– Debiste contarme eso antes, Sam. Esas hemorragias nasales…
– Parecen estar relacionadas con visiones violentas. Los dolores de cabeza aparecen sin más, de repente, como salidos de la nada. Nunca he podido determinar una causa específica. -Se encogió de hombros-. Al parecer, todo forma parte del mismo paquete psíquico.
Lucas masculló una maldición en voz baja, pero no dijo nada más. No podía decir gran cosa; la Unidad de Crímenes Especiales sabía desde hacía tiempo que los dolores de cabeza entre moderados y severos parecían ser la norma en un alto porcentaje de personas con facultades paranormales.
– Yo, naturalmente -prosiguió Samantha-, no entendía qué significaba aquello. No sabía qué era ser una vidente. Sólo sabía que era distinta. Y llegué a comprender que el serlo me convertía en objeto de su ira.
Hizo una pausa y añadió:
– Aprendí a mantenerme alejada de él todo lo posible, pero, con el paso de los años, las cosas empeoraron. Sus accesos de ira se hicieron más violentos y siempre andaba buscando un desahogo. Pegaba a mi madre de vez en cuando, pero había algo en mí que casi parecía… atraer su cólera.
Lucas dijo con voz ronca:
– Sabes perfectamente que no eras tú, que no era culpa tuya en absoluto. Era un maldito cabrón de mierda enfermo y te hacía daño porque podía.
Samantha movió la cabeza de un lado a otro.
– Creo que, en el fondo, sabía lo distinta que era yo. No lo entendía, aunque entendiera por qué le necesitaba mi madre. Nunca intenté discutir con él, ni desafiarle, pero tampoco le di nunca la satisfacción de oírme llorar, y eso le desconcertaba. Creo que me tenía miedo.
Lucas sintió otra punzada de dolor al imaginársela (menuda, ligera, desafiantemente callada) bajo los golpes brutales de un monstruo doméstico.
– Tal vez. Tal vez te tuviera miedo. Pero eso no hace que fuera culpa tuya.
Samantha se encogió de hombros.
– Era de los que se vuelven violentos cuando algo los asusta y, cuando bebía, se volvía paranoico, además de mezquino. Como te decía, yo hacía cuanto podía por no cruzarme en su camino. Cuando me fui haciendo mayor, me resultó un poco más fácil irme por ahí, aunque sólo fuera a la biblioteca o a un museo. Pero, al final, tenía que volver a casa y él estaba esperándome.
Lucas no preguntó por qué ninguno de sus profesores o de sus vecinos había notado el maltrato e informado a las autoridades. Sabía muy bien que los cortes y los hematomas que no quedaban ocultos bajo mangas largas y pantalones solían pasar desapercibidos. Y que la mayoría de la gente duda en involucrarse.
– Después de la primera vez, cuando acabé en el hospital, tuvo más cuidado, o al menos eso creo. Parecía saber hasta dónde podía llegar, cómo hacerme daño sin llegar al extremo de que acabara en el médico. Normalmente, eran moratones y cortes pequeños, ninguna herida que no curara o pudiera esconderse.
»Supongo que las cosas podrían haber seguido así muchos años más, porque yo estaba empeñada en acabar el colegio, a pesar de él. Incluso soñaba con conseguir una beca para ir a la universidad. Pero entonces, poco antes de que cumpliera catorce años, se pasó de la raya y me rompió un par de costillas.
Lucas masculló otra maldición. Le dolía oír aquello; ni siquiera lograba imaginar cuánto habría sufrido Samantha.
– En aquel momento no me di cuenta. Sólo notaba que me costaba respirar. Pero al día siguiente, en clase, una profesora notó que me movía como con miedo y me mandó a la enfermera del colegio. Intenté decirle que me había caído, no para protegerle a él, sino porque había visto a chicos que pasaban de una familia mala a otra aún peor en el sistema de hogares de acogida, y prefería lo malo conocido. Pero la enfermera no me creyó en cuanto me quitó la camisa y vio los cortes a medio curar y los moratones viejos.
»Así que, después de vendarme las costillas, les llamó a mi madre y a él para que fueran al colegio. Habló con ellos en otra habitación, así que no sé qué dijeron. Pero, cuando él entró en la habitación para recogerme, noté en su cara que estaba más enfadado que nunca. Con uno de esos accesos de furia suyos que podían prolongarse días antes de estallar.
Cuando se quedó callada, Lucas tuvo que preguntar:
– ¿Qué ocurrió?
Samantha contestó:
– Me agarró de la muñeca para levantarme de la camilla en la que estaba sentada y, aunque no me había pasado nunca antes, su contacto disparó una visión.
– ¿Qué viste?
– Vi que me mataba -contestó ella con sencillez.
– Dios mío.
Por primera vez, Samantha parecía mirar más allá de Lucas; tenía una mirada distante, casi desenfocada.
– Yo sabía que lo haría. Sabía que me pegaría hasta matarme. A no ser que huyera. Así que me escapé esa misma noche. Metí en una bolsa todo lo que podía llevar, robé unos cincuenta pavos del bolso de mi madre y me marché.
Parpadeó y de pronto estaba de nuevo allí, con la mirada fija en la cara de Lucas.
– Fue entonces cuando recibí mi primera lección acerca de cómo cambiar el porvenir. Porque no me mató. Lo que vi no llegó a suceder.
Lucas titubeó. Luego dijo:
– Tú sabes que no es tan sencillo. La visión era una advertencia de lo que ocurriría si no te ibas, si no te alejabas de esa situación. Era un futuro posible.
– Lo sé. Y durante los años siguientes aprendí que algunas cosas que veía no podían cambiarse. Incluso aprendí que a veces mi propia intervención parecía desencadenar lo que intentaba impedir, lo que una visión me había mostrado. -Esbozó una sonrisa torcida-. Al futuro no le gusta que lo veamos con demasiada claridad. Eso nos pondría las cosas demasiado fáciles.
– Sí, al universo no le gusta ponerse demasiado complaciente con nosotros.
Samantha exhaló un suspiro.
– A veces era como caminar por la cuerda floja, sobre todo esos primeros años. El único talento que tenía era… predecir el futuro. A veces intentaba cambiar lo que veía, y a veces me sentía casi paralizada, incapaz de actuar en absoluto.
– Eras muy joven -dijo Lucas.
– Ya te dije que yo no era joven ni cuando lo era. -Ella sacudió la cabeza y añadió con más energía-: Me dirigí al sur porque sabía que, si tenía que dormir en la calle, el clima era más suave. Y solía dormir en la calle. Decía la buenaventura por las esquinas a cambio de unos pavos. Un par de veces me detuvieron. Y al final me encontré con Leo y con la feria, y me uní a ellos.
– ¿Cuánto tiempo estuviste en la calle?
– Seis, siete meses. El tiempo suficiente para saber que así no se podía vivir. Como tú has dicho, la feria era una alternativa mucho mejor. -Le miró con fijeza-. Y, por si te lo preguntas, no espero tu compasión. Hay mucha gente con historias tristes a sus espaldas. Por lo menos la mía tuvo un final relativamente feliz.
– Sam…
– Sólo quería recordarte que no eres el único que sabe algo del dolor y del miedo. No lo eres, Luke. Pasó muchísimo tiempo antes de que pudiera dormir toda la noche de un tirón. Mucho tiempo antes de que dejara de esperar que ese hombre apareciera de pronto y volviera a hacerme daño. Mucho tiempo antes de que aprendiera a confiar en los demás.
– En mí confiaste -dijo él.
– Y sigo confiando. -Sin esperar respuesta, se levantó de la cama y empezó a retirar las mantas-. La ducha es toda tuya. Yo me voy a la cama. Parece que no entro en calor.
Lucas quería decir algo, pero no sabía qué. Ignoraba cómo salvar la distancia que los separaba y era consciente de que la culpa era suya. Sabía lo que Samantha quería de él, o al menos eso creía: sus provocaciones lo habían dejado claro.
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