Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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– Si vuelves a oír este particular vibrato de la cuerda de ballesta en cualquier situación futura, ten por seguro que significa tu completa libertad, paz e independencia -dijo el doctor Lecter.

Las plumas y parte del astil asomaban entre las flores y se movían más o menos al ritmo de una batuta dirigiendo un corazón. La voz de Krendler calló de golpe y al cabo de unos pocos latidos la batuta se inmovilizó.

– ¿Es más o menos un re por debajo de medio do?

– Exacto.

Al cabo de un momento Krendler emitió un gorgoteo al otro lado del telón vegetal. No era más que un espasmo en la laringe debido a la creciente acidez de su sangre a causa de lo reciente de su muerte.

– Vamos con el segundo plato -propuso el doctor-. Pero antes, un pequeño sorbete para refrescarnos el paladar antes de la codorniz. No, no, no te levantes. El señor Krendler me ayudará a despejar la mesa, si eres tan amable de disculparlo.

Dicho y hecho. Tras la pantalla de flores, el doctor Lecter se limitó a vaciar los platos sucios en el cráneo de Krendler y luego los amontonó en su regazo. Volvió a taparle el cráneo y, cogiendo la cuerda atada al pie rodante que sostenía el sillón, lo llevó hasta la cocina.

Una vez allí el doctor Lecter volvió a montar la ballesta. Usaba el mismo tipo de pilas que la sierra para autopsias, lo cual no dejaba de ofrecer ventajas.

Las codornices tenían la piel crujiente y estaban rellenas de foie gras . El doctor Lecter habló de Enrique VIII como compositor y Starling, de diseño asistido por ordenador para crear sonidos sintéticos, de la réplica de los víbralos.

Tomarían el postre en la sala de estar, anunció el doctor Lecter.

CAPÍTULO 101

Un soufflé y copas de Chateau d'Yquem ante la chimenea de la sala de estar, con el cafe preparado en una mesita en la que Starling apoyaba un codo. El fuego bailaba en el vino dorado, que difundía su aroma sobre las profundas tonalidades del tronco incandescente. Hablaron de tazas de té y del discurrir del tiempo, y sobre las leyes del desorden.

– Y así fue como llegué a creer -concluyó el doctor Lecter- que debía haber un lugar en el mundo para Mischa, un buen lugar que alguien dejaría vacante para ella, y llegué a pensar, Clarice, que el mejor lugar del mundo era el que tu ocupabas.

El resplandor del fuego no sondeaba las profundidades de su escote tan satisfactoriamente como la luz de las velas, pero era maravilloso verlo jugar sobre los' huesos de su cara.

Starling se quedó pensativa unos instantes.

– Déjeme preguntarle algo, doctor Lecter. Si Mischa necesita un lugar de primera calidad en el mundo, y no digo que no sea así, ¿por qué no el suyo? Está bien ocupado y sé que usted no se lo negaría. Ella y yo podríamos ser como hermanas. Y si, como usted dice, hay espacio en mí para mi padre, ¿por qué no hay sitio en usted para Mischa?

El doctor Lecter parecía complacido, si por la idea o por la astucia de Starling, sería imposible decirlo. Tal vez sintiera una vaga preocupación al comprender que sus esfuerzos habían dado mejores frutos de lo que nunca hubiera imaginado.

Al dejar la copa en la mesita que tenía al lado, Starling empujó su taza de cafe, que se rompió contra el hogar. Ni siquiera la miró.

El doctor Lecter observó los fragmentos, que permanecieron inmóviles.

– No creo necesario que tome una decisión en este mismo instante -dijo Starling.

Sus ojos y las esmeraldas brillaban a la luz del fuego. Un suspiro del fuego, la tibieza que atravesaba su vestido, y un recuerdo repentino acudió a la mente de Starling. El doctor Lecter, hacía ya tanto tiempo, preguntando a la senadora Martin si había amamantado a su hija. En la calma sobrenatural de Starling se produjo un movimiento rodeado de destellos: por un instante innumerables ventanas se alinearon en su mente y pudo ver mucho más allá de su propia experiencia.

– Hannibal, ¿tu madre te dio de mamar?

– Sí.

– ¿Sentiste alguna vez que habías tenido que ceder el pecho a Mischa? ¿Sentiste alguna vez que te lo arrebataban para dárselo a ella?

Un latido.

– No lo recuerdo, Clarice. Si se lo cedí, lo hice con alegría.

Clarice Starling se llevó la mano al profundo escote de su vestido y liberó sus pechos. El aire endureció los pezones al instante.

– No tienes por qué renunciar a éstos.

Sin dejar de mirarlo a los ojos, humedeció el dedo de apretar el gatillo en el Cháteau d'Yquem caliente de su boca y una gota gruesa y dulce quedó suspendida del pezón como una joya dorada, temblando al ritmo de la respiración.

Él abandonó la silla sin dudarlo, dobló una rodilla ante ella e inclinó la cabeza, reluciente al resplandor de la chimenea, sobre el coral y la crema del busto indefenso.

CAPÍTULO 102

Buenos Aires, Argentina, tres años más tarde.

Barney y Lillian Hersh paseaban cerca del Obelisco de la avenida 9 de Julio al atardecer. La señorita Hersh, profesora en la Universidad de Londres, disfrutaba su año sabático. Ella y Barney se habían conocido en el Museo Antropológico de la ciudad de México. Se habían gustado y llevaban dos semanas viajando juntos, aprendiendo a conocerse día a día. Cada vez se lo pasaban mejor y no parecía que fueran a cansarse el uno del otro.

Habían llegado a Buenos Aires demasiado tarde para ir al Museo Nacional, donde se exponía un Vermeer en préstamo. A Lillian Hersch, la misión de ver todos los Vermeer del mundo que Barney se había impuesto le resultaba simpática, y no era un obstáculo para divertirse. Barney había visto una cuarta parte de los cuadros, así que quedaban un montón de sitios a los que ir.

Estaban buscando un sitio agradable en el que pudieran cenar en la terraza.

Las limusinas estaban aparcadas ante el Teatro Colón, el espectacular teatro de la ópera de Buenos Aires. Se detuvieron un momento para admirar a los amantes del bel canto que entraban.

Se representaba Tamerlán con un reparto extraordinario, y los asistentes a una noche de estreno en Buenos Aires son una multitud digna de ver.

– Barney, ¿te mola la ópera? Estoy segura de que fliparías. Anda, invito yo.

A Barney lo divertía oírla usar las palabras de argot que aprendía de él.

– Si consigues que entre ahí, ya lo creo que ñiparé -le dijo-. ¿Crees que nos dejarán entrar?

En ese momento, un Mercedes Maybach, azul oscuro y plata, se deslizó como un suspiro hasta estacionarse junto al bordillo. Un portero se apresuró a abrir la puerta.

Un hombre con esmoquin, delgado y elegante, salió del coche y ofreció la mano a una mujer. Al verla, la multitud que se apretaba junto a la entrada emitió murmullos de admiración. Su pelo formaba un gracioso casco de platino y llevaba un suave vestido ajustado color coral y un chai de tul blanco, como una capa de escarcha sobre los hombros. Las esmeraldas despedían destellos verdes alrededor de su garganta. Barney sólo la vio un instante entre las cabezas de la gente antes de que la corriente de los que entraban la arrastraran a ella y a su pareja.

Sin embargo, había podido ver mejor al hombre. Su cabeza era lustrosa como la piel de una nutria y la nariz tenía el mismo arco imperioso que la de Perón. Su compostura le hacía parecer más alto de lo que era.

– ¿Barney? Eh, Barney -estaba diciendo Lillian-, cuando bajes de las nubes, si es que lo consigues, ya me dirás si quieres que entremos. Si nos dejan entrar de ropilla. Bueno, ya lo he dicho, aunque no sea muy apropiado. Siempre había querido decir que iba de ropilla.

Cuando vio que Barney no le preguntaba qué quería decir «de ropilla», lo miró de arriba abajo. Siempre se lo preguntaba todo.

– Sí -dijo Barney, ausente-. Invito yo.

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