Marty Roberts tenía un mal día, y la llamada de Emily Weller aún lo estropeó más.
– Doctor Roberts, lo llamo del depósito de cadáveres. Parece que hay un problema con la incineración de mi marido.
– ¿Qué tipo de problema? -preguntó Marty Roberts, sentado en su despacho del laboratorio de anatomía patológica.
– Dicen que no pueden incinerar a mi Jack porque contiene metal.
– ¿Metal? ¿Qué quiere decir que contiene metal? Su marido no lleva ninguna prótesis de cadera, ni tampoco tiene heridas de guerra, ¿verdad?
– No, no. Dicen que tiene tubos de metal en los brazos y en las piernas en lugar de huesos.
– ¿De verdad? -Marty se incorporó de golpe en la silla y chasqueó los dedos para llamar la atención de Raza, que se encontraba en la sala de autopsias contigua-. No entiendo cómo puede haber sucedido.
– Precisamente eso es lo que quería preguntarle.
– No sé qué decirle. No alcanzo a comprenderlo, señora Weller. Lo único que puedo decirle es que me ha dejado estupefacto. -Para entonces, Raza había entrado en el despacho-. Voy a conectar el altavoz, señora Weller. Así podré tomar notas al mismo tiempo. ¿Dónde está ahora? ¿Se encuentra en el crematorio, junto a su marido?
– Sí -respondió ella-. Me acaban de comunicar lo de los tubos de metal, no pueden incinerarlo.
– Ya -respondió Marty, mirando a Raza.
Raza negó con la cabeza. Garabateó unas palabras en el bloc. «Solo le quitamos el hueso de una pierna, lo reemplazamos por una espiga de madera.»
– No concibo cómo ha podido ocurrir una cosa así, señora Weller -dijo Marty-. Tal vez sea necesario investigarlo. Me temo que alguien ha obrado de forma incorrecta; tal vez la funeraria, o el propio personal del cementerio.
– La cuestión es que dicen que habrá que volver a enterrarlo. También me han aconsejado que llame a la policía, porque parece que han robado los huesos. La verdad es que no quiero tener que declarar ante la policía y pasar por todo eso. -Hizo una larga pausa, muy elocuente-. ¿Usted qué piensa, doctor Roberts?
– Déme un poco de tiempo, señora Weller. La llamaré enseguida. -Marty Roberts colgó el teléfono-. ¡Tonto del culo! Mira que te lo tengo dicho: ¡madera, siempre madera!
– Ya lo sé -respondió Raza-. No fuimos nosotros, te lo juro. Siempre utilizamos madera.
– Tubo de plomo… -dijo Marty, sacudiendo la cabeza-. Menuda locura.
– Te digo que no fuimos nosotros, Marty, lo juro. Deben de haber sido los hijos de puta del cementerio, ya sabes que a ellos les cuesta muy poco. Se celebra el entierro, la familia echa la primera palada de tierra y todo el mundo se marcha a su casa sin que acaben de enterrar el ataúd. A veces tardan incluso un día o dos en hacerlo. Es posible que esa misma noche entraran y se llevaran los huesos. Ya sabes cómo funcionan estas cosas.
– ¿Y tú cómo lo sabes? -le espetó Marty, mirándolo fijamente.
– Porque el año pasado nos llamó una mujer. Habían enterrado a su marido con el anillo de casado y quería recuperarlo. Quería saber si se lo habíamos quitado para hacerle la autopsia. Yo le dije que aquí no teníamos ningún efecto personal pero que llamaría al cementerio. Resulta que aún no habían enterrado al hombre y pudo recuperar el anillo.
Marty Roberts se sentó.
– Mira -empezó-, si investigan el caso y les da por echar un vistazo a las cuentas bancarias…
– No pasará nada. Confía en mí.
– No me hagas reír.
– Marty, lo digo en serio, no fuimos nosotros. Nunca utilizamos plomo. De ninguna manera.
– Muy bien, ya te he oído, pero no te creo.
Raza dio un golpecito en el escritorio.
– Más vale que la asustes con lo de la receta.
– Es lo que pienso hacer. Ahora lárgate, voy a llamarla.
Raza cruzó la sala de autopsias y entró en el vestuario. No había nadie, así que sacó el móvil y marcó un número.
– Jesu -dijo-. ¿Qué cono haces, tío? Le has metido plomo al del accidente. Qué mierda. Marty está hecho una fiera y con razón. Iban a incinerarlo y resulta que no han podido porque tenía tubo de plomo dentro. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo? ¡Madera, utiliza madera!
– Señora Weller -empezó Marty-, me parece que será mejor que vuelvan a enterrar a su marido. Es la única opción que tiene.
– Eso será si no hablo antes con la policía y les cuento lo de los huesos robados.
– Yo no puedo decirle lo que tiene que hacer -repuso él-. Es usted quien tiene que decidir lo que crea que es mejor. Sin embargo, en mi opinión, si hay una larga investigación policial es probable que se descubra que la farmacia Longwood, de Motor Drive, posee una receta de ácido etacrínico extendida a su nombre.
– Lo compré para mí.
– Ya lo sé, pero puede que se pregunten cómo fue a parar al organismo de su marido. La situación resultaría bastante violenta.
– ¿Han encontrado indicios en el laboratorio del hospital?
– Sí, pero estoy seguro de que el propio hospital solicitaría al laboratorio que interrumpiera el trabajo en cuanto usted retirara la demanda. En fin, señora Weller, ya me comunicará su decisión. Hasta pronto.
Marty colgó y consultó el termómetro de la sala de autopsias. Marcaba quince grados. No obstante, estaba sudando.
– Me estaba preguntando cuándo ibas a aparecer -dijo Marilee Hunter, del laboratorio genético. No parecía muy contenta-. Quiero saber qué has tenido que ver tú exactamente en todo esto.
– ¿A qué te refieres? -preguntó él.
– Hoy ha llamado Kevin McCormick. La familia Weller ha interpuesto otra demanda. Esta vez ha sido cosa de Tom Weller, el hijo del fallecido. El que trabaja en una empresa biotecnológica.
– ¿De qué se queja?
– Yo me limité a seguir el protocolo -contestó Marilee, a la defensiva.
– Aja… ¿De qué se queja?
– Parece ser que le han cancelado el seguro de enfermedad.
– ¿Por qué?
– Su padre tenía el gen BNB71, causante de enfermedades cardíacas.
– ¿En serio? No tiene sentido, ese tipo estaba obsesionado con su salud.
– Tenía el gen, lo que no quiere decir que se expresara. Lo encontramos en las muestras de tejido y lo anotamos debidamente en el informe. La empresa aseguradora lo vio y canceló la póliza del hijo por posibles antecedentes familiares de enfermedad hereditaria.
– ¿De dónde sacaron la información?
– De internet -respondió ella.
– ¿De internet?
– Hay una investigación legal en curso -explicó la mujer-.
Según la ley del estado, en ese caso los datos dejan de ser confidenciales. Nos obligaron a enviar toda la información obtenida en el laboratorio a una dirección FTP. En teoría el acceso está protegido mediante contraseña, pero cualquiera podría conectarse al servidor.
– ¿Enviáis los datos genéticos por internet?
– En general, no. Solo cuando hay un juicio pendiente. De todas formas, el hijo dice que él no autorizó la difusión de sus datos genéticos, lo cual es cierto. Sin embargo, la cuestión es que al revelar los datos genéticos del padre, tal como manda la ley estatal, también revelamos los del hijo, lo cual la ley nos prohibe. Es evidente que la mitad de los genes de los hijos son los mismos del padre, así que de una forma u otra infringimos la ley. -La mujer suspiró-. Tom Weller quiere que le devuelvan la póliza, pero lo tiene crudo.
Marty Roberts se apoyó en el escritorio.
– Entonces, ¿qué?
– El señor Weller me ha demandado a mí y al hospital. El departamento jurídico insiste en que el laboratorio no toque más el material de esa familia. -Marilee Hunter soltó un bufido-. No hay nada que hacer.
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