Kay Hooper - Jaque al miedo

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Lucas Jordan es un reputado criminólogo con poderes paranormales que trabaja para el FBI, en la Unidad de Crímenes Especiales. Un secuestrador psicópata tiene en jaque a toda la Unidad: tras raptar a sus víctimas, y cobrar el rescate, las somete a una macabra situación letal sin escapatoria, mientras un reloj marca, inexorablemente, el tiempo de vida que les queda.
Samantha Burke, una médium que trabaja en un circo, con capacidad para ver el futuro, se cruza de nuevo en la vida de Lucas, con una inquietante premonición: el asesino conoce perfectamente el patrón mental de Lucas, y cada uno de sus movimientos forma parte de una retorcida partida de ajedrez en la que todos son piezas de tan macabro juego. Samantha se convertirá en la pieza clave del tablero y la única capaz de salvar no sólo la vida de Lucas, sino también su herido corazón.

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«Dios mío, Sam…»

Jaylene y Wyatt estaban supervisando el registro urgente de la casa y el establo, con la esperanza de encontrar algo que les pusiera tras la pista de Samantha.

En la jefatura de policía, Quentin y Galen intentaban lo mismo, hacían preguntas y se esforzaban por descubrir alguna información, por ínfima que fuera, acompañados por los ayudantes del sheriff que habían regresado ya.

Lucas estaba fuera del establo y apenas era consciente de que la gente se apresuraba a su alrededor con obstinada eficacia. Miraba hacia el otro extremo del valle sin ver nada y el frío que sentía en la boca del estómago se iba difundiendo hacia fuera, hasta que incluso sintió los dedos helados.

– Luke…

No quería mirar el rostro de Jaylene, no quería oír lo que sabía que iba a decirle.

– Luke…

Wyatt se reunió con ellos con expresión amarga.

– Falta uno de mis ayudantes más jóvenes. Caitlin dice que le vio ir hacia la sala de descanso donde Sam se había echado y que no le vio salir después. Se ha llevado un coche patrulla, pero no contesta por radio.

– Gilbert no habría tenido un socio -murmuró Lucas-. No habría confiado en un compañero. Estoy seguro.

– Sí, bueno, el caso es -dijo Wyatt con mayor acritud aún- que, siguiendo una corazonada, uno de vuestros compañeros acaba de comprobar las huellas dactilares de ese ayudante que teníamos en el archivo. Se hacía llamar Brady Miller y no tenía bajo ese nombre ningún antecedente delictivo. Pero ése no es su nombre. Resulta que se llama Brady Gilbert. Es el hijo de Andrew Gilbert.

– ¿Por qué estaban registradas sus huellas dactilares? -preguntó Jaylene.

– Por pequeños hurtos, en Los Ángeles -le dijo Wyatt-. Hace un par de años. Era lo bastante mayor para eludir el correccional, pero por poco, y sólo recibió un tirón de orejas gracias al dinero de papá. Después no volvió a saberse de él. Hasta hoy. Supongo que el dinero de papá también pagó su cambio de nombre y la limpieza de su historial.

Jaylene miró a su compañero.

– En su hijo sí habría confiado, ¿verdad, Luke? Para hacer lo que él no podía.

– Quizá -dijo Lucas, que sentía cada vez más frío. Una parte de él había esperado contra todo pronóstico que Sam se hubiera ido simplemente de la comisaría, quizá para regresar al motel o a la feria. Había esperado que fuera simplemente imposible que Gilbert le pusiera las manos encima. Y no había sido así.

Pero… Gilbert disfrutaba matando por control remoto.

Habría visto a su hijo como una extensión de sí mismo, sobre todo si se sentía seguro del dominio que ejercía sobre él. De modo que, una vez comprobado aquello, todo cobraba sentido.

Y, con el departamento del sheriff casi desierto, ¿hasta qué punto le habría resultado difícil a un ayudante incapacitar a una Samantha ya de por sí frágil, quizá con cloroformo, bajarla al garaje y escapar con ella?

La caja ya estaría preparada y lista para lo que Gilbert y su hijo esperaban: la ocasión de secuestrar a Sam. Lo único que tenía que hacer el hijo de Gilbert era meterla dentro, cubrir la caja con tierra y marcharse.

Dejándola sola allí. Enterrada viva.

– Tengo una orden de busca y captura contra Brady -decía Wyatt-. Y tu jefe ha lanzado también una orden federal, sobre la base de que está indudablemente implicado en los secuestros.

Lucas se oyó preguntar:

– La muerte de Gilbert… ¿se ha hecho pública ya?

Wyatt lanzó una maldición y dijo:

– La radio policial difundió la noticia de que le teníamos. Lo siento mucho, Luke… pero, si Brady estaba todavía en el coche patrulla, lo sabe ya.

– Y no tiene motivos para quedarse por aquí -dijo Lucas-. Sin duda estaban preparados para huir. Otro coche, tal vez un utilitario o un todoterreno, seguramente con las maletas ya hechas. Habrá abandonado el coche patrulla enseguida y habrá seguido los planes de su padre. Se ha ido.

Jaylene le agarró del brazo y le hizo volverse para mirarla, un gesto tan inesperado que Lucas se descubrió mirándola fijamente, viéndola por fin.

– Lo cual significa que tienes que encontrar a Sam -dijo ella con vehemencia.

– Jay, tú sabes que no puedo sencillamente…

– Aquí no vamos a encontrar nada, Luke. Tú lo sabes. Tampoco Quentin y Galen encontrarán nada útil en el departamento del sheriff. Y se nos está agotando el tiempo, se le está agotando a Sam.

– Maldita sea, ¿es que no crees que quiero encontrarla?

– No lo sé, ¿quieres?

Él la miró con fijeza y sintió que literalmente se le retiraba de la cara el poco color que le quedaba.

Jaylene continuó con voz insistente:

– No sé qué va a costarte, de veras, no lo sé. No sé a qué se debe ese bloqueo tuyo. Pero sé que Sam tenía razón al pensar que nunca podrás usar tus facultades como deben usarse hasta que lo superes. Y si esto no lo consigue, si salvarle la vida a la mujer que quieres no es suficiente… entonces pasarás el resto de tu vida siendo un vidente que funciona sólo a medias, que sólo puede utilizar sus capacidades cuando está tan cansado que ya no puede pensar. ¿De veras es eso lo que quieres, Luke? ¿Vivir a medias? ¿Perder a Sam? ¿De veras merece la pena pagar ese precio por evitar tu propio dolor?

No.

– No -dijo él lentamente-. No merece la pena.

– Entonces ábrete y busca a Sam -dijo Jaylene, soltándole el brazo-. Encuéntrala, Luke. Antes de que sea demasiado tarde para los dos.

Lucas ni siquiera estaba seguro de cómo proceder deliberadamente, sin ira ni cansancio, sino abriendo de manera consciente sus facultades. Nunca antes había podido hacerlo.

Pero…

Lo único que sabía era que necesitaba a Sam y que no iba a perder a otra persona a la que amaba. Tenía que encontrarla, tenía que ayudarla…

Y entonces una oleada de terror, negra y heladora, se apoderó de él con tanta fuerza que le hizo caer literalmente de rodillas.

Samantha ni siquiera podía fingir que no estaba aterrorizada. No creía haber tenido tanto miedo en toda su vida. Ni siquiera cuando…

El recuerdo de su padrastro y de aquel armario estrecho no la dejaba en paz, la torturaba. Se oía a sí misma gemir en voz alta, como gemía aquella chiquilla maltratada y temerosa cuando, finalmente, ya bien entrada la noche, él se iba y ella podía dar voz a su pavor.

Cuando estaba más enfadado, la dejaba allí dentro horas y horas, a veces durante días, y prohibía a voces a su madre que le hablara siquiera. La casa quedaba quieta, en silencio. Oscura. Y ella se sentía completamente sola.

Temía más aquel «castigo» que cualquier otro de los que él le infligía. Porque estaba convencida de que algún día él no abriría, sencillamente, la puerta del armario.

Y ella moriría allí dentro, aterrorizada, dolorida y tan sola que el inmenso vacío de aquel sentimiento resultaba inexpresable.

Ahora luchaba contra el pánico, o eso intentaba, pero aquellos recuerdos, el viejo sentimiento de un terror impotente, seguían embargándola. Se oía sollozar, sentía que empezaban a dolerle las manos mientras golpeaba la áspera madera colocada sobre ella.

Una parte de su mente, distante y racional, le decía que estaba malgastando un oxígeno precioso, que el siseo de la bombona se había ido debilitando a medida que se vaciaba en el interior del ataúd, pero el pánico lo dominaba todo.

Hasta que…

«Sam…»

Se quedó quieta e intentó todavía contener un último sollozo.

«Ya voy, Sam.»

– ¿Dónde estás?-musitó ella.

«Cerca.»

– No queda mucho aire -musitó de nuevo, y se dio cuenta con otro sobresalto de terror de que empezaba a costarle respirar.

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