Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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Clarice Starling le sonrió, las esmeraldas captaron el resplandor de la chimenea y el monstruo, desarmado, se felicitó por su exquisito gusto y su astucia.

– Clarice, la cena llama al gusto y al olfato, los sentidos más antiguos y los más próximos al centro de la mente. El gusto y el olfato tienen su asiento en zonas de la mente que preceden a la piedad, y la piedad no tiene cabida en mi mesa. Al mismo tiempo, las ceremonias, imágenes y conversaciones de la cena juegan en la cúpula de la corteza cerebral como milagros pintados en el techo de una iglesia. Puede ser mucho más atractivo que el teatro -acercó su rostro al de ella y leyó en sus ojos-. Quiero que comprendas qué riquezas aportas tú a todo eso, y cuáles son tus títulos. Clarice, ¿has observado tu reflejo últimamente? Me parece que no. Dudo que lo hayas hecho alguna vez. Ven al vestíbulo, ponte ante el espejo de cuerpo entero.

El doctor Lecter cogió un candelabro del mantel.

– Mira, Clarice. Esa imagen encantadora eres tú. Esta noche vas a verte desde una cierta distancia durante un rato. Verás lo que es justo, verás lo que es verdadero. Nunca te ha faltado el coraje para decir lo que pensabas, pero las restricciones te impedían ver claro. Te lo diré una vez más, la piedad no tiene cabida en esta mesa.

»Si oyes cosas que pudieran resultarte desagradables, enseguida te darás cuenta de que el contexto puede hacer de ellas algo entre absurdo e irresistiblemente cómico. Si se dicen cosas dolorosamente ciertas, comprenderás que son verdades pasajeras que cambiarán -el doctor Lecter tomó un sorbo de su copa-. Si sientes que el dolor germina dentro de ti, no tardará en florecer convertido en alivio. ¿Me comprendes?

– No, doctor Lecter, pero recordaré todo ese rollo sobre la jodida autosuperación. Ahora me gustaría disfrutar de una cena agradable.

– Eso, te lo prometo -dijo el doctor sonriendo, una visión capaz de poner los pelos de punta a muchos.

Ninguno de los dos volvió la vista hacia la imagen de la mujer en el cristal, que se había empañado; se miraron mutuamente entre las brillantes llamas del candelabro mientras el espejo los miraba a ambos.

– Mira, Clarice.

Ella contempló las rojas chispas que giraban en la profundidad de sus ojos y sintió la impaciencia de un niño que avizora una feria lejana.

El doctor Lecter buscó en el bolsillo de su chaqueta, sacó una jeringuilla con la aguja tan fina como un cabello y, sin mirar, guiándose sólo por el tacto, la hundió en el brazo de la mujer. Cuando la extrajo, la diminuta herida ni siquiera sangró.

– ¿Qué estaba tocando cuando entré?

Si el amor nos gobernara .

– ¿Es muy antiguo?

– Enrique VIII la compuso hacia 1510.

– ¿La tocará para mí? -le pidió-. ¿La acabará ahora?

CAPÍTULO 100

La brisa que produjeron al entrar en el comedor agitó las llamas de las velas y los calentadores. Starling no había visto aquella sala más que de pasada y era maravilloso contemplar la transformación. Brillante, acogedora. La esbelta cristalería reflejaba las llamas de las velas sobre la mantelería color crema, y una pantalla de flores creaba un espacio íntimo y lo aislaba del resto de la gran mesa.

El doctor Lecter había sacado la plata de los calentadores poco antes y cuando Starling se puso a juguetear con sus cubiertos percibió un calor parecido a la fiebre en el mango del cuchillo.

El doctor le sirvió vino y un pequeño amuse-gueule como entrante, una sola ostra Belon y una porción de embutido; luego entretuvo la espera ante media copa de vino, admirando a Starling en el marco de la mesa que había decorado.

La altura de los candelabros era perfecta. Las llamas iluminaban las profundidades del escote y el vestido no tenía mangas que vigilar.

– ¿Qué comeremos?

Él se llevo un dedo a los labios.

– Nunca preguntes, estropea la sorpresa.

Hablaron de la mejor manera de cortar plumas de cuervo y de su efecto sobre el sonido del clavicémbalo, y por un instante ella se acordó del cuervo que le robó a su madre los productos de limpieza en el balcón de una habitación de motel. Contemplándolo desde cierta distancia, juzgó el recuerdo irrelevante en un momento tan agradable, y lo apartó de su mente.

– ¿Tienes hambre?

– ¡Sí!

– Entonces, vamos con el primer plato.

El doctor Lecter cogió una bandeja del bufete y la colocó en la mesa; luego acercó un carrito que transportaba sus sartenes, infiernillos y pequeños cuencos de cristal con los condimentos.

Encendió los infiernillos, echó un buen pedazo de manteca de Charente en la fait-tout de cobre y la hizo girar para que se derritiera y adquiriera la tonalidad avellana de una beurre-noisette . Luego la retiró del fuego y la dejó sobre un salvamanteles de metal.

Sonrió a Starling dejando ver sus dientes inmaculados.

– Clarice, ¿recuerdas lo que hemos dicho sobre comentarios agradables y desagradables, y sobre cosas que en su debido contexto resultan divertidas?

– Esa mantequilla huele de maravilla. Lo recuerdo, sí.

– Y ¿recuerdas a la persona que has visto en el espejo, y lo espléndida que parecía?

– Doctor Lecter, no se lo tome a mal, pero esto empieza a parecerse a Dick and Jane [8]Lo recuerdo perfectamente.

– Estupendo. El señor Krendler nos va a acompañar durante el primer plato.

El doctor Lecter cogió el centro de mesa grande y lo dejó sobre el bufete.

El ayudante del inspector general, Paul Krendler en carne y hueso, estaba sentado a la mesa en un sillón de roble macizo. Krendler abrió los ojos de par en par y miró a su alrededor. Tenía puesta la cinta para el pelo que usaba cuando corría y un elegante esmoquin funerario, con la camisa y la corbata cosidas a la chaqueta. Como el traje estaba abierto por la parte de atrás, al doctor Lecter no le había costado mucho ponérselo de forma que ocultara los metros de cinta aislante que lo sujetaban al sillón.

Puede que los párpados de Starling se movieran un milímetro y que sus labios se contrajeran imperceptiblemente, como solían hacer en la galería de tiro.

A continuación el doctor Lecter cogió un par de pinzas de plata del bufete y arrancó la cinta que amordazaba a Krendler.

– Buenas noches otra vez, señor Krendler.

– Buenas noches.

Krendler no parecía el de otras veces. Su servicio de mesa tenía una pequeña sopera.

– ¿No le gustaría dar las buenas noches a la señorita Starling?

– Hola, Starling -dijo, y pareció animarse-. Siempre deseé verte comer.

Starling lo consideró a distancia, como hubiera hecho el viejo y sabio espejo de cuerpo entero.

– Hola, señor Krendler -lo saludó, y volvió la mirada hacia el doctor Lecter, que seguía atareado con sus sartenes-. ¿Cómo ha conseguido capturarlo?

– El señor Krendler se dirige a una importante entrevista relacionada con su futuro en la política -dijo el doctor Lecter-. Margot Verger lo ha invitado como un favor hacia mí. Algo así como un toma y daca. El señor Krendler trotaba hacia la pista para helicópteros del parque Rock Creek para subir al de los Verger. Pero en lugar de eso ha decidido dar un paseíto conmigo. ¿Le gustaría bendecir la mesa antes de que cenemos, señor Krendler? ¿Señor Krendler?

– ¿Bendecir la mesa? Sí, claro -Krendler cerró los ojos-. Padre, te damos las gracias por los alimentos que estamos a punto de recibir, y los dedicamos a Tu servicio. Starling es una chica demasiado mayor para estar jodiendo con su padre, por más que sea del sur. Por favor, perdónala por ello y empújala a mi servicio. En el nombre de Cristo, amén.

Starling observó que el doctor Lecter mantenía los ojos piadosamente cerrados durante la oración.

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