Michael Crichton - Esfera

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En las profundidades del Océano Pacífico se descubre una misteriosa nave espacial de grandes dimensiones. Las autoridades norteamericanas envían a un grupo de científicos para que investigue el inquietante hallazgo. ¿Procede la nave de alguna civilización extraterrestre? ¿De un universo diferente? ¿Del futuro? La respuesta desafía la imaginación y escapa a cualquier intento de explicación lógica: un extraordinario y terrible poder amenaza toda la vida existente en torno al enigmático objeto.

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Harry frunció el entrecejo ante la imagen de la espiral.

– Podemos no entender cómo, pero es obvio qué es lo que eso está haciendo: está tratando de comunicarse, está probando con diferentes presentaciones. El hecho de que lo intente con espirales puede ser significativo, pues quizá crea que pensamos en espiral o que escribimos en espiral.

– Exacto -aprobó Beth-. ¿Quién sabe qué clase de seres de otro mundo somos?

– Si está tratando de comunicarse con nosotros, ¿por qué no estamos nosotros tratando de comunicarnos con él?

Harry chasqueó los dedos.

– ¡Buena idea! -dijo, y se dirigió al teclado-. Existe un primer paso elemental: simplemente le devolveremos el mensaje originario. Empezaremos con el primer grupo a partir de los ceros dobles.

– Quiero dejar bien en claro -dijo Ted- que la sugerencia de intentar la comunicación con el extra-terrestre provino de mí.

– Está claro, Ted -reconoció Barnes.

– ¿Harry?

– Sí, Ted -le tranquilizó Harry-. No te preocupes: es tu idea.

Sentado en el teclado, el matemático escribió:

00032125252632

Los números aparecieron en la pantalla. Hubo una pausa. Todos escuchaban el zumbido de los ventiladores del habitáculo, el ruido distante del generador diesel. Todos tenían los ojos fijos en la pantalla.

Ésta se puso en blanco y después imprimió:

0001132121051808012232

– Ahora probaré con el segundo grupo -anunció Harry.

Parecía tranquilo, pero sus dedos seguían cometiendo errores en el teclado. Tardó unos instantes antes de poder escribir:

032629

La respuesta llegó de inmediato.

0015260805180810213

– Bueno, parece que acabamos de abrir nuestra línea de comunicación.

– Sí-dijo Beth-. Lástima que ninguno entienda lo que está diciendo el otro.

– Es de suponer que eso sabe lo que está diciendo -observó Ted-, pero nosotros seguimos en la oscuridad.

– Quizá podamos conseguir que eso se explique.

– ¿Qué es este eso al que ustedes se refieren continuamente? -preguntó Barnes con impaciencia.

Harry suspiró y se subió las gafas.

– Creo que no hay dudas al respecto: eso es algo que antes se hallaba en el interior de la esfera y que ahora se escapó y está libre para actuar. Eso es lo que es eso.

EL MONSTRUO

ALARMA

El estridente sonido de una alarma y el centelleo de luces rojas despertaron a Norman. Rodó sobre sí mismo y saltó de la litera. Se puso los zapatos aislantes y la chaquetilla con calefacción, y corrió hacia la puerta, donde chocó con Beth. La alarma ululaba por todo el habitáculo.

– ¿Qué ocurre? -gritó Norman por encima del ruido.

– ¡No lo sé!

Beth estaba pálida y asustada. Norman la empujó a un lado y siguió su camino. En el Cilindro B, entre todas las cañerías y consolas, un brillante cartel parpadeaba: «emergencia en sistemas mantenimiento vida.» Norman buscó a Alice Fletcher con la mirada, pero la corpulenta ingeniera no estaba ahí.

Se apresuró a regresar al Cilindro C y volvió a pasar junto a Beth.

– ¿Ya sabes lo que es? -gritó Beth.

– ¡Es mantenimiento de vida! ¿Dónde está Fletcher? ¿Dónde está Barnes?

– ¡No lo sé! ¡Los estoy buscando!

– ¡No hay nadie en el B! -gritó Norman y, a trompicones, subió los peldaños que llevaban al Cilindro D. Tina y Alice Fletcher se hallaban allí, trabajando detrás de las consolas de los ordenadores, cuyos paneles posteriores habían quitado, lo que dejaba al descubierto alambres y series de microprocesadores. Las luces de la habitación centelleaban en rojo, y en todas las pantallas se encendía y apagaba: «EMERGENCIA EN SISTEMAS MANTENIMIENTO VIDA.»

– ¿Qué pasa? -gritó Norman.

Con un movimiento de la mano, Fletcher le indicó que no la molestara de ningún modo.

– ¡Dígamelo!

Norman se volvió y vio a Harry, sentado en el rincón, cerca de la sección de monitores de Jane Edmunds, como si fuera un zombi; tenía un cuaderno y un lápiz sobre las rodillas, y parecía ajeno a las sirenas y a las luces que se encendían y apagaban delante de sus ojos.

– ¡Harry!

No reaccionó. Norman se volvió otra vez hacia las dos mujeres:

– ¡Por el amor de Dios! ¿Me van a decir qué sucede? -gritó.

En ese momento las sirenas cesaron y las pantallas quedaron en blanco. Hubo un silencio, sólo interrumpido por una suave música clásica.

– Lamento lo ocurrido -dijo Tina.

– Fue una falsa alarma -explicó Alice.

– ¡Jesús! -exclamó Norman; se dejó caer en una silla e hizo una profunda inspiración.

– ¿Estaba durmiendo?

Asintió con la cabeza.

– Lo siento. Se activó sola.

– ¡Jesús!

– Si vuelve a ocurrir debe usted verificar la placa de su pecho -dijo Fletcher, señalando la que llevaba en el suyo-. Eso es lo primero que se debe hacer. Como ve, todas las placas están normales ahora.

– ¡Jesús!

– Tómalo con calma, Norman -le aconsejó Harry-. Cuando el psiquiatra se vuelve loco, es mala señal.

– Soy psicólogo.

– Como sea.

– Nuestra alarma por ordenador tiene muchos sensores periféricos, doctor Johnson. En ocasiones se activa sola. Y no hay mucho que podamos hacer al respecto -explicó Tina.

Norman asintió con la cabeza y entró en el Cilindro E para ir al comedor. Levy había hecho una tarta de fresas, que nadie había probado debido al accidente de Jane Edmunds. Norman estaba seguro de que la tarta todavía estaría ahí; pero al no encontrarla se sintió frustrado; abrió las puertas de la alacena y las cerró con violencia, dio patadas en la puerta de la nevera.

«Tómalo con calma -pensó-. No fue más que una falsa alarma.»

Pero Norman no podía superar la sensación de que estaba atrapado, atascado en un maldito pulmón gigantesco, mientras las cosas se iban desmoronando poco a poco alrededor. El peor momento había sido cuando Barnes los reunió para darles instrucciones, cuando regresó después de haber enviado el cuerpo de Jane Edmunds a la superficie.

El capitán consideró que era el momento de pronunciar un breve discurso, decir algunas palabras para levantar el ánimo.

– Sé que todos están perturbados por lo de Jane Edmunds -había dicho-; pero lo que le sucedió fue un accidente. Quizá cometió un error de juicio al salir y meterse entre las medusas. Quizá no. El hecho es que, aun en las mejores circunstancias, se producen accidentes, y el mar profundo es un ambiente cruel.

Mientras lo escuchaba, Norman pensó: «Está escribiendo su informe. Les está explicando lo ocurrido a sus superiores.»

– Ahora -continuó Barnes- insto a todos a mantener la calma. Han pasado dieciséis horas desde que el temporal se abatió sobre el mar abierto. Acabamos de enviar un globo sensor a la superficie, pero antes de que pudiéramos tomar lecturas el cable se cortó, lo que sugiere que las olas de superficie todavía tienen nueve metros de alto, o más, y que el temporal sigue castigando con toda su fuerza. El satélite meteorológico estima que nos aguarda una tormenta de sesenta horas, en el lugar donde deberíamos emerger, por lo que todavía tendremos que permanecer aquí abajo dos días más. No hay mucho que podamos hacer al respecto; tan sólo tenemos que mantener la calma. No olviden que, aun cuando lleguen a la zona de contacto aire-mar, no podrán levantar la escotilla y empezar a respirar; tendrán que pasar otros cuatro días más en una cámara hiperbárica, en la superficie, para la descompresión.

Eso fue lo primero que Norman había oído respecto al tema: que aun después de que dejaran ese pulmón artificial tendrían que disponerse a pasar cuatro días más en otro.

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