Torsten Pettersson - Dame Tus Ojos

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El comisario Harald se enfrenta al caso más difícil de su carrera: en un apacible paraje de la ciudad de Forshälla, en Finlandia, ha sido hallado el cadáver de una mujer joven, sin ojos y con una «A» grabada en el estómago. A este cadáver le siguen otros dos que presentan mutilaciones similares.
El veterano policía, famoso por meterse en la piel del asesino más allá de los límites de lo razonable, solo cuenta con una pista: unas cartas halladas en casa de las víctimas donde estas confiesan sus secretos más íntimos, sus culpas y sus pecados. Cuando él también recibe una carta, la trama da un giro inesperado que conducirá al desconcertado lector a descubrir al asesino, antes que el propio comisario Harald, en un sorprendente final.

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Por supuesto, lo hicimos, y tenía razón. Olkiluoto estaba «limpia» y estaba en su derecho a regular la producción con nuevos tipos de reglajes.

Luego se me ocurrió llamar al Forshälla Allehanda y, efectivamente, Dahlström se había puesto en contacto con ellos para hablarles de problemas en Olkiluoto. El periódico se tomó la información en serio -«podría haber sido una whistleblowen», dijo el redactor jefe-, pero no encontraron nada. El Control de Seguridad Nuclear dijo saber que la central empleaba un nuevo sistema y que todo estaba en orden. El periódico se lo había comunicado a Dahlström, pero ella no estuvo conforme y pensaba continuar de algún modo. Esa era la impresión del redactor jefe.

– Pero por nuestra parte la cuestión quedaba zanjada -añadió.

Hasta ahí nos había llevado la pista «racional» a partir de la delicada profesión de Gabriella Dahlström. Yo no creía que hubiera ninguna conspiración ni ningún secreto apasionante en su vida privada. Este no era un asesinato premeditado. Nos las teníamos que ver con un psicópata que no iba a dejar de actuar hasta que lo cogiéramos o muriera. Lo que necesitábamos para la investigación era un patrón, y este no aparecería hasta que hubiera otra muerte o más.

Y a buen seguro que habría otro asesinato. Un aviso a la población no consigue que todas las mujeres se queden en casa por la noche. Así que más valía no divulgar el asunto e incitar indirectamente al Cazador a mostrarse tan precavido que no tuviéramos la más mínima oportunidad de encontrar rastros.

¿Estaba preparado para eso? Me lo había estado preguntando toda la semana: ¿arriesgar una vida para poner fuera de juego al Cazador y salvar con ello más vidas?

Finalmente llegué a la conclusión de que tenía que estar preparado. Porque el Cazador no iba a parar por un aviso a la población. Simplemente se escondería una temporada, quizá se mudaría a otro lugar y allí volvería a matar. Era una persona hambrienta.

Acontecimientos del 27 de octubre de 2005

Al cabo de una semana recibí una llamada telefónica.

Descolgué el auricular.

– Lindmark… ¿Diga?

– Hola. Soy Hanna Tranberg -escuché que decía una voz cascada de mujer.

– Perdón, creo que no la conozco. ¿Cómo ha conseguido mi número?

– Soy la vecina.

– ¿Mi vecina? ¿Cuál de ellas?

– La vecina de Gabriella. Gabriella Dahlström.

– ¡Ah, ya, claro! La señora Tranberg -dije intentando que mi voz sonara risueña.

– Señorita. O doncella, como se decía antes en Forshälla. No sé cómo se dice hoy día. Quizá «soltera».

Se rió. Miré hacia el techo y respiré hondo. Una chismosa, pensé, y con el viejo acento cortante de los de la zona.

– Bien, señorita Tranberg, ¿puedo hacer algo por usted? ¿Tiene alguna información nueva sobre… la señorita Dahlström?

– Sí, fue horrible lo que le sucedió, que la asesinaran y probablemente se aprovecharan de ella sexualmente, como solíamos decir.

– Si la violaron es algo que en este momento no…

– Es lo que le dije al joven que vino de visita. Cómo se llamaba… de origen extranjero.

– Sí, seguramente habló usted con el asistente criminalista Borges.

– Sí. Y lo de los ojos. Que en la foto eran de cristal.

– Sí, claro, sí. Ojos de porcelana que los médicos forenses colocaron para la identificación. Pero esto es confidencial, espero que a pesar de lo atroz del asunto no haya hablado de ello con nadie. Es importante que las circunstancias de su muerte queden en la confidencialidad el mayor tiempo posible.

– Sí, precisamente. ¡Quiero decir que por supuesto que no! Pero es que ha venido alguien preguntando por ella, por la señorita Dahlström.

– Vaya, parece interesante.

– Exacto, interesante. Pero como no sabía qué podía decirle, no le dije nada.

– Hizo usted bien. Estupendo. Pero ¿puede decirme quién era?

– Un hombre de unos treinta años. O quizá cuarenta, es difícil ver la diferencia en hombres tan jóvenes. Creo que se llamaba Henrik. Dijo que conocía a la señorita Dahlström y que estaba preocupado por ella. Que hacía mucho que no sabía de ella. Yo sabía el porqué, claro, pero… fue desagradable, me sentí pillada.

– Bueno, como le he dicho, hizo usted bien, lo que necesitaríamos ahora es…

– ¿Hola? ¡Hola!

– ¡Sí, dígame!

Casi grité por el auricular y la voz me salió ronca.

– Hola, ¡se oye fatal! -gritó ella, irritada.

– Sí, ha habido una interferencia, pero ya ha pasado -la tranquilicé-. Como le decía, necesitaríamos saber quién era ese hombre. ¿Qué aspecto tenía?

– Por eso le he llamado. De hecho, le pedí que me dejara su número de teléfono. Y ahora me ando preguntando si, con todo, no debería llamarle y decirle lo que sucede. Porque está preocupado. Pero es un tema tan desagradable que pensé que quizá ustedes podrían hacerlo por mí.

– Sí, sí, claro que sí. ¿Me puede dar el número?

– Sí, un momento, voy a ponerme las gafas.

Se escuchó el golpe del auricular contra algo. Luego pareció que se caía al suelo. Arrugué nervioso la primera hoja del bloc de notas mientras intentaba calmarme.

– ¿Oiga? Ya tengo el número.

Lo anoté, le di las gracias y colgué. Cogí la nota y fui a hablar con Sonja. Su puerta estaba entornada.

– Tenemos una nueva pista, el número de alguien que ha preguntado por Gabriella Dahlström. Cógelo y mira a ver de quién es, sus datos y demás. ¡Pero todavía no lo llames! Tenemos que pensar en cómo vamos a manejar esto. Necesito dar un paseo. Tomar un poco el aire.

Recuerdo que cuando volví a mi despacho fui hasta la ventana y miré la cola de coches de Lysbäcksgatan. Aún había luz diurna, pero empezaba a oscurecer, como si el cielo presionara lentamente hacia abajo y entrara cada vez menos luz de los lados. A veces, cuando la luz otoñal menguaba hacia el invierno, tenía la impresión de que la asfixiante tapadera bajaría hasta el fondo y nos aplastaría a todos.

¿Quién era ese visitante?, pensé. No tenemos datos de ningún conocido masculino. ¿Un compañero de trabajo quizá? ¿Un vendedor? ¿No sería el Cazador, verdad? ¿Puede ser tan tonto?

O tan listo. Porque si la conocía y cree que tarde o temprano, al investigar su pasado, lo encontraremos, seguramente piensa que sería sospechoso que no se dejara ver cuando ella desaparece. El ataque es la mejor defensa. Y quizá tenga curiosidad y quiera enterarse de lo que sabemos. O nervios frágiles, si es primerizo en esto.

Me puse el abrigo y rebusqué en los bolsillos el gorro y los guantes. Cuando me dirigía hacia la puerta sonó el teléfono y tuve que volver.

– Oiga, hola, soy Hanna Tranberg de nuevo.

– Dígame, señorita Tranberg.

– Bueno, es que me expresé mal cuando le dije que le pedí el número de teléfono al hombre que vino.

Me entraron ganas de volver a arrugar un papel con fuerza entre mis dedos.

– ¿No era su número el que me dio?

– Sí, claro. Por supuesto. Pero yo no se lo pedí, fue él mismo quien me lo dio, por si me enteraba de algo sobre la señorita Dahlström. Para que lo llamara.

– Ah, bien, gracias. Nosotros nos ocuparemos de eso.

– Bueno, solo quería aclararlo. Gracias, pues. Adiós.

– Adiós.

Crucé el pequeño puente, resbaladizo por la humedad, que atravesaba el arroyo y continué por el patio de la escuela Eura, primero sin rumbo, para desentumecerme, pero luego como impulsado por una intuición. Con largas zancadas enfilé Gripenbergsgatan hacia donde vivía Gabriella Dahlström.

Soy un conocido o un amigo que hace tiempo que no sabe de ella, pensé. La he llamado muchas veces pero no contesta ni al teléfono móvil ni al fijo. Quizá no esté realmente preocupado, pero tengo curiosidad y sobre todo quiero quedar bien con ella, mostrar lo buen amigo que soy o puedo llegar a ser. Quizá llevarla a la cama. A lo mejor ya está en la cama, resfriada, demasiado cansada o afónica para hablar por teléfono. Llamo a la puerta y abre, vestida con la bata. Contenta de que esté allí, de que no la olviden aunque esté enferma y sin trabajo. Contenta de que alguien se preocupe por ella, estando acatarrada como está y con el pelo sucio, pero al mismo tiempo atractiva, envuelta por el calor de las sábanas y el aroma corporal evaporándose a su alrededor. Me ofrezco a salir y hacer la compra; ella me lo agradece, pues sus provisiones se han terminado en estos días que ha pasado en cama. Vuelvo y comemos juntos, algo sencillo: macarrones con albóndigas con salsa cremosa en conserva. Empieza a sentirse mejor, quizá tome una ducha y quién sabe… Estamos juntos y solos. Si no es ahora mismo será más tarde. Insisto en volver a ver cómo se encuentra al día siguiente…

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