resultado sería fatal para nosotros.

Podemos estar contentos de seguir vivos después de lo que hemos visto.

Agradecimientos

Para intentar comprender la estructura del palacio de la memoria del doctor Lecter, me fue de inestimable ayuda el notable libro de France A. Yates The Art of Memory , así como The Memory Palace of Matteo Ricci de Jonathan D. Spence.

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