– ¿Cuántas ratas han muerto? -preguntó.
– Nueve.
La visión de los cuerpos rígidos de nueve ratas que yacían en nueve jaulas contiguas hizo que Winkler empezara a sudar.
– Tenemos que diseccionarlas -dijo-. ¿Cuándo han muerto?
– Debe de haber sido por la noche -explicó Tom-. A las seis les dieron de comer y no anotaron que hubiera ningún problema. -Tom miraba una tablilla sujetapapeles.
– ¿A qué grupo de estudio pertenecían? -quiso saber Josh. Temía conocer la respuesta.
– Al A7 -respondió Tom-. El del gen de la madurez.
«¡Por Dios!»
Josh trató de conservar la calma.
– ¿Qué edad tenían?
– Mmm… A ver. Treinta y ocho semanas y cuatro días.
«¡Mierda!»
La vida media de una rata de laboratorio era de unas ciento sesenta semanas, poco más de tres años. Esas ratas habían vivido solo una cuarta parte. Respiró hondo.
– ¿Y el resto?
– En el grupo de estudio había veinte ratas en total -explicó Tom-. Todas eran idénticas, tenían la misma edad. Dos murieron hace unos días de una infección respiratoria, pero en el momento no le di importancia. En cuanto a las otras… Será mejor que lo veas por ti mismo. -Guió a Josh a lo largo de la hilera de jaulas hasta donde se encontraban las demás ratas.
Su compañero enseguida comprendió en qué condición estaban-. Presentan calvicie, están inactivas, duermen demasiadas horas, les cuesta sostenerse sobre las patas traseras porque tienen los músculos atrofiados, cuatro sufren incluso de parálisis…
Josh no daba crédito.
– Se han hecho viejas -concluyó-. Todas se han hecho viejas.
– Sí-afirmó Tom-. No cabe duda: envejecimiento prematuro. He comprobado el estado de las ratas que murieron hace dos días. Una presentaba adenoma pituitario y la otra, degeneración de la médula espinal.
– Son signos de envejecimiento…
– Exacto -dijo Tom-, son signos de envejecimiento. Tal vez el gen no sea la panacea que Rick espera. No, si causa la muerte prematura. Lo que será es un desastre.
– ¿Que cómo me encuentro? -preguntó Adam, mientras ambos se hallaban sentados a la mesa a la hora de comer-. Me encuentro bien, Josh, y todo gracias a ti. A veces me siento un poco cansando y tengo la piel acartonada, me están saliendo arrugas. Pero estoy bien. ¿Por qué me lo preguntas?
– Por saberlo -respondió Josh en el tono más despreocupado que fue capaz de utilizar.
Trataba de evitar el contacto visual con su hermano mayor. De hecho, la apariencia de Adam había cambiado radicalmente. Antes lucía un tono grisáceo en las patillas, ahora en cambio todo su pelo estaba salpicado de canas y tenía entradas. La piel que rodeaba sus ojos y sus labios estaba surcada de arrugas, y también la frente. Aparentaba muchos más años de los que tenía.
Adam tenía treinta y dos años.
«¡Por Dios!»
– ¿Ya no…? ¿Ya no tomas drogas? -preguntó Josh.
– No, no. Eso ya forma parte del pasado, gracias a Dios -respondió Adam.
Había pedido una hamburguesa, pero tras unos cuantos bocados la dejó en el plato.
– ¿No te gusta?
– Me duele una muela, tengo que ir al dentista. -Adam se llevó la mano a la mejilla-. No me gusta nada estar quejándome todo el rato. De hecho, me parece que lo mejor que puedo hacer es practicar un poco de ejercicio, me hace mucha falta. A veces tengo estreñimiento.
– ¿Vas a volver a jugar al baloncesto? -le preguntó Josh alegremente. Antes su hermano solía entrenar dos veces por semana con ejecutivos de inversiones.
– No, no -respondió Adam-. Pensaba más bien tenis por parejas, o en el golf.
– Buena idea -lo animó Josh.
El silencio invadió la mesa. Adam apartó el plato.
– Sé que me he hecho viejo -dijo-. No hagas ver que no te das cuenta. Todo el mundo lo dice. Le pedí opinión a mamá y me dijo que a papá le pasó lo mismo: se hizo viejo de golpe a los treinta, casi de un día para otro. A lo mejor es hereditario.
– Sí, podría ser
– ¿Por qué dices «podría ser»? ¿Sabes algo que yo no sepa? -inquirió Adam.
– ¿Yo? No.
– ¿Y esas prisas por quedar para comer hoy mismo? ¿No podía ser otro día?
– Hacía tiempo que no nos veíamos, eso es todo.
– ¡Déjate de gilipolleces, Josh! -le espetó-. Siempre has sido un jodido embustero.
Josh suspiró.
– Escucha, Adam -empezó-, me parece que será mejor que te hagan unas pruebas.
– ¿Qué pruebas?
– Pruebas para comprobar la densidad ósea, la capacidad pulmonar. Y también una resonancia magnética.
– ¿Para qué? ¿Qué se ve con todas esas pruebas? -Se quedó mirando a Josh-. ¿La edad?
– Sí.
– ¿Estoy envejeciendo más rápido de lo normal? ¿Es por culpa de tu sustancia genética?
– Eso es lo que tenemos que averiguar -respondió Josh-. Voy a llamar a Ernie.
Ernie Lawrence era el médico de cabecera de la familia.
– Muy bien. Encárgate de todo.
Durante la sesión informativa para los miembros del Congreso que tuvo lugar en Washington a mediodía, el profesor William Garfield, de la Universidad de Minnesota, hizo su intervención.
– A pesar de lo que se diga, nadie ha podido demostrar que exista ni siquiera un gen responsable de algún rasgo del comportamiento humano. Algunos de mis colegas sostienen que al final se descubrirá la relación; otros no creen que eso llegue a ocurrir nunca, piensan que la interacción de los genes y los factores ambientales es demasiado compleja para desentrañarla. En cualquier caso, sabemos que cada día aparecen en los periódicos noticias sobre «el gen de esto» o «el gen de lo otro» a pesar de que nadie ha sido nunca capaz de demostrar nada.
– ¿De qué está hablando? -preguntó el ayudante del senador Wilson-. ¿Qué pasa con el gen gay, causante de la homosexualidad?
– Es una relación estadística, no causal. No hay ningún gen responsable de la orientación sexual.
– ¿Y el gen de la violencia?
– Las últimas investigaciones no han confirmado nada.
– También se habló de un gen del sueño…
– En las ratas.
– ¿Y el gen del alcoholismo?
– El argumento no tenía suficiente consistencia.
– ¿Qué hay del gen de la diabetes?
– Hasta el momento hemos identificado noventa y seis genes relacionados con la diabetes. Sin duda, encontraremos más.
Los asistentes, anonadados, guardaron silencio. Al fin uno intervino:
– Si no puede demostrarse que un gen sea el causante de determinado comportamiento, ¿a qué viene tanto alboroto?
El profesor Garfield se encogió de hombros.
– Llámelo leyenda urbana o mito mediático, culpe al sistema educativo. Es evidente que entre la población está muy extendida la creencia de que los genes son los causantes del comportamiento, parece lo lógico. En cambio, la verdad es que ni siquiera rasgos como el color de pelo o la altura están determinados por los genes. Y mucho menos enfermedades como el alcoholismo.
– Espere un momento, ¿está diciendo que la altura no viene determinada genéticamente?
– A escala individual, sí. Si usted es más alto que su amigo, es probable que se deba a que sus padres también son más altos que los suyos. Sin embargo, la altura de determinada población es consecuencia de factores ambientales. Durante los últimos cincuenta años, los europeos han crecido a razón de dos centímetros y medio cada década. A los japoneses les ha ocurrido lo mismo. El cambio ha tenido lugar con demasiada rapidez para ser genético. En realidad, el único responsable es el entorno: han mejorado los cuidados durante el embarazo, la nutrición, la atención sanitaria, etcétera. En Estados Unidos, en cambio, no hemos crecido ni un milímetro en el mismo período de tiempo; si cabe, nos hemos encogido ligeramente. Es posible que la culpa la tengan los escasos cuidados durante el embarazo y la comida basura. La cuestión es que, actualmente, la relación entre los genes y el entorno resulta muy compleja. Los científicos no disponen todavía de suficientes conocimientos acerca del funcionamiento genético. De hecho, ni siquiera existe un consenso general sobre qué es un gen.
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