Kay Hooper - Jaque al miedo

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Lucas Jordan es un reputado criminólogo con poderes paranormales que trabaja para el FBI, en la Unidad de Crímenes Especiales. Un secuestrador psicópata tiene en jaque a toda la Unidad: tras raptar a sus víctimas, y cobrar el rescate, las somete a una macabra situación letal sin escapatoria, mientras un reloj marca, inexorablemente, el tiempo de vida que les queda.
Samantha Burke, una médium que trabaja en un circo, con capacidad para ver el futuro, se cruza de nuevo en la vida de Lucas, con una inquietante premonición: el asesino conoce perfectamente el patrón mental de Lucas, y cada uno de sus movimientos forma parte de una retorcida partida de ajedrez en la que todos son piezas de tan macabro juego. Samantha se convertirá en la pieza clave del tablero y la única capaz de salvar no sólo la vida de Lucas, sino también su herido corazón.

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– Muy bien -dijo Lucas-. Sobre todo, habiendo dos francotiradores con ella. Glen, tú vienes con nosotros. Iremos por delante… y no nos haremos oír hasta que estemos dentro.

– Espero que ahí dentro haya algún sitio donde parapetarse -masculló Wyatt, aunque ello no parecía importunarle demasiado.

Lucas recordó la visión de Samantha y confió en que lo que ésta había visto fuera tan literal como solían serlo sus visiones.

Comprobó su reloj, hizo una seña a los demás y comenzó a moverse rápidamente pero en silencio por la pendiente, en dirección al establo.

Al aproximarse al edificio, oyó sonidos leves procedentes de su interior y dedujo que Gilbert se disponía a marcharse y estaba llenando de combustible el depósito del vehículo, seguramente con pequeñas latas de gasolina que habría llevado hasta allí sin llamar la atención. Y, por suerte para los que rodeaban el establo, el depósito de un Hummer no era pequeño.

Cuando alcanzaron la puerta, Lucas levantó suavemente el pedazo de madera envejecida que servía como pestillo, empujó sin vacilar la puerta e irrumpió en el establo con el arma en alto.

Por suerte había, frente a la puerta y a un lado de ella, numerosas balas de heno apiladas tras las que refugiarse, acaso listas para moverse de un lado a otro e impedir que alguien que se asomara por curiosidad al establo viera lo que había dentro. Lucas, Wyatt y Glen se precipitaron tras ellas y tomaron posiciones para abrir fuego mientras Lucas gritaba:

– ¡Alto, Gilbert! ¡FBI!

De pie junto a la puerta abierta de su Hummer, vuelto hacia la parte trasera del vehículo y hacia la policía, Gilbert se quedó inmóvil. Por un instante. Luego, torció los labios con un gruñido y estiró la mano hacia el coche.

Ninguno de los policías vaciló.

Sonaron tres disparos y Gilbert levantó bruscamente la mano y soltó la pistola. Cayó de espaldas contra la puerta del vehículo, y en su camisa y su chaqueta de color claro brillaron húmedas manchas de sangre cada vez más extensas.

Lucas salió de detrás de las balas de heno y se acercó a él con el arma lista; sólo estaba a unos pasos de distancia cuando Gilbert tosió, escupió algo de sangre y se deslizó hacia abajo, pegado a la puerta abierta, hasta quedar sentado en el suelo.

Cuando Lucas se cernió sobre él, Gilbert le miró directamente a los ojos y con una sonrisa extraña y fija y un último gemido sanguinolento murmuró:

– Jaque mate.

Wyatt, que se había reunido con Lucas a tiempo de oírle, gruñó:

– Por lo menos el muy cabrón sabía que le habías vencido.

– ¿Sí? -En lugar de alegría triunfante o incluso de satisfacción, Lucas sentía un vago desasosiego. Se agachó para recoger la pistola de Gilbert y se enfundó la suya-. Hay que registrar esto y la casa -dijo-. En realidad, lo único que tenemos que le vincula a los secuestros y a los asesinatos son pruebas circunstanciales, y muy pocas.

– Los dos sabemos que es él.

– Sí. Pero tiene que haber pruebas que le relacionen con los crímenes, y tenemos que encontrarlas.

– ¿Qué os parece ésta? -preguntó Glen desde la parte de atrás del Hummer.

Había abierto el maletero para inspeccionar la zona de carga y tenía la mirada clavada en el interior del todoterreno.

Wyatt y Lucas se reunieron con él, y Lucas apenas se dio cuenta de que otros policías entraban en el establo mientras miraba la zona de carga del coche.

Volcada hacia atrás en el maletero, que en el que cabía a duras penas, había una silla de madera de respaldo alto, obviamente construida a mano. Parecía bastante corriente, de no ser porque tenía dos extraños soportes a ambos lados del respaldo, casi en la parte más alta.

Encajado bajo el respaldo había un bulto de tela doblada y atada con una cuerda; cuando Lucas tiró de él y lo desató, aparecieron dos cuchillos afilados como navajas de barbero.

Pasado un momento, Lucas usó una esquina de la tela para sujetar uno de los cuchillos y lo encajó limpiamente en uno de los soportes. Con la punta hacia dentro.

– Las víctimas que murieron desangradas -murmuró-. Las ataba a la silla con alguna sujeción para impedir que movieran la cabeza hacia delante y colocaba los cuchillos de tal modo que tocaran muy ligeramente las yugulares. Tarde o temprano, la víctima se quedaba sin fuerzas y su cabeza caía hacia un lado o el otro. Y se degollaba a sí misma.

– Yo a esto lo llamo una prueba -dijo Wyatt con acritud-. Este maldito trasto todavía tiene manchas de sangre.

Lucas se dio la vuelta. De pronto se sentía enfermo.

– Supongo que esto es lo que le pasa a un hombre al que le arrebatan a su esposa y a su hija.

– No -dijo Wyatt con firmeza-, es lo que le pasa a un hombre que tiene desde siempre un carácter retorcido. El dolor no crea monstruos, Luke, los dos lo sabemos. Al menos, el dolor por sí solo.

Lucas lo sabía, pero ello no hacía que le fuera más fácil asumir lo ocurrido.

Jaylene se acercó a ellos rápidamente, con el ceño fruncido.

– Luke, Quentin acaba de llamar. Está en el departamento del sheriff. Fue a buscar a Sam. Por lo visto, Galen y él llevaban algún tiempo vigilándola. Pero se entretuvieron en la feria porque estaba pasando algo raro y cuando Quentin llegó a jefatura… Luke, Sam ha desaparecido.

Lucas la miró con fijeza. Todo dentro de él parecía haberse helado de pronto.

– Alguien avisó a Gilbert -murmuró-. Alguien le dijo que veníamos. Otra persona. Dios mío. Eso es lo que quería decir. No he sido yo quien ha hecho el último movimiento. Ha sido él.

Mientras luchaba por salir de su sopor, Samantha tuvo un recuerdo confuso del que no estaba segura de poder fiarse. Entre el dolor de cabeza, el aturdimiento y las náuseas, sólo había deseado tumbarse en el sofá de la sala de descanso, con los ojos cerrados, todo el tiempo que fuera posible. Supuso que se había quedado dormida, aunque guardaba el vago e inquietante recuerdo de que por un tiempo algo le había tapado la nariz y la boca, impidiéndole respirar.

Se sentía ahora aún más mareada, la cabeza seguía estallándole y le resultaba extrañamente difícil abrir los párpados. Le costó varios intentos abrirlos y, entre tanto, se preguntó, irritada, a qué obedecía aquel sonido, aquella especie de siseo.

Al principio, no comprendió lo que veía.

¿Madera?

Madera encima de ella, a no más de diez o doce centímetros de su cara. ¿Qué demonios…?

Entonces una fría certeza se insinuó en su mente, y oyó cómo se cortaba su respiración.

Levantó lentamente la mano y empujó la madera.

Nada.

No cedía más que una fracción de centímetro.

Empujó más fuerte. La desesperación le prestaba fuerzas, pero la gruesa madera se negaba a ceder.

Levantó la cabeza todo lo que pudo y se miró los pies. Había colocada allí una linterna de pila que daba luz suficiente para que viera.

Para que viera la bombona de oxígeno que descansaba junto a ella y siseaba suavemente, vaciándose poco a poco.

Para que viera las dimensiones de la caja en la que yacía.

Para que comprendiera que era su ataúd.

Mientras un gélido terror la embargaba y el pánico buscaba un asidero en su psique, recordó su visión, recordó haber visto a Gilbert decir algo en el último momento, algo que ella no había podido oír.

De pronto creía saber qué había dicho.

«Jaque mate.»

Incluso al abatirle la policía, Andrew Gilbert creía estar seguro de haber ganado la partida. Porque la jugada final era suya. Lo había logrado de algún modo.

La había enterrado viva.

Asfixia.

Lucas no podía dejar de pensar en eso. Había sido el otro método preferido de Gilbert para matar a distancia. Y la propia Samantha había dicho que el modo más sencillo de asfixiar a una persona gradualmente era enterrarla viva.

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