– No tenía mucho acento -dijo Jeff Burgess pensativamente-. No era de por aquí, eso desde luego.
– ¿Podría describirle?
– Bueno… no era joven, pero tampoco mayor. Puede que tuviera cuarenta años, más o menos. Era alto. Con un pecho como un tonel, de esos que se ven en algunos hombres, fuerte como un toro. Pero, por lo demás, muy normal. Pelo castaño y corto. Ojos tirando a grises. Había una cosa… Torcía un poco la cabeza hacia un lado después de hacer una pregunta. Pensé que era un rasgo curioso y estudiado. Y también molesto. Alguien debería haberle dicho hace años que lo dejara.
– ¿Qué más?
– Bueno, pues me llamó «compadre», ¿se lo pueden creer? Porque ¿cuánto tiempo hace que no oyen a nadie usar esa expresión? «No quisiera molestarte, compadre, pero me preguntaba si…», lo que fuese. Seguramente por eso le recuerdo tan bien. Tenía además una sonrisa curiosa, como si supiera que debía sonreír, pero no tuviera ganas, ¿saben?
– Sí -dijo Lucas-, ya sé. Señor Burgess, voy a pedirle que le repita todo eso a un ayudante del sheriff, si no le importa, para que dispongamos de una declaración por escrito.
– No, no me importa. -Los ojos de Burgess se afilaron-. Así que no era un simple turista entrometido, ¿eh?
– Cuando lo sepamos -contestó Lucas amablemente-, se lo haré saber.
Burgess soltó un bufido, pero no protestó mientras Lucas le hacía una seña a un ayudante del sheriff para que pusiera por escrito su declaración.
Al entrar en la sala de reuniones, Lucas apenas era consciente de que Wyatt y Jaylene lo seguían, y se sorprendió sinceramente cuando su compañera le habló.
– ¿Te suena de algo?
Lucas la miró. Su mente trabajaba rápidamente.
– Puede ser. La descripción… las maneras… Y supongo que podría guardarme rencor, aunque en aquel momento no lo demostrara.
– Luke, ¿quién es?
Como si no la hubiera oído, él murmuró:
– Pero no entiendo cómo puede estar haciendo esto. Matar, y matar así. El fue una víctima. Sufrió, lo sé. Perdió… perdió. Y yo también. Puede que ése sea el quid de la cuestión. Yo la perdí, no pude encontrarla a tiempo, y él me culpa. Debería haberla encontrado, era mi deber. A eso me dedicaba. Pero fracasé y él sufrió por ello. Así que me toca fracasar otra vez. Me toca sufrir a mí.
Jaylene lanzó a Wyatt una mirada un tanto impotente. Luego le dijo a su compañero:
– Luke, ¿de quién estás hablando?
Los ojos de Lucas se aclararon de repente y la miró, la vio por fin.
– Cuando Bishop me reclutó, hace cinco años, yo estaba trabajando en un caso de desaparición, en Los Ángeles. Una niña de ocho años. Un día no volvió del colegio. Meredith Gilbert.
– ¿La encontraste? -preguntó Jaylene.
– Semanas después, demasiado tarde para ella. -Él sacudió la cabeza-. Su familia pasó por un infierno, y además el caso tuvo mucha publicidad porque su padre era un potentado del sector inmobiliario en aquella zona. Su madre nunca lo superó. Se suicidó unos seis meses después. Su padre…
– ¿Qué hay de él? -preguntó Wyatt con vehemencia.
– Había empezado trabajando en la construcción, estoy seguro de ello, así que era un tipo hábil. Y grande. Alto, con el pecho como un tonel. De una fuerza física asombrosa. Y tenía la costumbre de decir «compadre» cuando se dirigía a un hombre.
– Bingo -dijo Jaylene-. Si te culpa por no encontrar a su hija y, por extensión, del suicidio de su mujer, puede que esté tremendamente resentido contigo, Luke. Cinco años para hacer planes y un montón de dinero para llevarlos a cabo. Un pasado relacionado con la construcción. Incluso un conocimiento profundo del sector inmobiliario podría haberle ayudado a hacer proyectos y ha organizado todo aquí, en el Este. Eso explica incluso que chantajeara a Leo Tedesco. Un hombre así pensaría inmediatamente en comprar lo que quisiera o necesitara.
– Yo habría jurado que no me culpaba. -Lucas ahuyentó aquella idea y dijo dirigiéndose a Jaylene-: Tenemos que comprobarlo, averiguar qué fue de Andrew Gilbert después de que murieran su mujer y su hija. Tenía también un hijo más mayor, creo. En aquella época vivía fuera de casa, en un colegio, así que no lo conocí.
– Llamaré a Quantico para que se pongan con ello -dijo ella, dándose la vuelta.
Fue entonces cuando Lucas se dio cuenta de otra cosa.
– ¿Dónde está Sam? Cuando me fui estaba aquí.
– Yo no la he visto salir -dijo Wyatt.
Lucas empezaba a sentir que un nudo gélido se le formaba en la boca del estómago cuando Caitlin apareció en la puerta con la cara muy pálida.
– Es Sam. El sótano… ¡Aprisa!
Samantha apenas sentía el contacto físico del tanque y la guillotina. Sólo sentía…
Una negra cortina que caía sobre ella, una oscuridad tan densa como el alquitrán, un silencio absoluto. Por un instante, se sentía físicamente transportada a otra parte, a toda velocidad; incluso sentía fugazmente el viento, la presión contra el cuerpo, como si se moviera realmente.
Sentía después la brusca quietud, tan conocida ya, y la conciencia paralizante de una nada tan vasta que casi escapaba a la comprensión. El limbo. Estaba suspendida, ingrávida y hasta informe, en un vacío helado, en alguna parte más allá de este mundo y antes del siguiente.
Como siempre, lo único que podía hacer era esperar obstinadamente un atisbo de lo que estaba destinada a ver. Esperar mientras su cerebro sintonizaba la frecuencia precisa y los sonidos y las imágenes comenzaban a discurrir ante el ojo de su mente como una extraña película.
Pero, desde ese momento en adelante, nada sucedió como solía.
Por el contrario, escenas de su propio pasado comenzaron a desfilar ante la mirada sin párpado de su psique. Precisas, brutales, implacables, en vividos colores.
Las palizas. Sus puños, su cinturón, incluso el palo de una escoba. Las veces en que la quemaba con el cigarrillo. Los peores momentos, cuando la arrojaba contra las paredes, la tiraba por encima de los muebles la zarandeaba como a una muñeca. Y, entre tanto, oía los bramidos furiosos de su ira de borracho.
Y las palabras, una y otra vez aquellas palabras odiosas.
«¡Zorrita estúpida!»
«… no sirves para nada…»
«… fea…»
«… enana…»
«… lástima que nacieras…»
Un sufrimiento que circulaba por cada una de sus terminaciones nerviosas y el dolor, profundo hasta los huesos, de después, cuando apenas podía moverse. Arrastrarse hasta su habitación, acurrucarse bajo las mantas y sofocar los gemidos que nunca permitía que él oyera.
Eso, cuando podía arrastrarse hasta la cama; cuando él no la metía de un empellón en el armario diminuto y encajaba una silla bajo el pomo, dejándola allí encerrada horas y horas…
El terror recordado se agitó dentro de ella, frío y espantoso, y, al mismo tiempo, la escena que veía cambió bruscamente. Se halló de pronto mirando a un hombre al que no había visto nunca. Estaba de pie ante la puerta abierta de un voluminoso todoterreno y parecía mirar más allá de ella. Luego se movió repentinamente, buscó la pistola que llevaba en el asiento del coche.
Disparó al menos un tiro cuyo estruendo laceró los oídos de Samantha. Hubo luego otros disparos y la sangre escarlata brotó bruscamente de su pecho, burbujeó en sus labios, y él abrió la boca para gemir…
La negrura engulló a Samantha antes de que pudiera oír lo que decía. Aquella negrura pareció durar eternamente, o quizá durara sólo unos segundos. Ella no lo sabía. No le importaba, en realidad. La oscuridad, el silencio y el frío la acompañaron mientras salía muy lentamente de aquel limbo.
Читать дальше