Kay Hooper - Jaque al miedo

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Lucas Jordan es un reputado criminólogo con poderes paranormales que trabaja para el FBI, en la Unidad de Crímenes Especiales. Un secuestrador psicópata tiene en jaque a toda la Unidad: tras raptar a sus víctimas, y cobrar el rescate, las somete a una macabra situación letal sin escapatoria, mientras un reloj marca, inexorablemente, el tiempo de vida que les queda.
Samantha Burke, una médium que trabaja en un circo, con capacidad para ver el futuro, se cruza de nuevo en la vida de Lucas, con una inquietante premonición: el asesino conoce perfectamente el patrón mental de Lucas, y cada uno de sus movimientos forma parte de una retorcida partida de ajedrez en la que todos son piezas de tan macabro juego. Samantha se convertirá en la pieza clave del tablero y la única capaz de salvar no sólo la vida de Lucas, sino también su herido corazón.

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– ¿Sam?

Sufría. Tenía frío y sufría. Y él, pensó vagamente, no la ayudaría. Quizá no pudiera. Quizá nadie pudiera…

– ¡Sam!

Consciente entonces del peso de su cuerpo, consciente de que había regresado, se obligó a abrir los ojos.

– Hola -musitó. Su voz sonaba curiosamente herrumbrosa y desusada.

– Dios mío, me has dado un susto de muerte -dijo Lucas.

– ¿Sí? -preguntó ella, vagamente sorprendida-. ¿Por qué?

Él le mostró un pañuelo manchado de sangre.

– Has estado fuera casi una hora -dijo con aspereza.

– Ah. Lo siento. -Samantha se dio cuenta entonces de que estaba tendida en un sofá, en la sala de descanso del departamento del sheriff. Lucas se había sentado al borde del asiento, y Caitlin y el sheriff se hallaban de pie a unos pocos pasos de ellos.

Al encontrarse con la mirada de Caitlin y ver su palidez, dijo apesadumbrada:

– Lo siento mucho, Caitlin. Sabía que sería duro, pero no tenía ni idea…

– Entonces, ¿por qué demonios lo has hecho? -preguntó Lucas.

Ella volvió a mirarlo e hizo una mueca.

– No grites tanto, por favor. Me estalla la cabeza. -Se sentía terriblemente débil, mareada y aturdida.

– ¿Seguro que no deberíamos llevarla al hospital? -preguntó Wyatt-. Nunca he visto a nadie tan pálido.

– No hay nada que un médico pueda hacer por ella. Si no, ya estaría bajo los cuidados de alguno -dijo Lucas con voz más suave. La miró con el ceño fruncido y acercó el pañuelo a su nariz, añadiendo-: Pero si no deja de sangrar pronto…

Samantha le quitó el pañuelo y lo sujetó ella misma.

– Ya parará. Escuchad, sobre el asesino…

– Tenemos un nombre -le dijo Wyatt-. Es alguien a quien Luke recordaba de su pasado. Jaylene está ahora mismo comprobando los registros de la propiedad del condado para averiguar si ese cabrón ha tenido la arrogancia de usar su auténtico nombre, como cree Luke. -Saltaba a la vista que el sheriff estaba deseando ponerle las manos encima al hombre que le había atado a una guillotina.

– Así que -le dijo Lucas a Samantha- no hacía falta que pasaras por esto.

– Puede que no. -Ella volvió a doblar el pañuelo y se lo llevó de nuevo a la nariz. Se sentía muy cansada-. Pero, cuando lo encontréis, estará junto a la puerta abierta de su coche, un todoterreno. Tened mucho cuidado. Hay una pistola en el asiento. No dejéis que la coja, o disparará al menos una vez.

Wyatt silbó suavemente.

– Vaya, eso es lo que yo llamo una predicción práctica.

– No es una predicción. Es un hecho.

Él asintió con la cabeza.

– Está bien.

Samantha lo miró buscando sarcasmo en su expresión, pero no lo encontró. El sheriff, que entendió aquella mirada, dijo:

– Eh, que soy un converso. Es lo que tiene enfrentarse a la muerte: que te abre la mente a nuevas posibilidades.

– Sí -dijo Samantha-, lo sé.

Jaylene entró en la habitación.

– Eh, Sam, me alegra ver que has vuelto con nosotros.

– Y yo me alegro de estar aquí.

– Lo tenemos -agregó Jaylene, dirigiéndose a Lucas-. Tenías razón, usó su verdadero nombre. Seguramente pensó que no nos remontaríamos hasta tan lejos al comprobar los registros de la propiedad. Andrew Gilbert compró algunas fincas en esta zona hace dos años y medio. -Miró al sheriff con las cejas levantadas-. Te las compró a ti.

Wyatt parpadeó.

– ¿Cómo dices?

– Vendiste una parcela de cuarenta hectáreas que había pertenecido a tus padres. En su mayor parte terreno montañoso, no muy útil, con un trocito de valle en el que hay una casita vieja y un granero mucho más grande. A unos cuarenta kilómetros del pueblo. No incluimos la finca en las búsquedas anteriores porque, aunque está bastante apartada, en ese valle hay otras granjas en funcionamiento y vecinos que presumiblemente se habrían dado cuenta de si alguien fuera por ahí acarreando tanques, guillotinas y cadáveres.

– Su cuartel general -dijo Lucas lentamente-. Quizá donde guarda el todoterreno cuando no lo usa… suponiendo que haya un camino por el que pueda entrarse en el granero sin que los vecinos lo vean.

Wyatt dijo con sorna:

– Y apuesto a que creen que es un tipo normal, aunque un poco reservado y de pocas palabras.

– Seguro -dijo Jaylene.

– Por el amor de dios. Sí, me acuerdo de él. Dijo que estaba buscando un sitio tranquilo donde retirarse cuando pasaran un par de años. Habló de construir una casita de madera, una cabaña de caza, como siempre había deseado. Me ofreció un buen precio, aunque no muy alto, y, como yo intentaba vender unas tierras que no me hacían falta, acepté.

– Por eso ayer no se quedó a hablar contigo -dijo Samantha-. Podrías haber reconocido su voz.

Wyatt enganchó los pulgares al cinturón y dijo:

– Maldita sea. Vámonos.

Samantha hizo amago de sentarse, pero Lucas la obligó a que se tumbara de nuevo.

– Tú te quedas aquí -le dijo.

Ella vaciló, no porque creyera que podía ayudarle a capturar al asesino, sino porque todavía estaba inquieta. Y porque tenía el presentimiento de que, si intentaba levantarse del sofá, se caería de espaldas.

– Podría quedarme en el coche -sugirió.

– Puedes quedarte aquí -contestó Lucas-. Dudo que ahora mismo puedas levantarte siquiera. No te muevas de ahí, Sam. Descansa un rato, al menos hasta que dejes de sangrar. Espera a que traigamos a ese cabrón.

– ¿Vivo o muerto? -murmuró ella.

– Como él quiera. -Lucas le dijo a Wyatt-: Que todo el mundo se prepare. Entraremos por la fuerza y bien preparados. Que todo el mundo se ponga el chaleco antibalas.

Caitlin le dijo al sheriff:

– Yo puedo ayudar con el teléfono o con lo que sea, si os vais todos. Sé que esto no va a quedarse desierto, pero si puedo echar una mano…

– Sí que puedes -le dijo Wyatt.

Cuando se hubieron ido, Jaylene dijo:

– Voy a llamar al jefe, Luke.

Él asintió con la cabeza y, al ver la mirada inquisitiva de Samantha, dijo:

– Es el procedimiento normal si estamos a punto de enfrentarnos a una situación potencialmente peligrosa.

– Ah. -Ella se quedó mirando un momento a Jaylene, que se alejaba; después miró el pañuelo y volvió a acercárselo a la nariz-. Maldita sea.

– Ése es el precio que pagas por ser tan temeraria -le dijo él.

Samantha decidió no molestarse en discutir.

– Tened cuidado, ¿de acuerdo?

– Lo tendremos. -Lucas se acercó a la puerta; luego vaciló y volvió a mirarla-. ¿Estás bien?

– Lo estaré dentro de poco. Anda, ve a hacer tu trabajo.

Samantha esperó allí algún tiempo, escuchando el ajetreo de la oficina mientras los ayudantes del sheriff y los agentes federales se preparaban para marcharse. Pasado un rato, el edificio quedó en silencio y su nariz dejó de sangrar. Poco tiempo después intentó incorporarse.

Al tercer intento lo consiguió y unos diez minutos más tarde logró llegar a la sala de reuniones. Un escritorio apoyado contra la pared sostenía el único teléfono de la habitación. Samantha se sentó allí para usarlo.

Tal vez Luke tuviera razón al decir que era una temeraria, pensó mientras luchaba con el aturdimiento y las náuseas. Nunca antes había sido tan dura una visión, y entre eso y el dolor de cabeza, estaba considerando seriamente la posibilidad de regresar al sofá de la sala de descanso y echarse a dormir un día entero, o varios.

Porque su papel allí, se dijo, había terminado. Estaba casi segura de que había podido cambiar el desenlace que había visto en un principio.

En la visión que la había llevado a Golden, Andrew Gilbert no era atrapado, ni mucho menos, y no era él, ciertamente, quien moría.

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